A medida que nos acercamos a los límites de sustentación del medio, nuestra calidad de vida, incluyendo derechos y libertades, va a ir deteriorándose inevitablemente, lo cual será achacado a la injusticia de unos gobiernos que seguramente tendrán poco margen de maniobra.
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UN MUNDO QUE SE VIENE ABAJO
Al deterioro medioambiental le sigue irremediablemente el deterioro democrático
Por D. D. Puche
Los modelos sociales basados en mayor
o menor medida en un individualismo hedonista terminan socavando toda cultura
que alcanza un alto grado de desarrollo. El cálculo utilitario constituye, por
ser más preciso ‒y justo‒, uno de los principales motivos de dicho desarrollo,
hasta que, cruzado cierto umbral (dado por la capacidad de sustentación del
medio del que depende esa cultura), todo empieza a agrietarse y los engranajes
sociales, políticos y económicos empiezan a chirriar. Nosotros, como los habitantes
de la cultura del valle del Indo, o la civilización olmeca, o el Imperio
romano, nos encontramos en esa coyuntura histórica; la crisis de la covid-19
tiene mucho de pistoletazo de salida de lo que está por venir (aunque, en
realidad, ese pistoletazo sería ya claramente la crisis financiera de 2008). La
dificultad económica mundial para salir del bucle de estancamiento de la
revalorización del capital globalizado se complica enormemente con la actual
crisis sanitaria, que paraliza sectores económicos enteros, retrasando en años
la recuperación de aquélla. A esto habrá que sumarle, en los próximos años y
décadas, los efectos cada vez más devastadores del cambio climático (los
inmensos incendios de Australia y California son un buen ejemplo de lo que está
por venir), por no hablar de la crisis energética que viene acompañándola, las
consiguientes crisis migratorias debidas a estos factores (hacia un Occidente
cada vez más envejecido, en declive económico y políticamente reaccionario),
etc.
No hace falta ser muy perspicaz, ni tampoco amigo de las profecías apocalípticas, para darse cuenta de lo que está por llegar; se avecinan décadas que, de no producirse un volantazo en la alta política internacional ‒si es que hoy existe tal cosa‒, conducen a un escenario ciertamente tétrico. La comunidad científica no deja de alertar sobre ello desde hace mucho tiempo, pero es más cómodo, claro está, no escuchar a los agoreros que pregonan que se acaba la diversión; ello podría afectar a los intereses del mercado a corto y medio plazo. La fiesta ha de continuar hasta haber consumido toda la comida y la bebida y haber bailado todos los temas de moda. Lo malo es que no habrá un “día siguiente” a esa fiesta; será una magnífica despedida del mundo tal y como lo hemos conocido. La resaca de tal celebración va a ser de las que hacen historia, y esto en el más literal de los sentidos.
Se avecinan décadas que, de no producirse un volantazo en la alta política internacional ‒si es que hoy existe tal cosa‒, conducen a un escenario ciertamente tétrico.
La mayoría de los que claman por los derechos y libertades que “les están siendo arrebatados” no se han enterado aún de que el sistema socio-económico que permitía ese modus vivendi ya está exhausto; de que se asentaba sobre la base ficticia de que se podría sostener ilimitadamente, pues no tenía límites y, por tanto, la fiesta podría prolongarse para siempre, sin interrupción. Todo un arrebato de primermundismo. No son conscientes de que los derechos y libertades que empiezan a ver seriamente amenazados no son algo sagrado ‒pues está escrito en un código‒, la plasmación de una Justicia conquistada por la historia irreversiblemente, un territorio ganado a los Enemigos del Bien; sino que aquéllos dependen estrechamente del mantenimiento de unas condiciones económicas y ecológicas que han sido rebasadas de largo. El límite de sustentación de nuestro medio es el límite del estilo de vida que podemos permitirnos, o sea: nuestros derechos y libertades son la manifestación última de una relación de extracción con el medio que ha traspasado ya ciertos límites materiales. A partir de ahí, un descenso en la curva de eficiencia de nuestro sistema tecno-económico-energético significa que empieza el declive civilizatorio (no podemos conseguir los mismos rendimientos que antes), y con él, un descenso notable en nuestra calidad de vida, de la que depende lo que podemos permitirnos hacer.
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El individualismo hedonista por el que se han caracterizado las sociedades capitalistas ha sido el factor impulsor de un despliegue industrial, de la puesta en marcha de un avance científico-tecnológico, que ha alcanzado cotas ciertamente magníficas. Pero ahora viene la contrapartida de todo ello. Y mientras algunos ya se han puesto a recoger las mesas y a sacar bolsas de basura y botellas vacías, otros aún creen que podrán seguir festejando indefinidamente, porque piensan que sus irrenunciables derechos y libertades y comodidades son algo irreversible, que no depende de las relaciones del ser humano con su medio y de la articulación interna de un mundo que corresponde a las mismas; sino que es una creación de la voluntad humana, esto es: de la relación de los seres humanos entre sí, sin importar nada más.
Nuestros derechos y libertades son la manifestación última de una relación de extracción con el medio que ha traspasado ya ciertos límites materiales.
Los gobiernos o los diferentes regímenes políticos pueden ser injustos, despóticos, ilegítimos. Pueden ser tremendamente negligentes. Pueden ser sencillamente perversos. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta es el hecho de que cualquier sistema político se limita a gestionar lo que tiene, los frutos de una economía que será más o menos excedentaria; y que no hay, consiguientemente, más derechos y libertades que los que ésta permite sostener con el esfuerzo colectivo de todos. Más allá de ese límite, las grandes palabras, como Libertad, Justicia, Igualdad, etc., empiezan a desdibujarse; se convierten en mera retórica, cuando no en la pataleta de un niño que no obtiene lo que quiere, sin entender que no puede tenerlo. Y ésta es la tendencia general, el curso que cada vez más van a seguir los acontecimientos de la política internacional, y que será visto por la población ‒especialmente la de los países desarrollados, que son los que más tienen que perder‒ como un retroceso en sus derechos y libertades debido al “despotismo” creciente. Lo cual será una profecía autocumplida, cuando esos mismos que se lamentan empiecen a votar masivamente a líderes populistas que les van a prometer recuperar todo lo perdido. Una promesa imposible de cumplir que ya veremos, además, a qué precio terrible se salda.
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Entretanto, cada cual sigue dando
rienda suelta a su individualismo hedonista, que a menudo se disfraza de toda
clase de “causas”; que se racionaliza tras nobles discursos, más propios ya de otras
épocas, como la reivindicación moderna del individuo frente al absolutismo; como
la defensa del ciudadano autónomo y crítico que no se disuelve en la masa mansa
y estúpida... Pero es precisamente lo que son la mayoría de los que así hablan,
esos mismos que hoy se escandalizan cuando se les dice que tienen que pagar más
impuestos o consumir menos recursos o mantener medidas sanitarias debido a una
pandemia mundial: son los hijos del neoliberalismo globalizado, células de
consumo que sólo entienden de satisfacción personal a corto-medio plazo,
incapaces de ver un horizonte que se eleve más allá de sí mismos; retazos de identidad
histérica que lo intelectualizan todo de forma hipócrita e impostada, en su
clave siempre narcisista, con sus proclamas-pastiche que mezclan todas las
ideas nobles de otros momentos históricos en un mejunje insípido, mera
legitimación ideológica de su egoísmo pueril. Una masa de individuos convencidos
de que no son masa, pese a que convergen sospechosamente con millones de otros
como ellos.
Más allá de ese límite, las grandes palabras, como Libertad, Justicia, Igualdad, etc., empiezan a desdibujarse; se convierten en mera retórica.
Lo que defienden es incompatible con los recursos que quedan para una población mundial creciente, y con previsiones de que tocaremos a cada vez menos en el futuro. La cerrazón irracional al hecho de que los derechos y libertades individuales de los que disfrutamos en los países desarrollados ‒hasta ahora, y en claro retroceso‒ dependen de un modo de vida atado en corto al reparto de unos excedentes cada vez más escasos, es una clara señal que se es menor de edad intelectualmente, por muy ilustrado que se crea uno (lo cual ya se advierte en el modo en que las advertencias que hace la ciencia son negadas o escogidas selectivamente, de forma arbitraria, en función de la ideología de cada cual). De hecho, esa cerrazón va unida a un consumo de recursos que sólo incrementa el ritmo de destrucción del medio; en su estupidez, por tanto, se autodestruye.
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Somos, en efecto, como los habitantes del Imperio romano en su fase tardía, esa lenta agonía que marcó el declive hacia el feudalismo medieval. Ellos seguían viviendo en la ficción de ser ciudadanos del Imperio, incluso cuando éste, de facto, ya había caído. Las ficciones políticas y administrativas pueden durar más que sus propias condiciones materiales de existencia, pero son como un organismo que, ya sin alimento externo, se está digiriendo a sí mismo. El Imperio ya ha caído, o está cayendo, y la apelación constante a los derechos que éste otorga no va a servir para recuperarlos cuando los diversos señores feudales de este Medioevo 2.0 (las grandes multinacionales tecnológicas, logísticas, energéticas, etc.) asuman el mando de forma explícita. Tenemos que ir pensando en nuevos modos de vida, en vez de seguir reivindicando los que ya no es posible mantener.
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