EL SUPERHOMBRE Y LA NOBLEZA





 
EL SUPERHOMBRE Y LA NOBLEZA
El origen del superhombre en la concepción griega de la virtud


David y Daniel Puche Díaz [ver+]
 
23/6/2023 
 
Keywords: #Nietzsche #Superhombre #Virtud #Grecia 
#Aristóteles #Séneca #Magnanimidad #Nobleza
 
 


 
 
Aunque la idea del superhombre no aparezca explícitamente formulada como tal en la obra de Nietzsche hasta algunos fragmentos póstumos de finales de 1882 y públicamente en el Prólogo del Zaratustra de 1883, estaba ya presente implícitamente desde sus primeras obras, siempre en el contexto de la reflexión sobre lo griego y lo trágico; o, en un sentido más general aún, sobre lo intempestivo, esto es, acerca de todo lo que significara “anticristiano” y “antimoderno”. En ese primer período de su producción, Nietzsche todavía buscaba, como filólogo, una orientación para el presente en lo antiguo; pero lo antiguo entendido estrictamente como lo presocrático y preplatónico, esto es, lo que podríamos llamar “homérico”, pero también, cómo no, “heraclíteo”: la concepción de la vida muy teñida todavía de la filosofía de Schopenhauer como devenir incesante y como guerra, como el agón entre todas sus manifestaciones. El adjetivo “suprahumano” aparece ya en esta obra temprana (como lo hacen de forma recurrente las referencias al “niño” o lo “infantil” inocencia, juego, libertad y a la concepción pagana del retorno o circularidad del ser), normalmente asociado a la idea de la justicia, de una “norma superior” surgida de la propia naturaleza y diferente de la obediencia a normas “heterónomas” (así, p. ej., en Consideraciones intempestivas, II, VI). De todos modos, ese ideal (supra)humano apenas aparece mencionado muy de pasada; de momento es únicamente una vaga aproximación que presupone un tipo de ser humano más elevado que se habría dado en la Antigüedad.
 
¿Es totalmente original? En absoluto: esta concepción, contra la gran filosofía clásica (aunque con un notable silencio acerca de Aristóteles), bebe de los grandes trágicos áticos (Esquilo y Sófocles, pero no Eurípides; demasiado optimista y racionalista para Nietzsche, demasiado “socrático”), así como de poetas sapienciales como Píndaro o Teognis. Nietzsche quiere remontarse a un modo de vida aristocrático, predemocrático, o por lo menos anterior a la “consumación” de la democracia y con ella, de la decadencia de lo griego en el siglo IV a. C. En ese momento, según él, algo terminó; triunfó la corrupción de los ideales griegos, una nivelación que destruyó el “páthos de la distancia” o “de la nobleza” (La genealogía de la moral, I, 2), y con él, el ideal del “cultivo” del ser humano como obra artística; a partir de entonces, se empezaría a producir un tipo humano “nivelado”, homogéneo, estandarizado. El triunfo de la igualdad habría significado el triunfo de la mediocridad. Contra ésta se yergue el ideal del superhombre, que hunde sus raíces en la cosmovisión dionisíaca anterior a esta hegemonía de lo apolíneo.
 
Hasta aquí lo públicamente reconocido. Pero suele señalarse mucho menos la probable influencia sobre Nietzsche de filósofos posteriores, helenístico-romanos; especialmente de los epicúreos y, sobre todo, de los estoicos. Y ello pese a la (a mi entender, obvia) síntesis que realiza el alemán de ambas filosofías, junto con otros componentes (presocráticos, schopenhauerianos, neorrománticos, etc.) que en gran medida las han tapado. Ciertamente, cuando el propio Nietzsche hace referencia al hedonismo y el estoicismo, suele ser muy de pasada y con cierta indiferencia, a veces hasta con desdén; pero éste no me parece del todo honesto: creo que, incluso cuando sus concesiones no son claras ni sus críticas encendidas, hay una serie de autores de los que toma más de lo que quiere reconocer.
 
Pues bien, en relación con el origen del concepto de superhombre, quiero hacer una mención precisamente a estos “grandes olvidados” por Nietzsche y por la mayoría de los estudiosos de Nietzsche: me refiero, en concreto, a Aristóteles y Séneca. Creo que el origen de dicho concepto no se puede entender al margen del tratamiento que hacen éstos de una virtud muy singular, la megalopsychía o magnanimitas (magnanimidad, “grandeza de espíritu”). Ésta aparece en ellos como la virtud más elevada, incluso en el contexto de una cierta ambigüedad en cuanto a la supremacía de lo contemplativo o de lo práctico; aparece como una “virtud superior” por cuanto es la mezcla o composición de otras, que sólo en muy contados individuos puede hallarse: así, tiene algo de autocontrol, de serenidad y de indolencia; señala unas aspiraciones muy elevadas, a la vez que una cierta despreocupación por uno mismo; supone un carácter inconmovible ante las adversidades, etc. Podría decirse que es la virtud “más completa” de todas. Y como tal, es definitoria del héroe homérico y del trágico, así como más tarde lo será del filósofo que, en cierto modo, los sustituye en la (“domesticada”) cultura alejandrina. Según Aristóteles, la magnanimidad caracteriza «al que tiene grandes pretensiones y es digno de ellas»; es alguien que, de alguna manera, posee todas las virtudes, y ello con grandeza. Un rasgo de carácter inseparable del concepto griego de nobleza (kalokagathía), al que luego volveremos. El magnánimo, dice Aristóteles, aspira a los honores, pero rechazará los que considere indignos, y tampoco está desesperado por ello; asimismo, es moderado con respecto a las riquezas y el poder, y sereno frente a los vaivenes de la fortuna; por todo ello puede parecer desdeñoso. No se expone fútilmente a los peligros, pero tampoco los evita, «porque piensa que [la vida] no es digna de vivirse de cualquier manera». Rechaza los beneficios procedentes de otros, porque considera que eso «es propio de un superior». Necesita poco o nada a los demás, pero nunca les niega la ayuda; además, y esto es muy importante, es «altivo con los que están en posición elevada y con los afortunados, pero mesurado con los de nivel medio, porque la superioridad sobre los primeros es difícil y respetable, pero sobre los últimos es fácil» (Ética a Nicómaco, IV, 3). El magnánimo, para terminar, habla y actúa con franqueza; emprende pocos hechos, pero grandes; y sus simpatías y antipatías son manifiestas. No admira a otros, pues nadie es grande para él, pero tampoco es rencoroso, pues eso lo rebajaría; y le da igual que los demás lo elogien o critiquen.
 
Esta virtud sirve de criterio para recuperar la distinción, tan cara a Nietzsche, entre lo “aristocrático” y lo “plebeyo”, entre lo “noble” y lo “vulgar”, lo propio del “pueblo”. Es una virtud que diferencia, que singulariza, a diferencia de otras que pueden ser compartidas por muchos; pero si muchos fueran magnánimos, evidentemente, no cabría hablar de magnanimidad. Esta aristocracia no de la cuna, sino del carácter, aunque es obvio que lo primero puede contribuir mucho a lo segundo diferencia, por lo tanto, tipos humanos: delimita la grandeza de la pequeñez o mediocridad, lo cual sería la base para la distinción nietzscheana entre los “señores” o “nobles” y los “esclavos” o el “rebaño” (La genealogía de la moral, I, 5-10). Esta combinación de una visión épico-trágica de la vida, junto con elementos hedonistas (valoración positiva de lo corporal y del uso comedido de los placeres) y estoicos (resistencia a la adversidad, estar sobre toda comodidad material y sobre la fortuna, referencia a una naturaleza humana que sirve de patrón por encima de toda norma social, respeto “señorial” al que es “par” en capacidades y talentos, coraje frente a lo terrible de la vida), anticipan una noción de la virtud en torno a la que irá perfilándose el concepto del superhombre, que es, ciertamente, el tipo humano de una virtud superior. Sólo por eso puede crear valores, que son reflejo de esa “condición superior”, y no pura arbitrariedad valorativa (como tantos “nietzscheanos” parecen creer). Todo el trabajo de transvaloración conducente a él, podríamos decir toda la crianza del hombre necesaria como proceso histórico estaría dedicada, ante todo, a crear las condiciones de posibilidad psicosociales de semejante tipo humano; destruir los valores viejos, las viejas “tablas de la ley”, para poder crear los nuevos no significa sino acabar con cierto concepto de la virtud para posibilitar otro “nuevo” bastante antiguo, en realidad, pero siempre como excepción. Es decir, la síntesis que Nietzsche propone entre el filósofo (que busca la verdad), el artista (que busca la belleza) y el santo (que busca la bondad), redefiniendo así los tres conceptos (Consideraciones intempestivas, III, 5).
 
El análisis comparativo que hago encuentra una singular confirmación si nos centramos en las emociones concomitantes a las virtudes y, para el caso que nos ocupa, nos centramos en la compasión. Los clásicos han coincidido, como Nietzsche, en condenarla, en contra de la cultura cristiana y de Schopenhauer, que basa su ética en ella, cosa que le criticará Nietzsche vehementemente. Y no porque defiendan en modo alguno la crueldad, la “falta de empatía”, etc., sino por lo que la compasión tiene de debilitador y de causa de sufrimiento en quien la siente. «Así habla todo amor grande: él supera incluso el perdón y la compasión» (Así habló Zaratustra, “De los compasivos”). Es decir, que no se critica desde el punto de vista del objeto de dicha emoción, sino del de su sujeto, que se “rebaja” al padecerla. Antes bien, hay que ser “objetivo” con quien sufre y atender a sus necesidades, pero sin sufrir con él o por él. Esto no nos es connatural, pues nuestra disposición anímica, como mamíferos que somos, como primates altamente sociables, nos inclina a ello. Pero, por eso precisamente, el magnánimo, sin tener que ser un psicópata un individuo carente de toda empatía, ha de purgar tales emociones negativas, que lo llevan a actuar por un motivo equivocado.
 
Así, Séneca señala la compasión como «un vicio del alma pusilánime», una apariencia de virtud (de la clemencia) que abunda en «los peores». Es fruto de la debilidad, no de la razón, pues consiste en venirse abajo ante el mal ajeno. Séneca casi parece evocar la imagen del superhombre, del tipo humano magnánimo, cuando dice que «nada conviene tanto al hombre como un gran espíritu. Y no puede ser grande, si el miedo y la tristeza le aplastan y su mente le deprime y encoge. […] La tristeza es incapaz para discernir las cosas, para saber elegir lo que es útil, para evitar los peligros y para apreciar la equidad. Por eso el sabio no tiene compasión, pues no es posible sin miseria del alma. Las demás cosas que suelen hacer los sensibleros, las hace él de buen grado y con grandeza de espíritu. […] Más bien dará como un hombre a otro da del bien que es común. […] el sabio no compadecerá, pero socorrerá, será útil». Por lo demás, añade, «ayudará a todos y, como los dioses, mirará a los desdichados con más benevolencia» (De la clemencia, IV-VI). Estas palabras explican mejor los rasgos esenciales del superhombre que la mayoría de las simplezas o especulaciones disparatadas de los que dicen “defender” a Nietzsche defenderlo de sí mismo, normalmente. Y es muy notable que en este enfoque se encuentren ecos de otro pensador fundamental de la moral: Kant condena también la compasión y, en general, los móviles emocionales (“patológicos”) de lo práctico; el imperativo categórico elimina de nuestra praxis, precisamente, tales elementos “empíricos”. En esto hay relaciones con Nietzsche y su doctrina del superhombre mucho mayores de lo que éste está dispuesto a reconocer.
 
Dicho todo lo anterior, prefiero, hoy en día, hablar de nobleza antes que de magnanimidad, pues no sólo es un término más “cómodo”, sino que tiene asociaciones semánticas más fértiles; por supuesto insisto en ello, no se trata de la nobleza hereditaria, sino de aquella que nace de las propias obras, que representa un dominio sobre la propia vida que no depende del estatus socioeconómico ni de las comodidades materiales. De hecho, se trata de la nobleza que se demuestra cuando todo eso falta. Para así poder decir con Epicteto, que fue esclavo, «considérate desde ya digno de vivir como un adulto en la vía del progreso personal; y que todo lo que te parece mejor sea para ti una ley inviolable» (Manual, 51). Aristóteles describió la kalokagathía o nobleza, ya lo hemos visto, como la suma de todas las virtudes; la persona noble realiza acciones buenas y bellas, dignas de elogio y admiración. Eso la diferencia de la “mayoría”; se aproxima más a la divinidad, que es norma de vida, que «no rige de modo imperativo, sino que es aquello para lo cual la sensatez impera» (Ética eudemia, VIII, 3). Encuentro aquí un anticipo claro del concepto del superhombre, de ese «hombre noble» de cuyos efectos en el mundo dice Nietzsche que «sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo» (El nacimiento de la tragedia, 9).
 
 
 

 
  
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