Desde que Trump ganara contra
todo pronóstico las elecciones de noviembre de 2016, se ha oído hablar mucho de
la antes totalmente desconocida Cambridge Analytica, empresa estadounidense ‒su
nombre proviene de haber contado en sus orígenes con unos cuantos genios de la
universidad británica‒ dedicada al análisis y la gestión de información con
fines comerciales y políticos. Esta empresa se ha mostrado especialmente
competente a la hora de manipular esa realidad tan desconocida para la opinión
pública en general que son los big data,
los “datos masivos”. Éstos son no ya el futuro
del comercio, las comunicaciones y hasta de la ciencia, sino su presente, y tanto más efectivos
resultan (por lo que a la predicción y moldeado de la conducta humana concierne)
cuanto menos se sabe de su funcionamiento. Por eso conviene ir familiarizándose
con este elemento ya fundamental de
la sociedad actual.
La gestión de estos macrodatos
viene creciendo exponencialmente en los últimos años, sin ser un tema del que
la opinión pública esté muy informada. Nuestra vida ha cambiado debido a ellos,
pero no nos damos cuenta. El concepto
es sencillo: si tenemos una capacidad de procesamiento de información
suficiente, podremos manejar cantidades absurdamente grandes de información ‒conseguida
legalmente o no, lo cual al final no es demasiado relevante‒, de la cual
podremos, usando los logaritmos adecuados, extraer unas pautas generales, unos
movimientos, tendencias invisibles al ojo del mayor especialista (sociólogo,
economista, politólogo, etc.) que revelan
lo que está pasando, en tiempo real, en sistemas complejísimos que antes sólo a
posteriori podían ser comprendidos (aunque ese a posteriori fuera de días o
semanas). Ahora esas tendencias pueden predecirse con exactitud matemática,
como lo hacía la ciencia ficticia de la “psicohistoria” de Asimov, si bien, de
momento, a corto plazo. Pero es un paso de gigante. La clave del éxito de estas
empresas de la información no está en su increíble capacidad de procesamiento ‒eso
no es tan difícil, únicamente es caro: más potencia de cálculo se está
empleando, por ejemplo, en la “minería de datos” dedicada a obtener bitcoins‒,
sino en los algoritmos que emplean. Actualmente
el mundo gira en torno a unos cuantos algoritmos celosamente guardados, ya sean
los de Cambridge Analytica o los de Google, Facebook o Amazon: las fórmulas
mágicas, la nueva alquimia que
proporciona el oro de hoy en día: la información en tiempo real. Toda la información. Porque ésta es directamente
canjeable como dinero y poder. No hay nada más valioso que ella en el nuevo tablero
global.
Esos algoritmos ‒tras los
cuales están mentes no menos inteligentes que Stephen Hawking, pero cuyos
nombres no alcanzan la misma fama‒ permiten cribar terabytes de información y hallar en ellos ciertas regularidades. Esto
es importante para entender por dónde va el futuro de la investigación
científica (que cada vez más se sirve de ellos, ya sea en economía, astrofísica
o meteorología): los big data no explican nada; tan sólo dan con determinados
órdenes cuantificables, determinadas secuencias, que permiten a programas informáticos
inducir que a “x” siempre le acompaña “y” (y “z”, etc.). No se halla relación
causal alguna, no es una explicación en términos tradicionalmente considerados
científicos, lo cual permitiría traer a colación la falacia lógica cum hoc ergo propter hoc. Pero dicha
falacia, que puede ser tal cuando hablamos de casos particulares o de generalizaciones
hechas a partir de muestreos insuficientes, deja
de serlo cuando la cantidad de datos analizados es de billones (como es el
caso de un terabyte): el caso es que la coincidencia, si queremos llamarla así,
se da, y se da prácticamente siempre ‒con razón causal o sin ella‒, y eso
es todo lo que cuenta. A las empresas dedicadas a la logística de ventas, a
predecir resultados electorales o a detectar tendencias de búsqueda en internet
no les interesa saber por qué la gente
hace lo que hace; les basta con saber que, de hecho, lo hace. La ciencia,
desde Galileo, ha prescindido del para qué, de la finalidad; ahora empieza la época
‒porque estos procedimientos serán el futuro de la propia investigación
científica, y ya están sirviendo para reenfocar paradigmas epistemológicos‒ en
que se prescinde del por qué, de la causalidad. Puros quanta, simple correlación de elementos; las estadísticas terminan
por borrar la necesidad de fundamentación teórica. Esto, tan criticado desde
posturas filosóficas “posmodernas”, sólo es la irónica confirmación de lo que
proponían como “antisistemático” y “emancipador”: meras series acausales,
repetición sin fundamento, diferimiento del origen. El triunfo técnico del pensamiento débil, aunque éste no lo imaginara así.
Lo relevante, filosóficamente
hablando, no es tanto la revisión epistemológica a la que esto conduce, sino la
tesitura ontológica ante la que nos pone, en concreto, en relación al problema
de nuestra identidad y de la libertad. Porque viene a ser la demostración
empírica ‒no teórica, una vez más, porque en ese asunto los big data no tienen capacidad alguna‒ de
que no somos libres; de que únicamente
ignoramos los miles o millones de variables que nos componen, que nos hacen
pensar, sentir, opinar, desear como lo hacemos. Pero las multinacionales que
gestionan nuestra información sí poseen
esos millones de variables. Están ahí. La gran máquina de registro que es
internet, con nuestras búsquedas, nuestras compras, nuestros incansables clics
en esto y aquello (los “me gusta”, las solicitudes de amistad o seguimiento, las
búsquedas, el porno que vemos, etc.), dicen más de nosotros de lo que el mejor
psiquiatra del mundo pudiera sacarnos después de meses de terapia. Eso es todo.
Somos eso, por triste que nos resulte
admitirlo, tan complejos e inescrutables como nos creemos. Los formidables
algoritmos de Cambridge Analytica permiten filtrar inmensas cantidades de esa
información y, sólo a partir de la brindada por Facebook (e insisto, ni entro aquí
en el tema de lo legal o ilegal de su obtención, porque ése es otro asunto y no
deja de ser como cuando pillan a un político confesando en privado algo
irregular y se queja de cómo se ha filtrado a la prensa), a partir de unos
cientos de “likes” (tan sólo eso
basta por persona), reconstruyen las pautas cognitivas y emocionales de un
individuo y son capaces de extraer de ellas con una fiabilidad próxima al 100%
conclusiones acerca de sus preferencias políticas, sexuales, de ocio,
comerciales, etc. El siguiente paso, que Cambridge Analytica ya dio (el Brexit,
Trump, parece ser que el independentismo catalán, etc.) mientras se culpaba a hackers
rusos, es producir los estímulos que
desencadenan las reacciones cognitivo-emocionales de los individuos,
bombardearlos a través de internet (televisión, radio y prensa son medios cada
vez más obsoletos y prescindibles; cuestan muchísimo dinero y no permiten a las
empresas hacer esto) con información convenientemente diseñada, a menudo
efímera, datos falsos “personalizados” (como los banners publicitarios que vemos cuando entramos en nuestro correo
electrónico o perfil de redes sociales) que desaparecen una vez vistos, de modo
que no dejan “prueba” de haber existido... pero quedan en la memoria de la
gente como “algo real” que ésta “sabe que ha ocurrido”, y nadie la convencerá
de que no es así, de que son meros rumores infundados. De este modo se crea realidad con una eficacia que
ninguna propaganda anterior hubiera creído posible. Goebbels lloraría de
emoción.
Lo triste del descubrimiento
no es que nos manipulen. Siempre lo han hecho, y sólo con muy mala fe podíamos
negar que así fuera. El “lo saben, y sin embargo lo hacen” que define la razón cínica de Sloterdijk nos es ya muy
familiar. Lo triste, lo verdaderamente triste de esto es el punto hasta el que se
demuestra que sólo somos un puñado de
clics. Que nuestra ipseidad (y todos estos conceptos tan caros a las
filosofías de la identidad), nuestra individualidad, originalidad e
irrepetibilidad es un cuento. Que
somos clones de un rebaño cuya respuesta a estímulos puede ser predicha ‒y por
tanto provocada‒ de formas casi automáticas.
A los hechos hemos de remitirnos, sin demasiados aspavientos. Empieza una nueva
era para el ser humano, no cabe duda. Una era en la que las condiciones
socioeconómicas globales hacen prescindible la democracia tal y como fue
concebida desde la Ilustración hasta finales del siglo XX. Una época de
autoritarismo que sólo empezamos a atisbar. Pero ésta encuentra su asiento
teórico y práctico en la manipulación de la información que somos. Eso es lo que Cambridge Analytica, Google, Amazon, etc.,
han entendido tan bien. Que somos quanta
informacionales. Unidades de input-output
perfectamente programables. No sólo es que vayamos a seguir perdiendo derechos
y libertades, como bajo cualquier totalitarismo previo. Es que nos van a desmontar y reconstruir hasta
nuestro sustrato más primario, reducidos a células de voto/consumo del
escenario/mercado global. De “lo humano” no va a quedar nada, porque quizá nunca lo hubo, y ahora lo sabemos.
Los teóricos del transhumanismo y todas estas teorías (neofeminismo, etc.) que
ahora pregonan la “deconstrucción de sí mismo” y cosas similares, lo tienen todo
de cara; y no es raro, pues son productos ideológicos del sistema, que les va a
dar exactamente lo que quieren.
¿Hay un “sustrato” resistente
a esa asimilación? Lo emocional siempre será pasto del conductismo puro y duro.
Es lo que nos hace animales, todo lo más primates. Sólo en la razón más fría y aséptica cabe una esperanza
de resistencia; es lo único no
asimilable, no programable. Sin embargo, razón es lo que la masa, en cuanto
tal, no tiene; y en todo caso, no soportaríamos una vida basada en ella. Además,
la huida hacia un individualismo racionalista (muy estoico), que por su propia
naturaleza tiende a volverse egoísta,
desprovisto de emociones de grupo, es otro de los efectos psicosociales que el
sistema persigue. O caer en la red hoy, o caer mañana. No parecen quedar muchas
alternativas.
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© David Puche Díaz y
Daniel Puche Díaz, 2018.
Contenido protegido por SafeCreative.



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