FILOSOFÍA | ARTÍCULOS
Hacemos hoy una reflexion metafísica centrada en una noción que ha de tender puentes entre el materialismo y el idealismo, si bien puede entenderse como una reformulación de este último desde nuevas premisas. Se trata de la noción de transjetividad, el fundamento común a la objetividad y la subjetividad.
D.&D. Puche
Yo mismo cometí el error ‒pues lo es‒ de buscar algo “indeterminado” en el orden del ser,
un principio opuesto al de las cosas, del que éstas provendrían
de algún modo (que resulta ser inexplicable,
por supuesto) o que sería, en todo caso, la fuente de la posibilidad
de lo real. Una suerte de próte hýle llevada más allá de Aristóteles, en
cuanto “principio de incertidumbre” en cada cosa; un orden de libertad en lo
real anterior a toda necesidad. Algo cualitativo, por tanto, con lo que
recogía la idea del arché presocrático ‒muy especialmente del ápeiron
de Anaximandro‒, tras cuyas huellas llegaba hasta
lo dionisíaco de Nietzsche y el ser de Heidegger como “lo opuesto a lo óntico”,
o lo que es igual, al principio de individuación y de causalidad. En suma, lo ilimitado
frente al límite; aquello que rebasa lo condicionado, cháos frente a kósmos
que, no obstante, instaura éste. Así, la nada, desde la perspectiva del
ente, sería algo dinámico, “vivo” (metafóricamente); sería ese trans-fondo
ontológico de todo lo separado y ordenado. La fuente de posibilidad de su
cambio, en cuanto stéresis. Incluso vislumbré en la mecánica cuántica
y/o en la teoría de cuerdas ‒leídas aún muy superficialmente‒ la conexión de la física clásica con este principio, con
este Ungrund schellinguiano.
Dicho error
‒que siempre me impidió llegar
más lejos en el desarrollo de estas cuestiones‒
radicaba en suponer que eso indeterminado está “en” las cosas, o “tras”, o
“bajo” ellas. Y que, así, de algún modo “hay” la nada (algo en cuya
esencia está el no ser). Pero lo opuesto al orden de las cosas, de lo
“objetivo”, no puede pertenecer al orden del ser (ya sea en un modo positivo o
negativo), sino al de lo “subjetivo”; ciertamente, la posición intelectual ganada
por el idealismo no puede ser desechada sin más ‒ni
siquiera por una filosofía que, al explicar el orden de las cosas, lo
hace desde el materialismo que invariablemente las rige‒. Intuiciones que, por otro lado, están también presentes en
el pensamiento oriental, no pueden arrumbarse así como así sin meterse en callejones
sin salida teóricos; sin encerrarse en explicaciones que sirven siempre para las
cosas, pero que, al final, nunca pueden dar cuenta de sí mismas. Por eso
el materialismo, que funciona perfectamente al hablar de lo real, necesita del
idealismo para fundamentarse a sí mismo y cerrar el círculo. Y ahí es
precisamente donde entra en juego de nuevo lo indeterminado. Pues el principio
opuesto y complementario de “lo que existe” (materia-energía y espacio-tiempo),
el ápeiron contrapuesto a todo pèras, lo cualitativo originario ab-suelto
de toda magnitud y cuantificación; en suma, lo indeterminado ontológicamente
anterior a toda individuación y causalidad, es precisamente eso que la
tradición idealista ha llamado “conciencia”, “yo” o “subjetividad”. Términos
que obviamente requieren revisión, pues son metafóricos e imperfectos, y
arrastran toda una carga conceptual que hoy los invalida. Pero el camino pasa por
ellos, siquiera para superarlos, como ya vieron Schelling y Heidegger, cada uno
a su manera. Habría que hablar más bien de un “ello trascendental”, en todo
caso; o mejor aún, de una “transjetividad”, por oponer un término a la vez a
objetividad y a subjetividad. Entiéndase: se trata de un no-lugar, y por
ello no sujeto a determinaciones, que sin embargo “pone” dichas determinaciones
y, así, configura lo real, a lo cual ello mismo no pertenece. [Sigue más abajo]
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[Viene de arriba] De
hecho, ya he empleado en escritos anteriores el término “transjetivo” para
referirme al ámbito de lo ideal, y ciertamente esto indeterminado de lo que
hablo sería aquello sobre lo que se asienta toda idealidad. A saber, sobre la subjetividad,
pero no la “mía”, la de cada individuo empírico (psíquica, determinada), sino,
como vio el pensamiento moderno, una trascendental, de la que aquélla se
limita a participar. La esfera de lo puro de la que dependen tanto lo físico
como lo psíquico ‒este último más, si cabe, pues a
su vez depende también de lo físico‒, pues obtienen de ella su
legislación. La problemática relación con lo material es uno de los temas más
importantes a aclarar, lo cual me lleva a hablar, en realidad, de un
“ideomaterialismo” que plantea una serie de reservas a la subjetividad moderna.
Pero, sobre todo, el otro tema a aclarar en cuanto a la comprensión de lo trascendental
‒y por eso prefiero hablar de lo
“transjetivo”‒ es el estatus que el idealismo
moderno asignaba a la absoluto. Pues lo indeterminado, en cuanto incondicionado,
no es algo que el ego cogito deba buscar “por encima” de sí mismo, sino
que es ese sí mismo (transjetivo, no empírico). O sea, por decirlo en
estos términos (modernos): que Dios no está “más allá” del yo, sino que es
el yo transjetivo, es la actividad misma de pensar, que es la
actividad misma de ser (ser = pensar); lo indeterminado es lo
transjetivo, que fundamenta lo objetivo-subjetivo. Se trata de la natura
naturans de la que pende la natura naturata. Es el Deus sive
natura entendido como subjetividad; lo que Hegel concibió como “espíritu”.
Ahora bien, una vez más:
mejor que “yo”, “ello”; el “ello transjetivo” es “lo divino”, lo trascendental en
cuanto algo vivo. “Somos” y “pensamos” ‒ambas cosas, aunque sean momentos distintos‒ sólo en la
medida en que participamos de él; somos en Dios, aunque de forma
ínfima y opaca ante sí mismo. La filosofía es la clarificación de esta relación,
hacia la cual la religión ha dado pasos tan necesarios como mistificados. Somos
el lado finito de Dios; Dios comprendido desde la perspectiva de la materia
(de nuestra base orgánica y nuestra constitución senso-perceptiva, inserta en
un medio con el que tiene que mantener un equilibrio). Lo ideal es el contenido
de lo indeterminado, absoluto, transjetivo ‒que no es “sustancia” alguna‒, esto es, el
mundo inteligible platónico, siempre que lo entendamos como consciente.
Pero, cuidado, no como autoconsciente, pues sólo puede llegar a
serlo en los organismos pensantes; necesita el desarrollo biológico, cultural y
racional de los animales inteligentes, como el ser humano, para llegar a
pensar(se) y devenir autoconsciente. Nosotros somos en Dios, pero Dios se
piensa en nosotros. La fase superior de la racionalidad, en la que consiste
la sabiduría, es ‒una vez expurgada de toda mistificación cultural‒ la elevación a
este punto de vista; la comprensión, todavía míticamente alcanzada por el
cristianismo, pero aun así ya inevitablemente ganada por la humanidad, de que el
hombre (cada hombre) es divino, de que es Dios, pero únicamente de
este modo truncado. En la inteligencia autoconsciente acontece lo divino,
el autopensamiento del ser, cuyo “cuerpo” es el universo (panteísmo), que a la
vez trasciende (idealidad). Pero permanecemos ajenos a ello como especie, todavía
en la infancia balbuciente de esta sabiduría. Nos queda tanto para llegar a
entender lo que esto significa, para vivir de acuerdo a esta comprensión, tan sólo
vislumbrada por unos pocos… Cuando cada ser humano se sepa Dios, cuando piense
y sienta a Dios (el universo devenido autoconsciente) aconteciendo a través
de sí, y no como un ídolo trascendente… Pero así, a la vez, percibirá y sentirá
a todos los demás seres dolientes, humanos o no, como a sí mismo ‒algo aún infinitamente
lejano‒, como fracturas con un mismo origen. Entonces la humanidad sí que
verá nacer a un “superhombre”, un ser humano renovado, pero éste no tendrá nada
que ver con el esbozo que hizo Nietzsche, cuya visión de lo dionisíaco, en lo
que tiene de anticristiana, precisamente, está profundamente errada. Y menos
aún tendrá que ver, por supuesto, con ninguna fantasía ‒o pesadilla‒ transhumanista.
Ser = pensar, la intuición de Parménides que brillantemente reformuló
Descartes, y más tarde desarrolló hasta sus ¿últimas? consecuencias el idealismo
alemán: éste es el asunto sobre el que la filosofía tiene que reflexionar. La
idea más profunda, de la que depende todo. O lo que es igual, hacer
concebible para el ser humano en general (¿para qué si no, la filosofía?) la natura
naturans, el dominio de lo transjetivo que, como diría Hegel,
unifica todos los contrarios, y así, puede darle una base nueva a nuestra
existencia.
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14/11/2022
© D. D. Puche
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