¿Qué sentido tiene la metafísica en la actualidad? Continuamos con la serie de reflexiones sobre esta disciplina que iniciamos en Metafísica y praxis.
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Ontología y metafísica | Artículos
MUNDO Y SENTIDO
La metafísica como comprensión del mundo
La conducta humana, como la de
cualquier otro animal, está orientada a la adaptación al medio. Y ello tanto si
la consideramos individual como socialmente, puesto que somos un animal
gregario y muchas de nuestras conductas sólo adquieren sentido dentro del marco
de referencia colectivo ‒la moral, por ejemplo‒. Además, ese medio al que intentamos
adaptarnos puede ser natural, ya dado, o artificial, que es creado y
sucesivamente transformado por esa misma conducta; pero cualquier entorno
artificial deberá a su vez, en conjunto, mantener un equilibrio adaptativo (ecológico)
con la naturaleza, o será destruido. Mientras que los medios naturales son,
claro está, puramente materiales, los artificiales (eso a lo que llamamos “cultura”)
son materiales y simbólicos, pues tienen una estructura interna que
remite siempre a lo material, en cuanto soporte necesario, sin ser ella misma completamente
material, esto es: una red de significantes culturales. Lo cultural es un
nivel de organización de la materia, que va emergiendo como prolongación
de otros procesos (físicos, químicos, biológicos, psíquicos); es un nivel más, que
presupone el desarrollo evolutivo de una inteligencia considerablemente alta, y
posee unas características específicas, propias de su articulación interna. Los
niveles anteriores son su sustancia y su límite, pero no
determinan su contenido, que resulta impredecible a partir de ellos [1].
Es una mera cuestión
biológica, por más que queramos buscarle otro sentido más “elevado”: esas
conductas adaptativas producen un feedback que las motiva o inhibe, en
función de su éxito o fracaso anterior. Esta “retroalimentación” se traduce en
alguna forma de placer o dolor que refuerza, positiva o
negativamente, esas operaciones. Ahora bien, dichos estímulos pueden tener una
inmensa variabilidad, y evidentemente no tienen por qué ser físicos. La anticipación
del placer, sea del tipo que sea ‒como, a la inversa, la del dolor‒,
acompaña a la representación mental de una acción que se ha demostrado (o se
cree erróneamente) adaptativamente exitosa, la cual aparece por ello como una
acción “correcta” [2]. La finalidad de la existencia, considerada desde el
punto de vista biológico, es la supervivencia y autoperpetuación; pero la
evolución, al haber producido inteligencia y empatía, ha abierto
unos márgenes de variabilidad muy grandes que pueden dar lugar a nuevas necesidades
(secundarias, terciarias…), que si bien no pueden anteponerse jamás a las
primarias, sí pueden introducir conductas imprevisibles desde lo meramente
orgánico. La capacidad de transformar el medio crea “burbujas” artificiales
en éste, en cuyo interior se da una “libertad” respecto de la más cruda
necesidad adaptativa ‒aunque la “burbuja” como tal no lo esté‒. Así es como aparece
todo un repertorio de conductas no directamente relacionadas con las funciones más
básicas de la vida, las cuales llegan a creerse independientes o superiores
a éstas (obviamente, de forma equivocada).
Aunque el fin primordial de la
vida sea durar (es la organización de la materia que se autoperpetúa),
y todo lo que conduce a ello se traduzca en placer ‒hablo ahora de
animales, claro está‒, la aparición evolutiva de la inteligencia permite sublimar
ese placer, es decir, enlazarlo con otros objetos no directamente ligados a
la supervivencia. Así, tenemos placeres a) primarios, ligados directamente
a la adaptación al medio (alimentación, sexo, afecto, victoria, supresión o
reducción de un dolor), y b) derivados, no ligados directamente a ella, aunque
desde luego no pueden ir contra ella. Éstos, que son cualitativamente
más complejos, pero cuantitativamente menos intensos que los primeros, a su vez
pueden ser i) secundarios, cuando requieren de otros para ser disfrutados (son
una prolongación de los primeros, en realidad, pero ya no está en juego la
supervivencia), a saber, la necesidad de reconocimiento, el estatus social y el
poder ‒la capacidad de influir sobre la conducta de otros‒; o ii) terciarios,
cuando no requieren directamente de la participación de otros para ser
disfrutados (aunque sí fueran necesarios para la producción de sus objetos), o
sea, los placeres que hipotéticamente podría disfrutar un Robinson Crusoe: la comodidad
(y hasta lujo), por un lado, y los placeres intelectuales y/o estéticos, por
otro. Los objetos de estos últimos están extremadamente sublimados, y puede
parecer que no tienen nada que ver con lo adaptativo; pero así es, aunque de
forma muy indirecta, pues estimulan facultades superiores (inteligencia
y gusto) que biológicamente sí están relacionadas con dicha adaptación. Nótese que
se ha evitado la clásica división en placeres “físicos” y “mentales”, la cual
está mal trazada, puesto que los diferentes placeres son transversales a la
misma.
Entre los placeres
intelectuales, sólo muy indirectamente adaptativos, pero vinculados con la
adaptación de algún modo, está la comprensión del mundo en que se
habita. Diga lo que diga Aristóteles, la excelencia del conocimiento más
abstracto no radica en su “inutilidad”, pues la necesidad de hallar razones
tras los fenómenos está relacionada evolutivamente con la supervivencia ‒un
ser infinito, cuya existencia estuviera asegurada, no necesitaría saber nada‒.
Estos placeres, tanto los intelectuales como los estéticos, dependen de la representación
de sus objetos, aun sin la presencia de éstos; están sublimados en grado
máximo. Ciertamente, el placer que despiertan no es comparable en intensidad al
de la consecución del objeto (como en el caso, p. ej., de los primarios), pero
como pueden experimentarse sin él, son mucho más estables y duraderos,
y desde luego resistentes a la frustración de su no consecución. La “comprensión”,
en concreto, constituye de por sí un elevado placer, el de ubicarnos en un
mundo con sentido, entender su funcionamiento, aunque sea en líneas generales, así
como nuestro lugar en él, y así, poder prever con cierto éxito el curso de los procesos
principales y en qué medida nos afectarán. El trabajo teórico que conlleva
es un tipo de conducta que se ve retroalimentada, como cualquier otra, por el
éxito de sus previsiones, o desalentada por su fracaso.
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Esa comprensión, elevada al
máximo grado de abstracción (distancia a su objeto) y sistematicidad (integración
de saberes), es la metafísica, la elaboración teórica del mundo, la
cartografía del entramado material-simbólico en que vivimos, entendido como una
complejísima red de significados. La comprensión produce un sentido,
que a menudo, históricamente, se ve “interrumpido”, “colapsa” debido a las
transformaciones materiales de dicho mundo ‒más rápidas que las simbólicas‒, que
lo dejan obsoleto (eso es el nihilismo, o como prefiero llamarlo, el “desarraigo”
[3]). El sentido es la estructuración de la red de significados que componen
el mundo, la cual produce un placer, una satisfacción intelectual. Responde
a una necesidad humana, y por ello siempre se da en cierto grado (la religión
suele cubrirlo en sus formas más sencillas), aunque requiera del cultivo intelectual
para ser experimentado en sus formas superiores. Ahí entra en juego, cuando se
alcanzan determinados niveles de complejidad sociocultural, la filosofía,
entendida como la teoría de lo ideal. Lo ideal introduce conceptos
ordenadores en esa red, que aumentan su comprensibilidad, y por
tanto el placer intelectual que puede llegar a producir. Y ello con
independencia de lo “verdadera” que sea esa construcción teórica, a la cual, como decía en la anterior entrega, sólo se le puede exigir que sea hermenéuticamente
potente y dialécticamente sólida; su contenido “verificable” ha de tomarlo
de la ciencia de su época, y por tanto ha de evolucionar en paralelo a ella ‒o
caer en un escolasticismo vacío.
Podría desprenderse de lo
dicho hasta ahora una identificación de “cultura” y “mundo” ‒y, por tanto, una
reducción de la filosofía a la antropología‒ que iría contra lo que ya dije en aquel
otro texto. Y no es así, aunque en éste no haya introducido todavía de forma
precisa la delimitación entre ambos términos. La cultura es un sistema complejo
en el que intervienen la biología, la inteligencia (producto de la anterior) y
la transmisión intergeneracional (y acumulativa) de conocimientos adquiridos.
Pero aquí hay que diferenciar la inteligencia (capacidad adaptativa) de
la racionalidad. Ésta no es una “capacidad” distinta de aquélla, sino
una operación suya, pero una que requiere un alto desarrollo cultural
previo para poder llegar a darse: es la meta-reflexión que trasciende la
propia cultura, comparándola con condiciones ideales que nunca se presentan empíricamente
como tales. Se eleva así a un métron que primero debe ser construido
teóricamente; y de esta forma, se distancia de la cultura natal para elevarse
al mundo en cuanto mundo (el ámbito del sentido, aislado de todo
particularismo) y exponerlo mediante el concepto [4]. Así, la racionalidad
se eleva a la universalidad teórica y abre el territorio filosófico, que ‒específicamente
como “metafísica”‒ es el mapeado, la cartografía del mundo, y no ya de
la cultura, trabajo de la antropología (o sea, de la ciencia) del que la
primera debe servirse, pero para elevarse a condiciones de idealidad.
Pues bien, como ya mostré en
otro trabajo, El materialismo y la posmodernidad, las culturas, que definí allí como “antroposistemas”
(ΣA),
son funciones de la naturaleza, esto es, formas históricas y
convencionales de satisfacción de necesidades naturales, que articulan “capas” o
“estratos” de progresiva artificialidad según el contacto más o menos directo
con la naturaleza (cada uno de los cuales crea, a su vez, necesidades nuevas y
específicas de segundo orden, tercer orden, etc., que no remiten directamente a
las primeras, pero han surgido a partir del modo en que aquéllas se lograron
satisfacer, aunque luego se crean “independientes” de ellas): de ahí surge la
clásica división materialista en infraestructura (ΣA1), estructura
(ΣA2) y supraestructura
(ΣA3). Los contenidos
específicos de cada subsistema no vienen dados por los inferiores, ni mucho
menos por la naturaleza “desnuda”, pero sean los que sean, no podrían existir
sin ellos, que son sus “trascendentales”, sus condiciones materiales de
posibilidad. Hay, por tanto, relaciones asimétricas de dependencia.
Que los antroposistemas son
funciones de la naturaleza lo formalizaremos (para intentar aclarar de forma
meridiana la diferencia entre “cultura” y “mundo”) así:
ΣA = f(N)
Y como el concepto de mundo (k)
es, a su vez, una función de los distintos antroposistemas que la teoría somete
a reflexión, cabe decir que
k = f(ΣAα, ΣAβ, ΣAɣ, … ΣAω)
Por tanto,
k = f(fα-ω(N)),
o sea, que…
k = f Rα-ω(N),
siendo “R” el factor racionalidad,
esto es, la distancia teórica desde la que se intenta comprender al conjunto en
condiciones de universalidad, o lo que es igual, por encima de todas las
diferencias particulares, pero a partir de ellas en cuanto contenido
necesario. k no puede ser, por tanto, un “objeto”, sino una
construcción teórico-simbólica que remite siempre a objetos y relaciones
concretas, y en última instancia, a la naturaleza (realidad) que los sostiene y
delimita. Dicho en otras palabras, k es un subconjunto de N [5], por
más que no sea deducible a priori a partir de N o explicable por su mera
legalidad.
Notas:
[1]
El modelo de materialismo que defiendo es un monismo asimétrico.
“Monismo” (frente a todo dualismo, pero también frente al “pluralismo
ontológico” del materialismo filosófico de Gustavo Bueno), porque asume que todo
lo que existe es materia y todo proceso real remite a relaciones
materiales que establecen sus condiciones de posibilidad, y además hay un orden
de dependencia entre unos niveles de organización y otros, ontológicamente
anteriores (y de ahí lo de “asimétrico”), lo cual impide hablar de la “irreductibilidad
ontológica” de ningún “género de materialidad” (un concepto ya de por sí metafísico,
perfectamente sustituible por una jerarquía de ontologías regionales). Otra
cosa muy distinta es que el nivel de organización cultural de la materia
(que así cabe llamarlo, literalmente, aunque considero preferible hablar de
“antroposistemas” o, de una forma aún más abstracta, “noosistemas”), sostenido
y delimitado siempre por relaciones materiales (ecológicas, económicas,
tecnológicas), es sin embargo capaz de dotarse a sí mismo de una vertebración
interna que no puede ser explicada a partir de éstas; que no es deducible de
las leyes de m‒n, aunque nunca puede ir contra ellas (pues son su
sustancia y su límite, como decía arriba, pero no determinan a priori su
contenido). Podemos entenderlas como causas necesarias, pero nunca suficientes,
de su funcionamiento.
[2]
Pero… ¿y si el placer acompaña a una acción no adaptativa (y la señala como “correcta”),
o el dolor a una no adaptativa (señalándola como “incorrecta”)? Obviando los
posibles errores y patologías que podamos encontrar en este campo
‒discordancias con la realidad, ya sean funcionales o estructurales‒, la
cuestión es que éste se vuelve inmensamente complejo al introducir el paso del
plano individual al colectivo, y con él, la interacción de placeres y
dolores resultante de ese complejo, los cuales se van a ver modificados, como
vamos a ver, por la vasta red de significados que tejen el mundo, cuya
amplitud depende además de los ejes “inteligencia” y “empatía”. Pese a Kant,
habría que decir que un saber a priori de lo correcto o incorrecto es
imposible.
[3] Desarrollo ampliamente
este tema en mi libro, Vivir en el desarraigo. Ensayo sobre la
transformación de lo humano (Grimald Libros),
de próxima aparición.
[4]
Una operación diferente ‒opuesta, de hecho‒ a la realizada por las ciencias,
que se alejan también de la propia cultura, pero no por universalización
(síntesis), sino por disolución (análisis), y por tanto, no hacia el mundo
(ámbito del sentido), sino hacia la realidad material que la sostiene
(ámbito de la verdad).
[5]
De lo contrario, caeríamos en un erróneo idealismo. Expliquemos esto: a partir
de lo explicado, sería factible llegar a este resultado altamente especulativo
‒pero dentro de los límites discursivos de la propia metafísica‒: “si la
racionalidad es un fruto evolutivo de la naturaleza, entonces, en última
instancia, la racionalidad es la propia naturaleza pensándose a sí misma
(aunque tenga que hacerlo a partir de las condiciones brindadas por la ciencia
de la época, y por tanto, dentro de unos límites históricos). Lo cual implicaría
que el sujeto del pensamiento es a la vez el objeto o sustancia del mismo,
y por tanto, que el sujeto deviene totalidad, o sea, absoluto. ¡Como decía
Hegel!” Pero, naturalmente, hay que rebajar tales pretensiones especulativas;
la filosofía actual no puede permitírselas. Nunca habrá semejante autotransparencia
de la razón, porque las limitaciones en el conocimiento del objeto (y en la
capacidad de transformarlo técnicamente) son eo ipso limitaciones en el
autoconocimiento del sujeto, el cual, por tanto, nunca retorna sobre sí
mismo para reapropiarse como absoluto (“Dios”). De hecho, a medida que se
profundiza en el conocimiento de la realidad, hay que ir sumando a su complejidad
nuevos “continentes de opacidad” que no nos acercan precisamente, sino que más
bien nos alejan de esa autoapropiación. Ciertamente, una especie inteligente
con una capacidad científico-técnica de manipulación del entorno suficientemente
alta (una suerte de “autopoíesis plena”) sería Dios,
parafraseando a A. C. Clarke. Pero eso no parece posible en un universo
condenado a la muerte entrópica.
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