Es muy común pensar que el materialismo niega la existencia de algo irreductiblemente "humano". ¿Es el materialismo necesariamente reduccionista?
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Ontología y metafísica | Artículos
MATERIA Y SUBJETIVIDAD
¿Supone el materialismo la negación de lo subjetivo?
Mientras que la defensa de otras
posiciones filosóficas no suele provocar algo semejante, la del materialismo sí
provoca frecuentemente reacciones muy encendidas entre sus detractores; casi
parece que se sientan amenazados, cuando no ofendidos en su amor propio. La
razón ‒a veces filosófica, pero por lo general claramente teológica‒ es
que, si este enfoque teórico está en lo cierto, sus consecuencias inmediatas
(en principio) serían la negación de todo tipo de trascendencia, y con ella, lo
divino, y con esto, los más elevados valores morales. Así pues, el materialismo
conduciría (dicen) al nihilismo absoluto. En un plano más inmanente, el
materialismo (se supone) liquida la posibilidad de la subjetividad, y con ella,
la diversidad individual y con esta última, la libertad. Si todo se debe a
causas materiales, y sólo a éstas, entonces el ser humano es algo también causado,
determinado por una serie de factores (biológicos y culturales) que escapan a
su control. Sólo respondería a estímulos, de forma mecánica. Por lo
menos desde la Modernidad ‒en la Antigüedad, desde luego, no se planteaban
estos problemas‒, se ha entendido la subjetividad como el origen de una
serie causal nueva, la irrupción en la naturaleza de algo a su vez no
determinado, algo “nuevo” e “impredecible”. Y esto es lo que el
materialismo vendría a liquidar, al reducir todo cuanto existe a una
homogeneidad causal absoluta. La naturaleza entendida como un Continuo cuya
legalidad ha de extenderse a todo. La negación de ese enfoque que resumía
Spinoza con estas palabras: «parece que conciben al hombre, dentro de la
naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre
perturba, más bien que sigue el orden de la naturaleza, que tiene una absoluta
potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo».
Ciertamente, ha habido posturas materialistas duras que han sostenido todo lo anterior hasta sus últimas consecuencias; la cuestión es si el materialismo ha de ser necesariamente así. Se suele entender el materialismo como sinónimo del mecanicismo de los siglos XVII-XVIII, aquella filosofía tan imbuida de los avances científico-técnicos de la época que quiso reducir lo orgánico (y con ello, lo nervioso) a un juego de poleas y engranajes que únicamente responden a actuaciones externas. Una versión posterior fue ese determinismo científico decimonónico, resumido en la postura de Laplace, quien sostenía que el conocimiento exhaustivo de cualquier estado puntual del mundo permitiría deducir cualquier estado futuro, lo cual implica que no hay elementos dentro del mundo capaces de autonomía alguna. Esta hipótesis del “demonio de Laplace”, por cierto, que hoy niega la física cuántica, no es distinta de lo que supone aceptar la existencia de un Dios eterno y omnisapiente (que sabría todo lo que vamos a hacer en el futuro, con lo que no podríamos haber tomado otras decisiones); el libre albedrío que los antimaterialistas hambrientos de trascendencia quieren salvaguardar, lo están negando, en realidad ‒pero su coherencia, claro está, es problema suyo‒. Ya en el siglo XX, nos encontramos la ejecución práctica de las ideas de Marx y Engels en forma de un materialismo histórico y dialéctico que, para la ortodoxia socialista, se traducía en la negación de la espontaneidad humana y de todo rasgo de identidad particular, diluidas ambas en un colectivo histórico que lo arrastra todo consigo; para la ortodoxia liberal, mientras tanto, se trataba lisa y llanamente de la legitimación ideológica del totalitarismo. En esta evolución histórica ‒o mejor dicho, en las reacciones contra ella‒ se advierte un gran temor a que los avances científicos vengan a “quitarnos la libertad”, la cual, todo hay que decirlo, a menudo no es más que la coartada de una ignorancia que quiere creerse invulnerable a todo avance que acabe con su frágil y acomodaticia visión del mundo. Por eso, entre el más rancio conservadurismo abunda esta postura antimaterialista, pero también lo hace, todo hay que decirlo, entre amplios sectores de las “humanidades” (los cuales suelen ser más bien progresistas) que creen que el materialismo amenaza sus intereses gremiales: “si la ciencia lo establece todo, ¿qué nos queda a los demás?”. De ahí su frecuente posición de principio de que tiene que haber realidades inmateriales, propias de su discurso; una postura que tiene mucho que ver con su ineficacia y arbitrariedad como discurso teórico, y con su gran descrédito social.
Pero el caso es que todas estas
preocupaciones, desde un punto de vista estrictamente teórico, están
infundadas. Es verdad que ha habido posturas maximalistas en el pasado, pero un
pensador a altura de su época tiene la obligación de hilar fino, y aquellos
errores cometidos no tienen hoy razón de ser. Las reacciones adversas contra
ellos, por tanto, tampoco. En términos ontológicos, es cierto que el
materialismo aligera considerablemente una subjetividad hipertrofiada y
narcisista, a la que demuestra que ni fundamenta la realidad (como pretendía
el idealismo) ni a sí misma siquiera; que es en gran medida resultado,
efecto de causas anteriores, y por tanto, que su pretendida autotransparencia (que
no sobrevivió a los descubrimientos científicos de la fisiología, la psicología
y la psiquiatría de finales del XIX y comienzos del XX) es una quimera. Una
trasposición de categorías, como decíamos antes, teológicas, concretamente de
la noción de alma, a la que se quiso dar un lugar preeminente en el sistema
de las cosas materiales. Los “filósofos de la sospecha”, como los llamó Ricoeur
‒el cual tomó esa expresión de Thomas Mann, que incluía en la nómina a
Schopenhauer‒, se hicieron eco de estas transformaciones y los pasos que
dieron, teóricamente, no se pueden desandar sin participar en un deliberado
autoengaño. Descubrimientos posteriores no han hecho sino confirmar inequívocamente
esta línea de trabajo: experiencias recientes en el ámbito de la neurociencia, o
en el campo de los big data aplicados al comercio o los procesos electorales,
o el desarrollo de algoritmos capaces de predecir las respuestas humanas (o
provocarlas) en redes sociales y publicidad, etc., arrojan una imagen poco
halagüeña para los “inmaterialistas” que reivindican esa supuesta especificidad
irreductible de lo humano. Todo parece indicar que la subjetividad no
inicia una causalidad nueva en el mundo, sino que es más bien reactiva, testigo
de sus propias respuestas, lo cual provoca la ilusión del libre albedrío
(un “origen causal absoluto”) de la que se alimentan aquellas posturas.
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¿Es esto todo, así pues? ¿Todo materialismo ha de ser, como temen sus detractores, una forma de reduccionismo? ¿Esa lúgubre perspectiva acerca de una humanidad desencantada es lo único que nos queda? No podemos hacernos los ciegos y sordos ante lo que la tecnociencia, de hecho, está logrando hacer en estos mismos momentos; ampararse, a la hora de criticarla, en que sus intereses son “ideológicos”, sólo es usar una palabra-mantra para eludir la cuestión de que lo que hace funciona, y por tanto es real, no ya “un plan” en siniestras agendas políticas o empresariales. O sea, que describe bien el mundo; no es una “falsificación” del mismo. Ahora bien, aunque no podamos negar estos avances tecnocientíficos ‒es más, tenemos la obligación teórica de conocerlos muy bien para tener derecho a hablar‒, tampoco podemos negar poderosos argumentos de signo contrario que necesariamente vienen a mitigar las pretensiones más duras del materialismo. La subjetividad humana existe, no es eliminable de la ecuación; éste es otro hecho innegable, y pretender negarlo sólo ha causado desastres. Y si existe, es por causas materiales, por cierto (o sea, que lejos de ser la negación del materialismo, es su prueba): la subjetividad es el resultado de la evolución de nuestra especie, pues la inteligencia no es sino una forma de adaptación al medio. Un hecho inseparable de que el azaroso curso de nuestra evolución nos ha hecho nacer prematuramente ‒lo cual tiene mucho que ver con ser bípedos y con el tamaño de nuestro cráneo‒ y, por tanto, necesitar una segunda gestación cultural (asumida, por defecto, por la familia) para poder desarrollarnos como organismos biológicamente aptos.
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Esto ha propiciado el surgimiento
en la naturaleza de la capacidad biológica-cultural-emocional a la que la
filosofía tradicionalmente ha denominado “razón” (lógos), la cual no
es reductible a la mera capacidad de abstracción y deducción ‒aunque sin
ella no sería capaz de nada‒. Ésta permite hallar formas inmanentes de
trascendencia, si se puede hablar así, pues toda trascendencia está en este
mundo, en forma de propósito y valor. Es como habría que entender
adecuadamente ese “encontrarse” en el mundo (Befindlichkeit) del que
hablaba Heidegger, el cual le otorgaba una importancia crucial al “estado de
ánimo” (Stimmung) que define nuestra apertura al mismo; sin embargo, erró
el tiro, y de hecho se fue alejando progresivamente de la intuición correcta ‒debido
a su reacción neorromántica contra la ciencia‒, al querer limitar drásticamente
el componente “lógico” de ese “arrojamiento” en un mundo en favor de una
experiencia netamente mística (esa deriva “humanística” de la que hablábamos
antes). No somos robots biológicos, pero tampoco almas incorpóreas. La razón,
que es inteligencia situada en un mundo, es una red de significados socialmente
transmitida y con inevitables vinculaciones emocionales; estrictamente definida,
es la reorientación de la conducta, desde respuestas causadas hacia fines motivados,
los cuales se da a sí misma, cosa que puede hacer cuando la inteligencia se
abstrae de su objeto para tomarse a sí misma en cuanto tal.
En eso consiste la reflexión, el proceso psicobiológico que da lugar a una autoconsciencia libre. Ese proceso es el que permite la aparición de propósitos (orientaciones finalísticas de la existencia) y valores (representaciones universalistas de los medios aceptables o no para alcanzarlos, ya lo sean por motivos racionales o emocionales) en una naturaleza causal. Es decir, se trata de procesos materiales extremadamente sublimados. Es innegable que psicobiológicamente somos haces de condicionamientos, un cúmulo de influencias hereditarias y adquiridas; pero es otro factum innegable que existe una autoconsciencia ‒aunque no sea autotransparente‒, y que ésta puede hallar contenidos racionales que se pueden comprender o no, pero que no pueden ser condicionados ni determinados por causas materiales. En nosotros coinciden el animal y el dios. En efecto, el lógos despierta en el animal amaestrado que somos, y puede llevarnos (lo cual trasciende los límites de la biología) más allá de nuestra individualidad, de nuestro linaje, de nuestra etnia, e incluso más allá de nuestra especie, hacia una comprensión más o menos objetiva de la realidad. Nuestra animalidad estará siempre condicionada, sobredeterminada, manipulada, pero no somos sólo ese “ruido” de fondo: hay también en nosotros una melodía que se destaca sobre el ruido, algo “trascendental”, en sentido kantiano. Esa subjetividad (no psíquica, sino ontológica) es el gran hallazgo de la Modernidad, y especialmente del idealismo, aunque le atribuyera un carácter fundante de la realidad que no posee; pero sí puede llegar a ser ‒cuando está educada‒ algo incoativo, el origen de cadenas causales nuevas en el universo físico, algo que no puede ser (nunca del todo, pero, insistamos en ello, depende de su grado de conocimiento) previsto ni condicionado ni manipulado. Un materialismo consecuente no puede negar esto. De hecho, es el que explica cómo la evolución de un animal ha dado lugar a esta magnífica posibilidad; y aunque el materialismo no pueda darle sus fines, sí es el único que puede proporcionarle sus medios de realización.
En eso consiste la reflexión, el proceso psicobiológico que da lugar a una autoconsciencia libre. Ese proceso es el que permite la aparición de propósitos (orientaciones finalísticas de la existencia) y valores (representaciones universalistas de los medios aceptables o no para alcanzarlos, ya lo sean por motivos racionales o emocionales) en una naturaleza causal. Es decir, se trata de procesos materiales extremadamente sublimados. Es innegable que psicobiológicamente somos haces de condicionamientos, un cúmulo de influencias hereditarias y adquiridas; pero es otro factum innegable que existe una autoconsciencia ‒aunque no sea autotransparente‒, y que ésta puede hallar contenidos racionales que se pueden comprender o no, pero que no pueden ser condicionados ni determinados por causas materiales. En nosotros coinciden el animal y el dios. En efecto, el lógos despierta en el animal amaestrado que somos, y puede llevarnos (lo cual trasciende los límites de la biología) más allá de nuestra individualidad, de nuestro linaje, de nuestra etnia, e incluso más allá de nuestra especie, hacia una comprensión más o menos objetiva de la realidad. Nuestra animalidad estará siempre condicionada, sobredeterminada, manipulada, pero no somos sólo ese “ruido” de fondo: hay también en nosotros una melodía que se destaca sobre el ruido, algo “trascendental”, en sentido kantiano. Esa subjetividad (no psíquica, sino ontológica) es el gran hallazgo de la Modernidad, y especialmente del idealismo, aunque le atribuyera un carácter fundante de la realidad que no posee; pero sí puede llegar a ser ‒cuando está educada‒ algo incoativo, el origen de cadenas causales nuevas en el universo físico, algo que no puede ser (nunca del todo, pero, insistamos en ello, depende de su grado de conocimiento) previsto ni condicionado ni manipulado. Un materialismo consecuente no puede negar esto. De hecho, es el que explica cómo la evolución de un animal ha dado lugar a esta magnífica posibilidad; y aunque el materialismo no pueda darle sus fines, sí es el único que puede proporcionarle sus medios de realización.
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