LA EXISTENCIA DAÑADA

 


















LA EXISTENCIA DAÑADA













 
 
 
LA EXISTENCIA DAÑADA
Sobre la relación entre metafísica y sabiduría (III)
D. D. Puche Díaz [*]
4-9-2024


Nuestro tiempo se caracteriza por un acelerado desarraigo, esto es, por la pérdida de un horizonte de validez de la vida (la “pérdida del sentido”), por una total confusión de los medios y los fines que da lugar a un estado de desorientación, de insatisfacción, de infelicidad. En suma, lo que nos falta es un modelo en función del cual vivir “correctamente”; un modelo de “humanidad”, de lo que queremos ser, que nos proporcione algunas certidumbres o, cuando menos, algunas aspiraciones morales razonables. Esto implica no limitarse a vivir para uno mismo, de modo egotista, buscando únicamente los propios placeres e intereses en una especie de “autismo existencial”; rota la comunicación, la conexión vital, con el todo al que inevitablemente pertenecemos y en el que somos.
 
La filosofía, en la medida en que ha sido la aspiración a la sabiduría y sólo mientras ha mantenido esa aspiración, siempre ha pretendido hacer de forma racional lo que la religión hace de forma simbólica, esto es, restaurar al individuo dañado (“alejado de sí mismo”), y junto con él, al colectivo igualmente dañado. Individuo y colectivo que permanentemente presentan algo de doliente, de disfuncional, de “fuera de lugar”; y, sin embargo, nunca hubo un “antes” de ese dolor, de ese extravío: el “re-” de la restauración, del restablecimiento, de la restitución de “lo perdido” nos remite a algo que no es empírico-pasado sino ideal-eterno, a algo racional que constituye la buscada “vara de medir”. La noción, tan cara a diversas religiones y a filosofías como la pitagórica o la platónica, de una “vida anterior”, la idea de la metempsícosis y el renacer, es ya una alegoría de esto, del hecho de que la existencia nos retrotrae perpetuamente a algo anterior a ella que, no obstante, nunca se ha dado; a algo ideal que, pese a todo, se nos presenta siempre como exigencia por realizar para darle un sentido retrospectivo a nuestra vida, carente de él. Y esto es tan perentorio como la necesidad de seguridad, o de libertad, o de afecto, etc., pues no se puede vivir en el sinsentido, en la desrealización, en la execración (exsecratio). Lo que llamamos “sabiduría”, ese concepto hoy aparentemente obsoleto y lo es para la sociedad patológica en que vivimos, no es sino la habilidad o el talento para dar con ese fin (para construir tal concepto) y hallar los medios de su realización. Saber lo que queremos ser (siempre en relación con lo que debemos ser) y cómo podemos serlo: ésa es la tarea que concierne a dicha sabiduría, o sea, a la filosofía cuando ello se hace por vía estrictamente racional, que es y ha sido siempre, ante todo, el “cultivo de sí”.
 
A propósito de esto, a lo largo de la historia de la filosofía hallamos una y otra vez el vínculo entre un maestro y un discípulo o varios, claro como “estructura generacional” de la misma (con relaciones más o menos estrechas, mejor o peor avenidas, de continuidad o de crítica, y sin que falten los “parricidios”, a veces incruentos y a veces bastante encarnizados). Ese vínculo ni siquiera tiene por qué haber sido personal: piénsese, por ejemplo, en la relación entre Nietzsche y su “maestro” Schopenhauer, al que nunca conoció sino a través de sus escritos; pero la cosa no cambia, ya se trate de una relación directa o mediada por siglos, a través del estudio de una obra legada. Lo relevante es que haya ambas figuras, la del discípulo que (se) busca a partir de su experiencia y, en consecuencia, aspira a un ideal de sí, y la del maestro que, con sus enseñanzas, mediante su propia experiencia articulada como teoría (que incorpora, a su vez, la experiencia sedimentada de los que lo precedieron), va ajustando dicho ideal en función de una determinada “comprensión densa” del mundo.
 
No habrá que explicar demasiado el paralelismo que hay entre este vínculo y el que hoy encontramos debilitado y empobrecido, y desde luego vaciado de toda (o casi) comprensión teórica de la realidad entre el terapeuta y el paciente en las diferentes disciplinas psico-sanitarias. Como todo en la sociedad contemporánea, masificada, tecnificada y altamente especializada, esa relación consiste ahora en un mecanismo de “caja negra”, por el que el paciente no necesita saber cómo funciona su propia mente o en qué consiste en última instancia el proceso que conduce a su curación, sino que se limita a recibir el tratamiento por parte del experto que sí conoce la materia. No hay transmisión de conocimiento, sino únicamente una “guía de la conducta”, y esto conlleva grandes limitaciones desde el punto de vista vital; limitaciones, por supuesto, inevitables en una sociedad donde la adquisición de tal conocimiento por todos los que los necesitarían es prácticamente imposible. Por ello han de conformarse con obtener respuestas para preguntas que jamás se han hecho; indicaciones hechas desde una teoría que seguramente ignoren por completo. No se estima que el paciente necesite saber o ello sería por lo general imposible; basta con que sepa el terapeuta. Éste nunca fue, obviamente, el marco de la relación tradicional entre maestro y discípulo (en el que, por supuesto, el maestro tenía unos pocos discípulos durante años, no decenas de pacientes durante semanas o meses).
 
Así pues, ¿en qué consiste, o debería consistir, esa relación maestro-discípulo, característica de la filosofía (y por ello orientada a la sabiduría), a diferencia de la relación terapeuta-paciente (orientada al bienestar mental)? Nótese que a) aquí hago ya una determinada elección metodológica, pues exponer esto en abstracto, como generalidad aplicable siempre por igual, sería imposible; y que b) insisto en que la naturaleza de esa relación no es necesariamente personal, sino que puede darse en la distancia espacial y temporal, y requiere siempre, en cualquier caso, un esfuerzo activo de estudio, reflexión y autocrítica por parte del “discípulo”, el cual bien puede trabajar a partir de la obra (los textos) del “maestro”, esto es, puede ser autodidacta, con las dificultades que ello conlleva, sobre todo debido a la falta de corrección directa y específica por parte del “mentor”, con el consiguiente impacto en la retroalimentación del proceso. Y, por último, no olvidemos que c) el “discípulo” es alguien, convengámoslo así, que requiere orientación existencial precisamente porque su existencia está dañada, o sea, ha perdido estructura: carece total o parcialmente de un sistema de referencia vital que oriente sus pensamientos, emociones y acciones, y se encuentra por tanto desarraigado, perdido.
 
Pues bien, dando todo esto por hecho, y asumiendo un escenario de trabajo que quizá no se dé como tal en la práctica es decir, en condiciones siempre imperfectas, el proceso consistiría en lo siguiente:
 
(1) El discípulo (o, simplemente, “sujeto” del proceso) ha de proponer(se) una visión ideal de sí mismo, lo más detallada posible, como meta en la que trabajar. Es muy conveniente que ésta se ponga por escrito, como si se describiera un personaje literario. Ahora bien, dicho ideal no puede ser arbitrario, no lo “decide” el sujeto, sino que a) debe extraerlo de aquello que habitualmente fantasea con ser, aun de forma involuntaria; y b) en cuanto ideal, no obstante, ha de estar “templado” en la medida de lo posible por lo que el sujeto es realmente, o sea, por una visión realista de uno mismo, pues la visión ideal no puede ser simplemente algo imposible de llevar a la práctica. Esta parte del proceso de (auto)guía debe, a partir del “cultivo de sí” antes mencionado como propósito fundamental, llevar a cabo un primer momento de éste como producción de sí, o, para ser más preciso, producción de una imagen de sí sobre la que trabajar. […]
 
 
 
 
 
>>Keywords: Metafísica, Sabiduría, Mundo, Existencia, Enfermedad, Terapia.
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