El concepto de naturaleza humana nos puede servir de guía ante las derivas disolventes del construccionismo cultural; pero tampoco es un lastre biológico al que esté encadenada nuestra conducta.
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DESARRAIGO Y NATURALEZA HUMANA
Un concepto problemático entre lo biológico y lo cultural
Por D. D. Puche
La filosofía, desde sus orígenes,
ha tenido un propósito fundamental, que es refundamentar mediante la razón (lógos)
la desfundamentación de la conducta humana (êthos). Ésta
viene provocada por la ruptura entre el mundo sociocultural (pólis), que
ha llegado a saberse convencional, y la naturaleza (phýsis); la
continuidad mítica entre ambas es ya en los albores de la filosofía percibida
como tal. Esa interrupción del discurso mítico, de la identidad entre
naturaleza y cultura, deja sin cimientos sólidos la vida, tanto individual como
colectiva; la deja a la deriva ‒es esa deriva lo que llamo “desarraigo”‒, con los
graves efectos psicosociales que ello conlleva. Allí donde la creencia
deja de tener efecto, la teoría pretende ocupar su lugar, hacerse cargo
del vacío, de la ausencia dejada (la ausencia de los dioses, que es realmente la
ausencia de la naturaleza como inmediatez). Nunca lo conseguirá, por
supuesto, pero al menos hará esa ausencia explícita, traspasando los velos
míticos que pretenden restituir los ídolos; y erigirá una forma de
enfrentarse a la soledad humana y de proporcionarle un sentido no ya heredado
y acrítico, sino construido argumentativamente ‒es, por tanto, universalista‒
desde posiciones críticas y autónomas. Como decía, no es que esa desfundamentación
se produzca en Grecia por vez primera (aunque sí alcanza allí un nivel de
autoconsciencia inédito); antes bien, es lo que podríamos llamar la matriz
antropológica, un proceso que se origina con la antropogénesis misma, desde
el momento (evolutivo, no ya histórico) en que el ser humano deja de adaptarse
al medio para sobrevivir y pasa ‒siempre dentro de ciertos límites ecológicos‒ a
adaptar el medio a sí mismo.
Grecia es la cuna de Occidente, de la civilización que, de un modo u otro, siempre se ha cuestionado a sí misma y ha hecho de su ruptura con la naturaleza ‒que luego aguzaría el cristianismo‒ un asunto central.
El ser humano es un “animal
técnico”, un animal que está en la naturaleza, pero ya no pertenece
a ella, y por eso precisamente debe crearse un mundo, un hábitat artificial en el
que morar. Dicho mundo está estructurado simbólicamente, pero delimitado
técnicamente: lo ideal tiene cabida sólo dentro de los contornos que le
proporciona lo material. Y debido al desfase entre ambos ámbitos, en ese mundo el
ser humano podrá llegar a experimentar explícitamente el desarraigo que
describía en la entrada anterior, pero éste siempre estará ahí, aun de
modo implícito. Es el destino del ser humano. Los griegos fueron los
primeros en alcanzar una clara conciencia de esta situación (aunque su
diagnóstico de la misma no pudiera remontarse a sus bases antropológicas) y en
intentar introducir una cierta racionalidad en ella. Por eso Grecia es la cuna de
Occidente, de la civilización que, de un modo u otro, siempre se ha cuestionado
a sí misma y ha hecho de su ruptura con la naturaleza ‒que luego aguzaría el
cristianismo‒ un asunto central.
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El desarraigo, como venía explicando, es un concepto estrechamente emparentado con el del nihilismo, pero construido desde un enfoque teórico materialista, y recogiendo las aportaciones de diversas ciencias. En otras palabras, lo que el “nihilismo” describe fenomenológicamente, el “desarraigo” lo explica causalmente; el primero se atiene a la sintomatología del problema, el segundo va a su etiología. Para ello el lógos, que se hace cargo de la fractura simbólica que marca la existencia humana, tiene que responder al estado actual de la ciencia; tiene que entretejerse con los descubrimientos de distintas disciplinas que arrojan luz sobre aspectos concretos del problema (biología, antropología, psicología, sociología, etc.). Como la filosofía no es un saber sustantivo, no es ella la que fundamenta la ciencia (el territorio de la verdad), sino que parte de ésta para reflexionar sobre la desfundamentación del mundo humano (el territorio del sentido).
Por eso, el enfoque materialista del
que parto para construir el concepto de desarraigo recoge y amplía el modelo
sociocultural de Marx/Engels, a su vez revisado por Marvin Harris. Un modelo topológico
que establece dependencias asimétricas entre distintas partes (y funciones) del
sistema antropológico. Ahí radica la importancia de lo material, precisamente:
no en negar la existencia o la relevancia de ningún fenómeno específicamente
humano ‒como critican los “inmaterialistas”‒, sino en ordenarlos en un todo
y establecer entre ellos relaciones de determinación jerarquizadas. Nuestra
“visión natural” de la realidad tiende a invertir éstas, y también lo hacen muchos
planteamientos teóricos que, insuficientemente críticos, mistifican la realidad
debido a sus inclinaciones (neo)idealistas (considerando que la “conciencia” o
el “espíritu” es lo primero, y que “se dota” de una existencia física a posteriori).
Encontramos así, sustentado en la
naturaleza pura y desnuda (“realidad”), y por tanto ecológicamente, un nicho
ontológico humano que se divide en tres niveles: a) la infraestructura
(nivel técnico-económico, en contacto directo con lo material), b) la
estructura (nivel político-normativo, materialidad más mediada), y c) la supraestructura
(nivel simbólico y eidético, materialidad altamente medida, hasta llegar a parecer
“inmaterial”). Estos tres niveles, en conjunto, conforman el “subsistema
humano” dentro de la naturaleza al que denomino antroposistema. Dicho
concepto corresponde a lo que en un sentido amplio ‒etnográfico‒ se entiende
por “cultura”, aunque en un sentido restringido ‒el de las altas producciones intelectuales
y artísticas‒, se entiende asimismo por “cultura” únicamente la
supraestructura, o sea, la autorrepresentación de un determinado grupo
humano, considerada en sí misma, haciendo abstracción del resto. De ahí
surgen, de hecho, muchas de las ambigüedades y malentendidos acerca de “la
Cultura”, noción-fetiche (la cual hoy en día sirve de coartada para justificar cualquier
posición teórica y activismo político) que se tiende a comprender como una realidad
subsistente, cuando depende de un sustrato tecnoeconómico y sociopolítico sin
el cual no sólo no podría existir, sino que no tendría ni siquiera sentido.
Pero insisto en que el materialismo no niega facetas humanas ni reduce los
niveles antroposistémicos “superiores” a los “inferiores”, como si su contenido
fuera un mero epifenómeno de éstos; tan sólo sostiene que hay relaciones de
dependencia asimétricas entre ellos, es decir, que lo simbólico tiene lugar
“dentro” de las relaciones materiales, y no a la inversa o con independencia de
ellas (posturas idealista y humanista).
Lo que el “nihilismo” describe fenomenológicamente, el “desarraigo” lo explica causalmente; el primero se atiene a la sintomatología del problema, el segundo va a su etiología.
Pues bien, si ahora volvemos a la definición del desarraigo que ya vimos, podremos completarla y entenderla
mejor. Considerado desde este modelo topológico, el desarraigo consiste en que la
supraestructura, donde tiene lugar la asimilación psicosocial de los procesos
materiales (objetivos e intersubjetivos) del sistema, no es capaz de seguir el
ritmo de cambio de la infraestructura cuando ésta entra en las dinámicas de
aceleración de la Modernidad, y tanto más con cada revolución industrial que se
sucede, alcanzando ‒hasta ahora‒ un máximum con la sociedad de la información.
Todo esto, por supuesto, ya descontado el efecto de “desarraigo de base” (antropogenético)
que explicaba antes, el cual presupone siempre un cierto decalaje y el
consiguiente “malestar cultural”. El desarraigo es, en suma, el desfase
estructural entre niveles de un mismo sistema, la incapacidad de traducir
simbólicamente las propias inercias, que se han vuelto imparables debido a
necesidades materiales. Contra esto surgen mecanismos de defensa que pretenden
reequilibrar el sistema, devolverlo a una pseudoarmonía previa que
siempre se corresponde ‒no es casualidad‒ con estados tecnológicos anteriores ‒con
las correspondientes relaciones sociales resultantes de ellos‒ que son
considerados “naturales”. Así, la reacción política (nacionalismos y
populismos) y religiosa (fundamentalismos) van siempre en esta misma dirección
“involutiva”; realmente, son manifestaciones de la impotencia colectiva ante
los efectos de esa aceleración tecnológica y económica. Ésta, hoy en día, está ya
gestando un nuevo tipo de ser humano, un hiperhombre (ser humano en red),
cuyo sustrato tecnológico desborda con toda probabilidad su capacidad cognitiva
y emocional de adaptación ‒por lo menos la de la amplia mayoría‒. De ahí nuestra
fractura de mundo, la cada vez mayor pérdida del sentido,
perfectamente compatible, eso sí ‒y contra todo el pensamiento “posmoderno”‒,
con la más absoluta e inconmovible verdad de la tecnociencia. Sin
embargo, ni la conciencia romántica de los naturalistas, ni el posthumanismo (o
transhumanismo) de los culturalistas, conducen a una postura adecuada ante el
equilibrio roto. De hecho, no es que “ahora” se haya roto, pues siempre lo
estuvo; es que se está rompiendo más deprisa de lo que somos capaces de
asimilar.
El desarraigo es, en suma, el desfase estructural entre niveles de un mismo sistema, la incapacidad de traducir simbólicamente las propias inercias, que se han vuelto imparables debido a necesidades materiales.
Es necesario construir racionalmente
(de forma universalista) un concepto de “naturaleza humana” que nos sirva de métron,
de vara de medir ante esta situación de cambio constante. Un concepto que no caiga
en los extremos abstractos e insuficientes de un historicismo falso y
disolvente ‒del relativismo que es consustancial al propio desarraigo‒ ni de un
naturalismo igualmente falso y cargado de imposturas ‒la reacción contra
aquél‒. Ese debate está mal planteado, y por eso se mueve siempre en círculo, pues
hay una “condición humana” entre ambos extremos, pero ésta no es algo dado fácticamente
ni de una vez por todas. La naturaleza humana, correctamente entendida, nos
puede servir de guía ante el errático ir a la deriva del construccionismo
cultural; pero tampoco es, desde luego, un lastre biológico al que esté
encadenada nuestra conducta.
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Antes bien, hay que entenderla
como la acumulación de sedimentos simbólicos que los diferentes
antroposistemas han ido depositando a lo largo de la historia. Dichos
sedimentos preservan en sí las distintas formas de renuncia a la
satisfacción inmediata de lo biológico, en función de los sistemas
tecno-económicos de cada época, que han ido quedando inscritas en la memoria
colectiva supraestructural. Han quedado allí consignados como
aplazamientos del placer en sí mismos placenteros (en cuanto representaciones
anticipatorias del mismo), si bien de forma sublimada ‒satisfacciones
culturales, de segundo orden‒ y, por tanto, nunca del todo satisfactoria (siempre
hay un cierto “malestar”). Hay una continuidad con lo biológico que alimenta
hedónicamente las representaciones (es su “materia”), pero éstas son
siempre culturales (en su “forma”). Y en ello radica, precisamente, la “estructura
del sentido” de nuestra existencia, nuestro “dotarnos de finalidad” en cuanto
animales técnicos que han sido desahuciados de la naturaleza (el
concepto teológico de la caída): lo cultural remite siempre a algo
subyacente, a una “anterioridad” ‒temporal, pero también ontológica‒ a la que desea
regresar. No obstante, ese “algo” no es una naturaleza originaria reprimida
que pudiéramos liberar, pues toda inmediatez es ya imposible, está perdida.
Nuestra naturaleza es puro recuerdo, anámnesis, pero ésta no es ya la
evocación de algo “real”, de algo que haya ocurrido históricamente, sino de
algo siempre ficticio, pero necesario, que nos representamos como un futuro.
Eso es el “sentido”. La supraestructura conserva y recombina contenidos
mnémicos de antroposistemas anteriores, y en esa decantación histórica se va
acumulando una memoria de la que podríamos decir que es lo biológico
hipermediado. Es la memoria que deja nuestra naturaleza ausente, siempre
aplazada por lo tecno-económico y las relaciones sociales resultantes; una
naturaleza que sólo existe (pero lo hace, y no puede ignorarse) como tal memoria
cultural.
Esa memoria, por tanto, es clave
para entender el problema del desarraigo y a nosotros mismos. No es una
naturaleza inamovible, sino una naturaleza histórica, dinámica ‒pero un
“fondo”, un “referente”, al fin y al cabo, para cada época‒; más que como una sustancia,
debe ser entendida como una función biocultural. Algo a medio camino entre
la biología y la historia, que es preciso comprender para establecer una
dialéctica entre ambas, la cual es necesaria para procurarnos un rumbo, una
dirección en la que movernos ‒una finalidad colectiva‒. Sólo de la
comprensión de esa “naturaleza” evocada por la anámnesis (tarea de la
filosofía, en cuanto territorio discursivo del sentido) y de su imbricación en lo
que pensamos, sentimos y hacemos ‒en vez de negarla cínicamente o de querer
imponer alguna de sus formas históricas como la “auténtica”‒, vendrá la
posibilidad de nuevas formas de arraigo. Y éste es el trabajo teórico que he tratado de plantear en este libro.
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