SOFOTERAPIA (I)

 













SOFOTERAPIA (I)








 
 
 
SOFOTERAPIA (I)
Los efectos restituyentes de la sabiduría en un mundo patológico
D. D. Puche Díaz
23-11-2025



Quiero retomar el asunto tratado en otro artículo, La existencia dañada, donde decía que, en tiempos de desarraigo como éstos, hemos perdido o estamos perdiendo la capacidad de diferenciar medios y fines que es imprescindible para organizar la vida y darle un propósito; junto con ello, se desvanecen también los horizontes de legitimidad comunes que regulan toda convivencia. De ahí se deriva un conjunto de estados psicosociales patológicos, un difuso “malestar” difícilmente diagnosticable como tal por las ciencias de la salud mental, pues esa patología no es ya la de una psique individual o la de un segmento social, sino la de un mundo en que ya apenas hay armonía alguna entre sus elementos vertebradores; un mundo (material, social, simbólico) en que cada vez hay una distancia mayor entre lo que la gente hace y por qué lo hace, entre su modo de vida y los sistemas de valores y expectativas que lo retroalimentan. De hecho, esa imprescindible retroalimentación se está viendo interrumpida. Así que, ciertamente, aunque esa patología sea algo evanescente, una especie de niebla gris que envuelve nuestra existencia y no se deja aprehender fácilmente pero sí sabemos que nos hace desgraciados, y que alienta un resentimiento creciente que fácilmente se convierte en odio, es obvio que tiene mucho que ver con las identificadas como tales por la psicología (ansiedad, depresión, síndrome del trabajador quemado, etc.) o la sociología (alienación, anomia, desintegración social, etc.); por no hablar del auge de fenómenos como el fundamentalismo religioso y el totalitarismo político, que son otra forma de reacción contra esta situación de “mundo roto” en que nos hallamos. No obstante, este mal es mucho más profundo y está en la base de los anteriores.
 
La filosofía, en cuanto “búsqueda de la sabiduría”, ha sido siempre o al menos hasta tiempos muy recientes, cuando abandonó tal ideal por malentender su relación con la ciencia el intento de hacer por vía racional lo que la religión hace por vía simbólica, que es reunificar el mundo la esfera del significado, y así, restañar las heridas existenciales tanto del individuo como del colectivo. Se trata, por tanto, de una visión teórica del mundo, esto es, metafísica (“macrocosmos”), que tiene profundas implicaciones prácticas, o sea, éticas y políticas (“microcosmos”). Pero la filosofía pretende producir todo esto de forma racional, como decía, mediante conceptos y principios lógicos, y no simbólicamente como la religión, que se sirve de mitos y ritualidad; esto conlleva para la filosofía el problema de su más ardua aceptación social pues la fe suele imponerse al pensamiento, pero tiene la ventaja de su universalidad, que la religión nunca podrá lograr en este terreno, como demuestra la historia, sólo hay enfrentamientos, a menudo sangrientos. En resumidas cuentas, la filosofía es un discurso (con consecuencias prácticas) siempre mucho más minoritario que la religión, pero está más fundamentado que ésta en cuanto a su construcción de la subjetividad y del “cuidado de sí” que ésta implica.
 
Pues bien, para obtener esos “efectos terapéuticos”, resulta evidente que la filosofía debe desarrollar algún tipo de procedimiento también hablaba de ello en aquel artículo, pero sólo en líneas muy generales, dado que no cabe esperar mejora de estado alguna del mero conocimiento teórico; de hecho, esto último es lo que la “filosofía presocrática” (por no incluir aquí también al propio Sócrates y a Platón) nunca pretendió ser. El significado de la “contemplación” (theoría) tiene, hasta Aristóteles que en esto marca un antes y un después, un sentido muy distinto del actual, y abarca prácticas meditativas e introspectivas concernientes a la salud del cuerpo y del alma, y hasta envuelve cierta “religiosidad” (una especie de ideal de “santidad”, salvando todas las distancias) en el sentido originario del término, como “religación” con la totalidad. Tales procedimientos no han llegado hasta nosotros salvo algunas referencias extremadamente vagas, y por eso hemos olvidado esa dimensión práctica de la sabiduría, que tenía mucho de “arte sanatorio”. Es por ello necesario desarrollar, si aspiramos a recuperar algo de aquel sentido originario y nuestro tiempo sin duda lo requiere, desde nuestro estado de conocimiento actual, cierta forma de “terapia del alma”, la cual tampoco ha de ser confundida con la “mente” o la “conducta”. Por supuesto, no debe entenderse en una acepción religiosa, ni mucho menos sería bastante peor, de hecho en la línea del coaching, del mindfulness, de la terapia emocional y de otras actividades que son más manifestaciones del problema no de su solución que aqueja al mundo tardomoderno en que habitamos. No; más bien se trata, sin alejarnos de la tradición filosófica más genuina, de dar con unos instrumentos de orientación existencial, de recuperación del sentido, el cual radica siempre en la relación teórico-práctica del sujeto con la totalidad. En eso consistió siempre la sabiduría, y es lo que la diferencia del mero conocimiento teórico parcelado y especializado en el que se ha encastillado la filosofía contemporánea (de ahí su propia inoperancia y su permanente sensación de “ocaso” que la obliga a estar justificándose constantemente). Hay que recuperar algo análogo a lo que ya hicieron los presocráticos entre los cuales no fue extraña la consideración de “médicos” y el propio Sócrates. Esto, así planteado, puede traernos a la mente el propósito de métodos terapéuticos como la logoterapia; pero es que ésta, a su vez, lo que hizo fue extraer gran parte de su contenido de la filosofía (igual que tomó varias de sus principales técnicas del psicoanálisis, aunque alejándose progresivamente de su base teórica). De modo que todo “se queda en casa”, que es, ciertamente, la “casa del lógos”.
 
 
 
Portada y sinopsis del libro 'Topología del mundo'.

 
 
Todo ello pasa por formular una serie de preguntas y, más que eso, de esquemas para esclarecer (aquí la palabra idónea es “ilustrar”) tales problemas existenciales. Un proceso que ha de mostrar el camino a seguir en la vida su sentido no puede hacerse en abstracto; no se trata, como he repetido, de simple teoría, sino ante todo de praxis, de ejercitar un “modelo de vida”, y por eso es preciso brindar numerosos ejemplos; la casuística es aquí esencial. El método tiene que estar enfocado a la superación real de problemas concretos, para lo cual es preciso elaborar, de entrada, una tipología de éstos. El proceso ha de traducirse en una aplicación efectiva de la teoría que conduzca a una modificación de hábitos y, en general, a la transformación de la subjetividad (acción, pensamiento, emoción) en la dirección adecuada. Pero siempre entendiendo ese proceso como un “camino” a seguir en la más común acepción de una “filosofía de vida” que cultivar a largo plazo más que como un punto prefijado de llegada, lo cual llevaría con toda probabilidad a resultados frustrantes y al abandono de todo empeño de mejora. En cualquier caso, tienen que poder verificarse los cambios experimentados en relación con i) los otros (personas, sociedad), ii) lo otro (naturaleza, realidad circundante) y iii) uno mismo (cotidianidad, pero ante todo la psique profunda, el “espíritu”). O lo que es igual, en términos clásicos: en relación con la pólis, con la phýsis y con la propia psyché, respectivamente. Esto, a fin de cuentas, es lo que siempre fue la ética, pero que olvidó a partir de la Modernidad, atrapada en el falso dilema entre posturas consecuencialistas o deontológicas en ambos casos, partiendo del individuo como realidad fundamental, perdiendo así su imprescindible carácter integrador y finalista.
 
Proporcionar una adecuada guía existencial fines en la vida es lo que siempre fue la sabiduría, por más que, para poder hacerlo, requiera de un conocimiento previo de la realidad, esto es, de la ciencia, y de ahí la eterna correlación y frecuente confusión entre la scientia y la sapientia, así como del propósito y función de ambas (la verdad y el sentido, respectivamente). Por eso lo que sigue, esta “actualización” histórica del ideal clásico que no obstante se sirve de los conocimientos prestados por otras disciplinas, es lo que podríamos también llamar psicosofía (“sabiduría del alma”) o sofoterapia (“terapia por la sabiduría”). Ésta debe hacerse cargo de unos “pilares existenciales”, o elementos vertebradores de nuestra vida, en torno a los cuales se organizan todos los demás; cuando aquéllos no funcionan correctamente, ello afecta gravemente a nuestra sensación de que el mundo al margen del cual nunca podemos comprendernos “marcha bien”, así que nos interesa contribuir a su buena funcionalidad, pues de esto depende la imagen que tenemos de nuestra propia vida y de su mejor o peor desarrollo. Esos “pilares” forman un cuadrante cuyo centro es un quinto factor que expresa el equilibrio entre ellos; en caso de romperse tal equilibrio, el centro se verá consecuentemente desplazado, denotando una existencia (individual, pero frecuentemente también colectiva) afectada en la misma medida. De ahí que sea necesario un esfuerzo del sujeto, pero asimismo uno social con las nuevas dimensiones del problema en que esto nos introduce, para corregir los factores que afectan a la vida e impiden su desenvolvimiento satisfactorio. El cuadrante resultante es el siguiente:
 
a) BIENESTAR: entendido ante todo en sentido material; resumen la necesidad humana de seguridad y comodidad, y hasta su aspiración al lujo. Constituye una referencia directa al estado presente de la propia vida, aunque las expectativas de futuro sean siempre muy relevantes.
b) LIBERTAD: una exigencia igualmente insoslayable, aunque muy fácilmente sustituible por toda clase de (auto)engaños y sucedáneos. Ha de enfrentarse en todo momento a coacciones tanto internas (represión) como externas (opresión). Como el anterior, también hace referencia al estado presente del individuo o colectivo, si bien igualmente las expectativas de futuro pueden afectar mucho a su percepción.
g) FELICIDAD: su nutre fundamentalmente de la necesidad de afecto y de estatus social; por ello, son claves una adecuada socialización y el papel que se desempeña en el tejido de relaciones con los demás. Asimismo, depende considerablemente de cómo interpretamos los avatares de la vida (no tanto “lo que nos pasa” como el modo en que lo asimilamos), lo cual está siempre muy mediado simbólicamente. Y las tramas simbólicas a través de las cuales sentimos la propia experiencia entre las cuales ocupa un papel muy destacado la religión son heredadas y compartidas, y están muy vinculadas a una visión del mundo que remite ante todo a un pasado (siempre un tanto “mítico”) que las vivencias presentes “actualizan”; esto redescribe constantemente nuestra vida a la luz de dicho pasado (personal y/o histórico), que se torna referente primordial de la misma, con independencia de lo “verdadero” o “falso” que pueda ser. Así pues, no sólo las expectativas de futuro son relevantes, como veíamos antes, sino también la forma en que “prolongamos” un pasado que, paradójicamente, ni siquiera hemos tenido que vivir nosotros, sino que normalmente lo vivieron otros que nos lo han legado simbólicamente codificado.
d) JUSTICIA: la exigencia humana de bondad y reciprocidad, esto es, de “corrección moral” de las acciones de acuerdo con algún patrón, ya sea racional o no. Aquí encontramos una referencia inevitable a un futuro siempre hipotético en que tales valores se vieran realizados (con las correspondientes recompensas y castigos), a partir del cual obtenemos una “vara de medir” el presente, así como la “dirección de la historia”, según se aproxime más o menos a dicho ideal.
 
Y en el centro (ideal) del cuadrante, o desplazado de él en algún rumbo y grado (que serán “medidores patológicos”), tenemos el…
 
W) SENTIDO: constituye el equilibrio dinámico de los anteriores parámetros; una unidad funcional o integración de la propia vida que define su satisfactoria coherencia y propósito, o lo que es igual, el sentimiento de “cumplimiento vital”, de “armonía”, alcanzado por un individuo (o grupo).
 
 

Estos factores nunca dependen sólo ni siquiera en gran parte de uno mismo, por lo que conllevan un inevitable componente de acción común en la modificación de las circunstancias, sin el cual la solución completa de cualquier disonancia surgida entre ellos (de cualquier descentramiento del mundo) se tornará imposible; es muy difícil que el sujeto pueda vivir gustosamente de espaldas a la realidad compartida. Y, no obstante, mientras el mundo cambia (o no), el sujeto tampoco puede esperar a verse libre de sus angustias internas, sino que tiene que hacer algo por atajarlas. Por todo ello, la estrategia para abordar su mejoría, siquiera para atenuar su malestar, debe moverse continuamente a lo largo del eje que conecta el polo psico-ético (la transformación del individuo) con el político (la transformación del colectivo, e incluso del mundo en que está inmerso). Considerarlos por separado y creer que sólo de uno de los extremos vendrá la solución de todos los problemas adaptar el individuo al mundo (“salud mental”) o el mundo a las ideas del colectivo dominante (“política”) es una engañosa abstracción que conduce a las “patologías de mundo” que veremos más adelante. O, por decirlo mejor, no es que las causen pues sus causas se deben a procesos de enorme alcance y complejidad, sino que las retroalimentan debido a una deficiente comprensión de la situación. [Continuará en breve]
 
 
 
 
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