SABIDURÍA E HIPERTECNIFICACIÓN
Un dodecálogo para vivir en estos tiempos
14/7/2023
Keywords: #Sabiduría #Tecnología #SaberVivir
#ModosDeVida #Hábitos #Salud #Felicidad
El terreno de eso que llamamos
“sabiduría” no se puede reducir, obviamente, a una forma específica de teoría.
Por eso la filosofía contemporánea, que en gran medida ha querido reducirse a
teoría de la ciencia o, en todo caso, a un saber teórico homologable a las
ciencias humanas o a las sociales ‒para
encontrar su acomodo y “legitimidad” en la universidad‒, se ha alejado progresivamente de aquel viejo
ideal de la sabiduría, del “saber vivir correctamente” y, por tanto, se ha
alejado de sí misma, de su función primordial. Y así, se afana tanto más en
justificar esa “legitimidad” entre el corpus de los saberes cuanto más se siente
obligada a reconocer que carece de “objeto” propio, cuando debería reclamar
éste ‒o sea, la doctrina
de la sabiduría‒ y
no preocuparse tanto por justificarse metodológica y discursivamente; pero se
ve obligada a competir con otras disciplinas que le disputan ese objeto en
parte, como la psicología o la pedagogía. Como esta situación ya no tiene
vuelta de hoja (pues sabemos que ninguna
disciplina puede existir al margen de sus condiciones materiales e
institucionales de producción), y presupone la tópica distinción entre “filosofía
académica” y “mundana”, vaya por delante que este texto se ajustaría a las
intenciones de lo que suele denominarse “filosofía mundana”. Es decir, la que
no procede a fundamentar su discurso desde principios (más o menos) últimos,
sino que parte de una concepción del mundo socialmente vigente para aclarar, a
partir de ella, ciertas condiciones de vida y normas que considera “mejores”,
“preferibles” o “deseables” frente a otras; un trabajo que, además, asume
cierto cariz “divulgativo” ‒teóricamente accesible‒ frente a la complejidad y la elevada abstracción de la
“filosofía académica”. Aclarado esto, entremos en la cuestión.
Y la cuestión es qué cabe entender
como sabiduría en estos tiempos de hipertecnificación, con una quinta
Revolución Industrial en marcha ‒aunque esto depende de cómo las periodicemos‒, la del internet de las cosas, la inteligencia artificial,
la robotización del propio cuerpo humano, la interconexión de nuestro cerebro con
dispositivos digitales y la edición genética, tecnologías que nos obligan a replantear
por completo la significación de “lo humano”. Evidentemente, nuestra posición
ante el mundo ha de ser muy distinta de la de otras épocas, en la misma medida
en que lo son nuestras perspectivas de futuro; comprender los efectos que todo
ello tendrá sobre nuestra existencia y estar preparados para los cambios
decisivos que están por venir es una tarea a la que la filosofía debe
contribuir, y mucho. Como decía Ortega, vivir es estar continuamente
anticipando y proyectando un futuro; no decidiremos cómo será éste, pero
tampoco podemos ser testigos pasivos de lo que nos ocurra. Ahora bien, hay
aspectos de la existencia humana que no dependen de la coyuntura presente ni de
ese “estar volcados” en el futuro, sino que tienen que ver con el pasado, o
mejor dicho, con la actualización del pasado, de algo que para nosotros,
precisamente por haber sido ya y estar fuera de nuestras posibilidades
modificarlo, tiende a mostrarse como una serie de características “eternas”
y “universales” de nuestra especie (la “condición humana”) que nos
describen e imponen ciertas exigencias al margen de todo lo que ocurra en
el presente, con el cual se solapan. Y esa dimensión continuamente reactualizada,
que no puede ser ignorada sin que nuestra vida caiga en el despropósito, en el
malestar, en la “ausencia de los dioses” o “del sentido”, es precisamente el
objeto propio y genuino de la filosofía en cuanto “doctrina de la
sabiduría”.
Hay en esa actualización algo de terapéutico
‒ha sido así, explícitamente,
desde los orígenes de la filosofía‒, y no porque la filosofía esté
llamada a ocuparse de la “salud mental”, que para eso están la psicología, la
psiquiatría, diversas formas adicionales de psicoterapia, la neurociencia, etc.;
sino porque la cuestión que plantea la filosofía es anterior a éstas, es
condición de posibilidad de esa “salud mental” (cuando su falta no dependa,
claro está, del daño o los déficits cerebrales). Los problemas estrictamente “mentales”
son en realidad problemas del mundo, del “descentramiento” de éste, de
su “injusticia” o inclinación hacia los extremos, de su particularidad
enfrentada a la universalidad; tienen que ver con que no sabemos vivir correctamente,
y ello tanto en un primer plano colectivo (político, de pólis, “ciudad”)
como en un segundo individual (psíquico, de psyché, “alma”). Pero todo
lo relacionado con la vida correcta, esto es, con los fines de nuestra
existencia, está relacionado con la sabiduría, y ninguna ciencia podrá
aclararlo jamás, pues éstas se ocupan de buscar medios (explicar el “cómo”),
pero no fines (comprender el “para qué”). Si no ordenamos el mundo ‒tarea colectiva e histórica‒
y también nuestra propia vida ‒tarea individual y biográfica‒, nunca alcanzaremos la “salud”; el descuido de cualquiera
de ambas dimensiones existenciales es la causa del mal, de la enfermedad que
nos aqueja, con independencia de los tratamientos sintomáticos (meros lenitivos,
por lo general) que el especialista de turno nos prescriba. Hay problemas de
raíz, de fundamento, que tenemos completamente desatendidos. Y a ellos atiende
la filosofía.
No voy a centrarme en esta ocasión en el plano político,
sino en el anímico (una vez más: de ánima, “alma”), en ese núcleo vital
desajustado con su entorno que imposibilita la “felicidad”. Saber vivir es hallar
ese ajuste, y esto es inseparable, aunque el mundo actual pretenda lo
contrario, de vivir modélicamente, lo cual es una cuestión antes de
virtud que de conocimiento, más de praxis que de teoría. Es una cuestión, por
tanto, concerniente a lo que suele entenderse como “filosofía mundana” (aunque
la académica no habla de “otra cosa”; simplemente la fundamenta en principios
racionales). Lo que expongo a continuación, así pues, no son normas deducidas sistemáticamente
a partir de una “legalidad racional”, sino una simple casuística obtenida
inductivamente a partir de la propia experiencia, de lo que después de años de
vida y de docencia he comprobado que funciona, tanto para mí como para otros.
Una serie de consejos que no conforman “ciencia ética” alguna, sino más
bien una “artesanía de vida”. Lejos de ser abstractos aforismos sobre el buen vivir,
son ante todo pragmáticos y extremadamente concretos; la sabiduría, a fin de
cuentas, ha de plantear unas normas concretas de vida, una serie de ejercicios
físicos, mentales y “espirituales” (los efectos psicofísicos que provoca en
nosotros “la cultura”) para ser feliz. O lo que es igual, “estar en equilibrio”
con el mundo que nos rodea.
Son los siguientes:
I. Pasear todos los días, al menos media hora, y a ser
posible por el campo, parques, jardines, arboledas, etc. El ejercicio suave es
imprescindible para cuerpo, mente y “alma”, así como lo es el contacto con la
naturaleza (“religación”).
II. Leer todos los días unas pocas decenas de páginas de
textos que supongan un cierto esfuerzo, ya sean literarios, científicos,
filosóficos, religiosos, etc. Y “leer” quiere decir, necesariamente, leer en
papel, no en un dispositivo electrónico; el ejercicio mental realizado no
es, de hecho, el mismo en ambos casos (se activan partes diferentes del
cerebro). Es muy recomendable leer y releer textos clásicos, especialmente
mítico-sagrados y poético-literarios, y después reflexionar sobre su
significado.
III. Escribir todos los días. Una buena opción son las
libretas o diarios ‒siempre que sea posible, hay que
llevarlos encima‒ en los que anotar los pensamientos
que vayan surgiendo, los cuales, de lo contrario, suelen olvidarse enseguida y
para siempre. Es bueno llevar un registro de los mismos y releerlo
periódicamente; da una insospechada continuidad y organización a la vida. Resulta
muy conveniente plantearse así a uno mismo los dilemas vitales, para
objetivarlos y distanciarse de ellos, antes de tomar decisiones importantes ‒es decir, que esa libreta o diario puede desempeñar una
insospechada función “oracular”‒. Y, al igual que dije antes,
“escribir” es escribir a mano, cuidando incluso la caligrafía; escribir en
dispositivos digitales activa, en efecto, regiones del cerebro diferentes; no
es, literalmente hablando, la misma actividad, o en cualquier caso nuestro
cerebro no la interpreta igual. Escribir en teclados o pantallas no produce los
mismos efectos beneficiosos.
IV. Meditar cada día, a ser posible dos o tres veces, aunque
sea solamente unos diez o quince minutos cada vez. Por “meditar” entiendo
ejercicios de respiración y relajación en los que el pensamiento se deja correr
libremente, dejando que las ideas salten de unas a otras siguiendo asociaciones
libres ‒en las que conviene reparar,
para intentar comprenderlas, pues nunca son azarosas‒; o por el contrario, concentrándose en alguna cuestión o
problema concreto e intentando alejar de la mente todo lo ajeno a éste (“reflexión
extensiva” o “intensiva”, respectivamente). Es importante hacerlo con
regularidad, en un lugar solitario y tranquilo, y así, apartarse del mundo,
abrir unos paréntesis de quietud e introspección en cada jornada; huir de lo
exterior y volcarse en la propia interioridad. Ese recogimiento es
esencial para el correcto funcionamiento anímico.
V. Realizar una actividad manual ‒como dibujar, o tallar, o bordar, el origami, cocinar, etc.‒ que suponga ejercitar la creatividad. Por supuesto, y por
los motivos ya expuestos anteriormente, esta actividad no puede recurrir al uso
de ningún dispositivo electrónico; debe tratarse de actividades estrictamente “tradicionales”.
VI. Realizar todas las actividades vitales básicas que se
puedan desempeñar por uno mismo, intentando no depender de terceros, o hacerlo
lo menos posible: limpiar, cocinar, hacer camas, planchar, ocuparse de basuras
y residuos, etc. No sólo son actividades físicas convenientes de por sí, sino
que son también un recordatorio de humildad y laboriosidad, e impiden que
olvidemos esas facetas esenciales de la vida, o que creamos estar por encima de
quienes las realizan.
VII. Hacer cosas que sean de provecho o ayuda para los
demás: dar limosna, contribuir a través de organizaciones sociales, formar
parte de voluntariados, prestar gratuitamente ayuda profesional, participar en
recaudaciones o recogidas de alimentos, etc. Cualquier actividad asociada a un
sindicato, partido político o iglesia, emprendida siempre con miras al bien
común, es muy conveniente en este sentido.
VIII. Cruzar cada día alguna palabra con un completo
desconocido, con amabilidad y cortesía; hay que recordar que todos somos de la
misma condición y sólo el azar nos ha puesto en circunstancias diferentes. Las
de otros bien podrían haber sido las nuestras, y tenemos que intentar
comprender sus puntos de vista, por muy chocantes que nos resulten.
IX. Preguntar cada día a algún conocido, lo veamos en
persona o no, qué tal está y si necesita ayuda o tiene algún problema en que
podamos cuando menos consolarlo. Con cierta regularidad, hay que llamar o
escribir a alguien de quien no sepamos nada desde hace mucho tiempo, e intentar
mantener o recuperar ese contacto interesándonos por su vida.
X. Cuidar de alguna planta o animal. Cuantos más, mejor. Si
podemos rescatar de la calle o de un refugio a un animal, mejor todavía. Todo
contacto con seres vivos ‒aparte de los humanos‒ es poco.
XI. Imaginarse a uno mismo viviendo en otra época o lugar,
en condiciones mucho peores que las propias: tiempos de privación económica, de
carencias materiales y técnicas, con una medicina muy poco desarrollada y alta
mortalidad, épocas de hambre o de plagas o de guerra, etc. Hay que evocar esas
épocas o lugares con todo el detalle que sea posible, incluyendo narrativas
ambientadas en ellas. Después, se debe comparar ese ejercicio imaginativo con
el mundo en que se vive y pensar en las comodidades y ventajas que éste supone.
XII. Plantearse cada día esta reflexión: «estoy equivocado
acerca de más cosas de las que creo, por obvias que me resulten; estoy
manipulado acerca de lo que ocurre en el mundo mucho más de lo que imagino, por
mucho que confíe en mis fuentes; padezco unos sesgos intelectuales bastante
mayores de lo que pienso; es muy posible que, acerca del tema “x”, yo esté
confundido, por difícil que eso me pueda parecer».
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