SOBRE EL CONCEPTO DE DESARRAIGO


Un concepto, emparentado con el de nihilismo, pero de raigambre materialista y con una sólida base empírica proporcionada por las ciencias sociales.
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SOBRE EL CONCEPTO DE DESARRAIGO

La condición del ser humano tardomoderno


Por D. D. Puche



Un próximo libro, que anunciaba hace poco, sobre el desarraigo, me lleva hoy a hacer una somera exposición de este concepto ‒y con él, de las intenciones del libro, del cual ya adelantaba el otro día el prólogo‒. Del desarraigo podría decirse, de modo aproximativo, que es la condición del ser humano contemporáneo, el trasfondo de todo cuanto éste ha hecho (o le ha ocurrido) en los últimos dos siglos y medio, abarcando también, por tanto, la llamada “posmodernidad”. Toda la experimentación intelectual y artística, todas las innovaciones científico-técnicas, no alejan una sensación de “repetición” de algo, de un sustrato de experiencia vago e indeterminado que parece persistir y regresar bajo distintas formas y justificaciones; algo que la psicología o la sociología no alcanzan a comprender sino parcialmente, pues entra de lleno en el terreno filosófico y tiene que ver con nuestra relación vertebradora con la realidad, con el ser (relación de la que la experiencia cotidiana, por supuesto, nunca es consciente como tal). Ese trasfondo de lo que hacemos y nos pasa, que constituye la “determinación metafísica” del ser humano tardomoderno, es lo que justifica hablar de Vivir en el desarraigo, y consiste, precisamente, en un desfondamiento de la existencia, en un creciente desmantelamiento de toda base sólida, en la constatación del “venirse abajo” de todo aquello que sostenía nuestro sistema de creencias y expectativas.

Este concepto podría fácilmente asimilarse al del nihilismo; así pues, ¿por qué no llamarlo así, sin más, dado que se trata de un término ya clásico y consolidado por el uso? 


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No es por simple afán de originalidad, desde luego; pero ese término tiene ya demasiadas connotaciones, demasiadas asociaciones de ideas difícilmente separables, y algunas están a estas alturas, intelectualmente, un tanto fuera de lugar. La experiencia colectiva que se cristalizaba en el concepto de nihilismo (básicamente, la de la Kultur europea del siglo XIX y comienzos del XX) ya no es la misma que lo produjo; el mundo globalizado del capitalismo financiero, de la cuarta Revolución Industrial, de la sociedad de la información y la cultura de masas, ha cambiado lo suficiente como para que el concepto clásico del nihilismo necesite una reformulación. Así que éste es una noción antecedente de la del desarraigo, pero no son sinónimas sin más, puesto que en la filiación del concepto de desarraigo aparecen además otras. Podría decirse que hablar de nihilismo presupone todavía una proximidad histórica a lo Absoluto ‒es lo Absoluto experimentado en el modo de su ausencia, de su pérdida‒ que para nosotros ya no es una experiencia rectora, como sí lo era aún para Nietzsche o Heidegger. En este sentido puede decirse que somos “posmodernos”, aunque no tengamos que ser “posmodernistas”, naturalmente (el posmodernismo cree hallar unas nociones críticas del mundo tardomoderno en lo que en realidad son, ya de por sí, las exigencias de dicho mundo tardomoderno: la disolución de la subjetividad, la infinita repetibilidad y serialidad del ente, el pensamiento de superficie frente al sustancial, la destrucción de todo centro u origen, etc., etc.).

El mundo globalizado del capitalismo financiero, de la cuarta Revolución Industrial, de la sociedad de la información y la cultura de masas, ha cambiado lo suficiente como para que el concepto clásico del nihilismo necesite una reformulación.

Si prefiero hablar de “desarraigo” es por el enfoque materialista desde el que abordo la cuestión (que entiendo compatible con tratar cuestiones “metafísicas”, incluso la única forma posible de hacerlo hoy), en lugar de la genealogía de la moral de Nietzsche o del pensar poetizante de Heidegger. Dicho enfoque materialista es inseparable de ‒aunque no reductible a‒ las problemáticas psicosociales actuales: decía antes que la psicología o la sociología sólo parcialmente pueden dar cuenta de este fenómeno, y es cierto; pero como es cierto que hay que tenerlas en cuenta para que el análisis filosófico llegue más lejos que donde lo dejaron los predecesores citados. Hace falta dotar el concepto clásico de nihilismo de más contenido empírico, para alejarlo de ciertos apriorismos teóricos. Y aquí es donde ese concepto se funde ‒y por tanto se transforma‒ con otros posteriores que vienen a iluminar algunos aspectos concretos, como el malestar en la cultura freudiano o la liquidez de Bauman, sin los cuales no entenderíamos esa experiencia actual “posmoderna” (o mejor, tardomoderna). Todo ello tiene mucho que ver con algo a lo que Nietzsche y Heidegger, por cierto, fueron ciegos, a saber, el capitalismo como sistema económico que articula la existencia humana en el mundo contemporáneo; un sistema del cual el desarraigo define un “estado de normalidad” que hay que comprender como tal. Por ello hay que incorporar al concepto de desarraigo la contribución de Marx, y con ello, el concepto de nihilismo definitivamente se nos ha quedado pequeño ‒y con un claro sesgo idealista‒. Marx está muy presente en este libro, no tanto como un referente explícito sino como uno implícito que se presupone en todo momento; en cualquier caso, el enfoque materialista adoptado tiñe en todo momento los análisis concretos de forma fácilmente reconocible.



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Así pues, en una aproximación muy básica, el desarraigo podría formularse así: llega un momento en que la capacidad de producción material de una sociedad (esto es, la económico-técnica) excede su capacidad de producción simbólica; o sea que, debido a la primera, los hábitos y costumbres, la conducta humana objetiva, se transforma más deprisa de lo que se es capaz de asimilar en términos subjetivos. Lo simbólico deja de investir de forma subjetivamente eficiente las prácticas reales y se convierte en mera reiteración vacía, ritualidad caduca. Y se produce, entonces, una fractura en la propia existencia, una pérdida del sentido (que es siempre un sentido subjetivo) y la consecuente desorientación: llega un momento en que no sabemos hacia dónde vamos, o en todo caso, hemos olvidado el porqué. Si esta situación se prolonga en el tiempo, finalmente se da la experiencia del fracaso de un mundo, de la obsolescencia ‒es inseparable de la pérdida del sentido‒ de ese hábitat artificial que el ser humano crea para sí para protegerse de la naturaleza. Evidentemente el mundo, como entramado material, sigue existiendo, y puede que funcionando bien, quizá hasta con una eficiencia implacable. Pero es que el mundo es el conjunto de lo material y de lo simbólico, es una totalidad más o menos coherente, un equilibrio entre conducta y expectativas que no puede funcionar bien a largo plazo si lo simbólico no inviste todo lo que hacemos en el plano material.

Si esta situación se prolonga en el tiempo, finalmente se da la experiencia del fracaso de un mundo, de la obsolescencia ‒es inseparable de la pérdida del sentido‒ de ese hábitat artificial que el ser humano crea para sí para protegerse de la naturaleza.

El ser humano necesita un mundo en que vivir; es una necesidad metafísica sin la cual la vida está fragmentada, incompleta. Es importante aclarar el uso que hago del término “metafísica”, hoy tan denostado: al contrario de Nietzsche o Heidegger, lo reivindico, pues considero que su esencia no es lo “transmundano” o lo “teológico”, como ellos sostienen, para luego intentar recuperar por caminos intransitables lo que previamente han condenado debido a un mal diagnóstico. Prefiero plantearlo así: la filosofía debe partir del estado actual de las ciencias, pues no es un saber sustantivo. Éstas se ocupan de la realidad, y constituyen, así pues, una pluralidad de ontologías regionales, o sea, el territorio de la verdad (del por qué; un saber de las causas o razones). La filosofía, mientras tanto, se ocupa del mundo, esto es, el territorio del sentido (del para qué; una reflexión sobre la finalidad de la existencia), y precisamente por ello es, antes que cualquier otra cosa, metafísica. Y el desarraigo es la experiencia colectiva del fracaso del ‒de un‒ mundo, de esa “matriz metafísica” de la existencia humana, sin la cual ésta queda expósita, en lo inhóspito. Así pues, la filosofía, si bien carece de “objeto” propio, puede decir que su “asunto” es el desarraigo, la pérdida del mundo. Desde luego, cuando falla esa dimensión metafísica, cuando se tambalea un mundo, no se puede vivir sin graves costos psíquicos y sociales, como diversas patologías mentales (sin ir más lejos, los análisis de Freud sobre la neurosis), la anomia (en los términos de falta de referentes e inestabilidad social de Durkheim o Merton), o el resurgir en nuestro tiempo de los radicalismos político (nacionalismo) y religioso (fundamentalismo), que no son sino caras del desarraigo, el cual arrecia cuando el sentido se quiebra ‒nótese que estos problemas  psicológicos, sociológicos, políticos o religiosos son aspectos parciales de un mismo problema filosófico‒. Se pretende recuperar el sentido recurriendo a falsas épicas, ante el encogimiento de una vida que ya sólo perpetúa situaciones subjetivamente inasumibles, la repetición de un modelo de vida que, incluso cuando es materialmente confortable, está vacío de toda finalidad (individual y colectiva). Pero, evidentemente, también esas soluciones son callejones sin salida.



Cuando se tambalea un mundo, no se puede vivir sin graves costos psíquicos y sociales, como diversas patologías mentales, la anomia, o el resurgir en nuestro tiempo de los radicalismos político y religioso.

Pero, pese a lo que he dicho hasta ahora, el desarraigo no es un fenómeno única ni estrictamente contemporáneo. En esta época se da una aceleración histórica y los procesos económicos, políticos y tecnológicos alcanzan magnitudes globales; por tanto, se da una explicitación del fenómeno del desarraigo, pero en realidad, podría decirse que siempre estuvo ahí. Lo que llamamos Occidente, la cultura que nació en Grecia, siempre ha estado marcado por el desarraigo debido a ser la cuna de la democracia y, con ella, del individuo. El desarraigo tiene que manifestarse antes o después, en cuanto el individuo reivindica su autonomía a costa del colectivo. Es algo tan irrenunciable como inevitable; constituye la estructura trágica de nuestra civilización, en la que la libertad y el sentido mantienen un eterno litigio. Las condiciones económicas y políticas, y el cuestionamiento de la tradición mítico-ritual debido al nuevo uso del lógos, que permitieron el nacimiento de la subjetividad ‒en su sentido clásico‒, supusieron ya de por sí el resquebrajamiento de los cimientos simbólicos que hacían del mundo preclásico ‒homérico‒ uno mucho más sólido y homogéneo, tanto para lo bueno (proporcionar un sentido) como para lo malo (uniformizar).

Y por ello mismo, por haber nacido el desarraigo, la pérdida del mundo, precisamente con la democracia y el individuo, que se cuestiona su relación con el colectivo, por eso mismo el desarraigo y la filosofía son consustanciales; hermanos, de hecho. La filosofía es la autorreflexión de una cultura acerca de su propia crisis de fundamentos. Es por eso, porque la razón de ser de la filosofía es el desarraigo, por lo que parece languidecer en épocas de prosperidad y bienestar, y despierta con inusitada fuerza en los momentos de crisis e inflexiones históricas, como muy bien vio Ortega, más acertado en esto que Nietzsche y Heidegger (quizá por haber escuchado a Hegel). No es que la filosofía tenga por “objeto” el mundo y en un momento dado constate su fractura, sino que nace, de hecho, con esa constatación, y sólo entonces hace su asunto de la quiebra del mundo, de la orfandad del ser humano. Es, en lo esencial, un “movimiento de remundanización”, el empeño de recuperar por vía teórica de lo que sea perdido simbólicamente. Nunca tendrá el mismo carácter vinculante… pero es la única alternativa que nos queda.


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En Occidente el desarraigo siempre ha estado ahí, como su silenciosa sombra, y con él la filosofía, la autorreflexión de nuestra cultura desde el despertar de la subjetividad en Grecia. En el mundo actual el desarraigo está exacerbado, representa una amenaza importante debido, ahora sí, a la aceleración y volatilidad de la existencia, que deja atrás todo intento de ordenarla, de restituir simbólicamente un kósmos. Éste parece ya irremediablemente perdido. Pero el desarraigo ya estaba ahí, de formas más sutiles, irrumpiendo con fuerza en algunos períodos históricos y calmándose en otros. Y sin embargo, hay que preguntarse si no hay, incluso, un sentido aún más profundo del desarraigo, presente en toda cultura ‒consustancial a la existencia en sí de “la cultura”‒ como su condición de posibilidad; algo “prehistórico” que se manifiesta cuando se dan las circunstancias históricas precisas, como lo fue el nacimiento del individuo en Grecia y la consiguiente ruptura con el mundo colectivo heredado. Una raíz antropológica del desarraigo, el cual, de hecho, radicaría en la aparición de “lo humano” en cuanto tal, como su lento y progresivo diferenciarse del resto de la naturaleza. Pues el ser humano habita un mundo, pero que “haya mundo” quiere decir que ya no “pertenecemos a la naturaleza”; en ello ya se atisba el origen del desarraigo, del progresivo movimiento de escisión que es el destino de la existencia humana.




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