Como veíamos en el artículo anterior, el mito deposita una experiencia colectiva que puede decirnos mucho acerca de los fines de nuestra existencia, si sabemos "exducirlo" a términos racionales.
Filosofía | Artículos
ORFEO EN EL INFRAMUNDO
El drama órfico como estructura arquemítica
D. Puche
Publicado en 28/4/21 | © 2021
Prometía en el artículo anterior un modelo de análisis mitosófico, así que vamos a ello. La filosofía, como decía allí, tiene entre sus funciones ‒y eso desde un comienzo, desde el llamado “paso del mito al lógos”‒ traducir el significado profundo de los mitos a nuestra experiencia secular (“exducción”). El ser humano es un animal simbólico, necesitado de narrativas que den sentido a su vida. Sin embargo, hoy lo que hay son sucedáneos insatisfactorios que no cumplen ese cometido (y esto es lo que significa que “Dios ha muerto”). La filosofía, en un sentido muy concreto ‒precisamente en cuanto “sabiduría”‒, es la traducción del mito al lógos, que no su “negación”; el mito constituye una reserva simbólica a la que ser humano regresa una y otra vez. Los mitos contemporáneos son residuales, no resultan vinculantes, mientras que los clásicos tienen algo “primordial”, nos reconcilian con un sustrato antiguo en nosotros que exige satisfacción. La filosofía, en cuanto “mitosofía”, lleva a cabo una actualización del mito, lo despoja de sus investiduras culturales particulares y busca en él lo universal antropológico para insertarlo en la experiencia psicosocial actual. Lo exduce a un mundo histórico distinto del que lo generó, pero sobre el cual puede arrojar algún sentido.
El ejercicio concreto que quiero proponer hoy es el análisis del descenso de Orfeo a los infiernos en busca de su amada, Eurídice. El mito de Orfeo es matricial, es lo que denomino un arquemito. No es una “mera historia entre otras”, sino que estructura una visión del mundo, y lo hace porque vertebra diversas narrativas. Su descenso al inframundo (como el de Odiseo o el de Dante) es el modelo de la katábasis, el “viaje hacia abajo”, a las profundidades. Éste tiene grandes consecuencias existenciales, y por ello está presente, de un modo u otro, en la mayoría de los ritos iniciáticos; proporciona un esquema para experimentar la transformación de la consciencia a través de determinadas prácticas simbólico-rituales. A su vez, toda la semántica primordial del inframundo influirá decisivamente en el cristianismo posterior. Éste no toma su noción del “infierno” del judaísmo; no está presente en el Antiguo Testamento (en el que el seol no es más que la “tumba”, el “hoyo” depositario del cadáver, y no un “submundo”). La idea de un lugar metafóricamente espacial, subterráneo, que es el “depósito de las almas”, está tomada de la mitología grecolatina, y concretamente del orfismo. Así se constituye su estructura topológica triádica (por otro lado, presente en otras cosmovisiones culturales), esa división en tres niveles ontológicos: el mundo intermedio de los vivos, donde tiene lugar la tragicomedia de la existencia; el mundo celeste y luminoso de Dios (o los dioses) y los ángeles (o los númenes); y el mundo inferior (infierno, hades), de la tierra, lo ctónico, profundo, el mundo misterioso en que se hunden las raíces del “mundo de los vivos”. O sea, frente a la luz, el conocimiento y la salvación de lo celeste, el extremo opuesto de la materia, de lo oscuro e ignoto. El descenso a los infiernos está simbólicamente asociado con el regreso a lo natural (como lo celeste es su superación), a lo abismal y opaco; es el retorno al útero materno (la simbología de las cavernas), a lo anterior a la existencia. O, cuanto menos, a una existencia que se presenta aún en estado larvario, informe.
Recordemos brevemente el argumento de este mito: Eurídice se topa con Aristeo, que intenta violarla. En su huida, pisa una serpiente venenosa que la muerde, y muere. Así, desciende al Hades ‒que no hay que entender como un lugar de castigo, sino como el inevitable destino de toda alma‒. Orfeo decide traerla de vuelta, lo cual, por supuesto, está prohibido por la ley de los dioses; pese a ello, encuentra un modo de descender a las profundidades, llevando consigo su lira (Orfeo pasa por ser el inventor de las artes musicales, o cuanto menos un consumadísimo intérprete). Con su canto y su música encanta a Caronte, el barquero, y a Cerbero, el perro que custodia las puertas de hierro de los salones subterráneos. Incluso, dicen algunas versiones, todas las penas del inframundo se interrumpen mientras él toca. De esta forma llega hasta el mismísimo Hades, rey del inframundo, a quien consigue emocionar; y por ello, le es permitido llevarse consigo a Eurídice, pero con una condición: que, durante el ascenso al mundo de los vivos, hasta que no alcancen la luz del sol (es clara la alegoría del alumbramiento, de un parto), no podrá mirar atrás en ningún momento. Ha de tener fe en que Eurídice lo sigue, o la perderá definitivamente. Eurídice lo sigue en el ascenso, guiada por su lira, pero antes de llegar a los rayos de luz, Orfeo duda, se gira… y la pierde.
Hay una serie de elementos exegéticos que conviene reseñar. Orfeo es hijo de Apolo y de la musa Calíope. Es un héroe civilizatorio, el padre de las artes líricas. Pero es también, en cierto modo ‒por el juego de dualidades y metonimias propio de la mitología‒, un avatar del propio Apolo, aunque no se le reconozca explícitamente como tal; hay héroes que encarnan ciertas características de dioses, que participan de ellos, por así decirlo. Son variantes suyas (a menudo, en su origen, locales) que protagonizan hechos que esos dioses no podrían protagonizar. Por otro lado, Orfeo es el fundador legendario de un culto iniciático, de una forma de religiosidad alternativa a la olímpica. El orfismo es un culto a Apolo y Dioniso, dos divinidades asumidas como principios contrarios, en un claro dualismo; y, sin embargo, son dos aspectos de una única creencia, como dos caras de una misma moneda. Según los relatos, Orfeo viajó a Egipto, donde tuvo contacto con doctrinas muy antiguas (¿la de Akenatón, el culto monoteísta al disco solar?), que importó a Grecia. Podría decirse, en efecto, que Orfeo es una versión heroica (humana, por tanto) de Apolo, con rasgos que son propios de Dioniso; sería una síntesis de ambos, de hecho. Esto se observa en su muerte, de la que hay distintas versiones, pero vienen a coincidir con la de Zagreo (un avatar de Dioniso), el niño divino que fue descuartizado y devorado por titanes. Encolerizado, Zeus los fulminó con el rayo y de sus cenizas nacieron los seres humanos, híbridos de seres materiales (los titanes) y de un ser celeste, el niño dios que yacía en sus entrañas. Esta síntesis de lo terrestre y lo celeste, del cuerpo y el alma, la oscuridad y la luz, fue una novedad en el mundo griego. El ser humano se convierte así en un brillo de lo celeste, manchado, sin embargo, por el crimen originario que hay que purificar para elevarse de nuevo a lo divino (algo que retomará la doctrina cristiana de la Caída), superando el presidio de carne; el cuerpo es entendido como un receptáculo, un simple envoltorio a redimir. De forma similar, Orfeo fue descuartizado por las ménades tras rechazarlas, en su dolor, por la pérdida de Eurídice; éstas echaron sus restos al río, que los dispersó por la tierra. Ya renacido como dios, Orfeo las castiga por su crimen. Esta doctrina, como es sabido, influirá decisivamente en los pitagóricos, y más tarde en Platón, que estaban empapados de orfismo. Por su parte, de Eurídice se puede decir que es un avatar de la propia Perséfone, la esposa de Hades; los Misterios de Eleusis estaban consagrados a Deméter y a su hija Perséfone, en cuanto diosas de la fertilidad, de los ciclos de la vida y del reinicio periódico de las cosas. El descenso de Orfeo al hades es la búsqueda de la inmortalidad personal, condenada al fracaso. No obstante, hay en ello una experiencia iniciática, un valioso aprendizaje que se repite simbólicamente en los cultos. Eurídice representa la inmortalidad que los dioses no conceden a quien no es suficientemente puro (de aquí proviene el Grial del ciclo mítico cristiano-céltico medieval, que es negado al caballero que no es santo). O sea, a nadie. En el orfismo, transmigra la psyché, pero no la personalidad concreta. Perséfone, la diosa, se ofrece a sí misma periódicamente como naturaleza, como vida que renace en primavera ‒es lo universal que retorna‒; pero en cuanto humana, Eurídice, es negada en su renacimiento, no puede regresar como ser particular.
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El orfismo (que influirá decisivamente en el gnosticismo y el hermetismo) supuso una alternativa al olimpismo al proponer una nueva concepción del ser humano y su destino. Orfeo es el guía, el Viajero al Más Allá. Se trata de algo inédito en el mundo helénico, una doctrina de salvación, una doctrina soteriológica, que desde luego no es autóctona griega. Exige a sus miembros apartarse del nómos establecido, de las convenciones y tradiciones socialmente aceptadas. Plantea un estilo de vida nuevo, basado en la austeridad, con notables cambios en la vestimenta, la alimentación, etc. El ser humano es comprendido como un compuesto de cuerpo y alma; ésta es eterna, sobrevive al primero, y es juzgada tras la muerte, una idea absolutamente inédita en Grecia (que tiene evidente raigambre egipcia). El alma, por ello, tiene que estar limpia, preparada para la muerte. Debe depurarse de la mácula que le ocasiona el cuerpo, que es un mero receptáculo, una vasija. Una idea, ésta, que será pregnante en Platón, y a través de él, en el cristianismo. El alma se reencarna hasta purificarse del todo (metempsícosis), para reintegrarse al fin en lo celeste originario. El orfismo brinda, para ello, un conjunto de instrucciones para realizar exitosamente la katábasis tras la muerte, para saber entrar en inframundo y poder salir de él a una mejor vida en una próxima encarnación. Éstas, como decía, son ideas de origen egipcio, claramente precedidas por los rituales del Libro de los muertos. Y, a través del orfismo, influirán en el judaísmo helenizado y en el cristianismo.
Las interpretaciones tradicionales de la mitología griega son ante todo optimistas, quieren ver su lado luminoso. Toda una plétora de vitalidad. Pero lo griego es oscuro, siniestro; está repleto de elementos brutales y descarnados. Sin embargo, lo pre-ático, pre-alejandrino, no es en absoluto tan “optimista”, ni mucho menos “racionalista”; contempla la vida como algo terrible, es más una economía del consuelo ante lo pavoroso y terrible que una exaltación de la “alegría de vivir”. Esto supo verlo muy bien el Nietzsche de El nacimiento de la tragedia, aunque luego él mismo terminaría idealizando lo griego. Por lo que respecta al mito de Orfeo en el inframundo, su clave interpretativa radica en su clímax, que fácilmente se da a la malinterpretación derivada de que se funda en él una religión de la trascendencia. La pregunta que hay que hacerse para entenderlo es: ¿por qué Orfeo pierde a Eurídice? Según Platón, en el Banquete, la pierde por cobarde, por no haber sido capaz de morir por amor, y así, descender al hades como difunto para reencontrarse con ella. Al contrario, quiere recuperarla en vida. Sustituye la máxima decisión por un ardid que, por supuesto, le sale mal; no se puede engañar a los dioses ‒es decir, a la vida‒. En realidad, Hades nunca le ofreció a Eurídice, sino sólo su imagen, una réplica. Los dioses han jugado con Orfeo. Aquí es donde encontramos el genuino rendimiento mitosófico de este mito.
El mito órfico establece una topología, una ordenación espacial que es en realidad ontológica. Los “espacios” deben ser entendidos como metáforas de distintos ámbitos del sentido a través de los cuales se mueve la psyché. Esta topología completa la tradicional, homérica, con influencias egipcias, y servirá de base para otras concepciones cosmológicas (metafísicas) posteriores. Partimos de la superficie, del mundo de la vida, el ámbito de la consciencia, de la racionalidad, donde en principio se encuentra Orfeo, bajo la luz del sol (Apolo, el lógos mismo). Pero la katábasis lo lleva a las profundidades, a lo telúrico, a la materialidad opaca ‒la tierra contrapuesta a lo celeste‒. Es el mundo de lo oscuro, inconsciente, irracional; es el retorno a lo animal, dionisíaco. Sin duda, la contraposición apolíneo-dionisíaco es aquí fundamental: constituye la estructura básica del orfismo. Porque la katábasis, el descenso a los infiernos, no es sino la profundización en la oscuridad del propio ser para recuperar algo, para rescatarlo, traerlo a la luz. Pero ‒y esto es lo más importante del mito‒ al hacerlo, se destruye. El objeto de deseo, lo amado, desaparece cuando se hace visible, cuando se trae a superficie. Ésta puede parecer una lectura psicoanalítica, pero es justo lo contrario, porque recorre una lógica inversa; como también es inversa a la de la “alegoría de la caverna” platónica, evocadora de este mito y del descenso al hades de Odiseo. Pues salir de la caverna, de las profundidades, escapar del hades, no es “lo positivo” en sí; no se trata de ese “movimiento racionalista” que se hace con lo reprimido u olvidado, poniéndolo a nuestra disposición. Al contrario, sacarlo de allí supone perderlo, porque tenía que permanecer sepultado. Orfeo nunca pudo recuperar a Eurídice; siempre estuvo condenado a perderla.
La salida de hades es un parto, el abandono de la tierra, del útero en que germina la vida. El orfismo lo vio como una metáfora del nacimiento a una vida superior. Pero, en un sentido más profundo, hay que subrayar que el parto se ve abortado. No resulta en el alumbramiento a una nueva vida, sino que se ve interrumpido. Eurídice nunca pudo salir de infiernos, y esto es consustancial al mito. Y, por otro lado, Orfeo también muere, despedazado por las ménades ‒también figuras ctónicas‒ mientras se lamenta por la pérdida definitiva de Eurídice, puesto que ha fracasado en su empeño. Aquí se da un fallo en la economía del deseo; se trata de un deseo malogrado. Se asimila fácilmente a que no se debe mirar al pasado, a que es imposible recuperar lo perdido. Ello lleva al desastre y a la melancolía. Como buena estructura trágica, nos advierte de que no se debe intentar cambiar el destino, porque esto, precisamente, lleva a su cumplimiento. Hay, a su vez, claros paralelismos con la historia de Lot y Edith, que se gira al escapar de Sodoma y se convierte en estatua de sal. Una vez más: hay que olvidar lo que se abandonado, hay que aprender a vivir sin ello. Debemos dejar ir lo pasado, puesto que no volverá y paraliza la vida, la obstaculiza. Por eso Eurídice, como agudamente dice Platón en el Banquete, nunca ha sido ella: es una sombra, un simulacro. Es el recuerdo que tiene Orfeo de ella; y por aferrarse a él, Orfeo pierde hasta el recuerdo mismo, e incluso a sí mismo (muere de pena).
Pero hay algo más profundo en este mito, un sustrato de lectura más hondo. Es un mito matricial, un arquemito, porque es una metáfora de lo que es el mito en general. Pues el mito es ante todo la evocación de la naturaleza perdida, del deseo espontáneo, animal, precultural, que permanece en una región oscura, en nosotros, pero irrecuperable en cuanto tal. Sólo tenemos de ello un vago recuerdo, ya idealizado. Ése es realmente el amor perdido de Orfeo, que como poeta y músico (compositor de mitos) está evocando. El canto a la memoria de su amada muerta, de hecho, la está creando. Por eso, intentar recuperarla sólo conduce a perderla, puesto que lo deseado no es el objeto en sí, sino el recuerdo que tenemos de él. Un deseo que es ya cultural, apolíneo, celeste, luminoso; que procede del mundo de la consciencia, de la razón, y por tanto es el sustituto de una pulsión dionisíaca, abismal y oscura; de eso que siempre permanece en el hades, que sólo vive como imagen vaporosa de algo perdido. No es lo perdido (inexistente), sino la imagen de lo perdido.
La cultura, esto es, lo apolíneo, es un sistema de sustituciones de lo natural perdido. Éste no es lo reprimido (y por tanto recuperable), sino lo constitutivamente perdido, el sustrato animal irrecuperable que es motor del deseo, pero ya no le puede dar su contenido. Éste, y la satisfacción consecuente, son algo ya cultural y simbólico. La “naturaleza humana” no nos espera en el regreso a lo biológico, a las profundidades de la tierra, sino que es en sí misma la evocación de un pasado que creamos simbólicamente; de ahí que el esfuerzo por hacerlo literal lo destruya, al mostrarlo como humo, ilusión, como esa Eurídice que se esfuma ante los ojos de Orfeo. Ponerlo bajo la luz del sol hace que se desvanezca; sólo puede existir en lo profundo y oscuro. Igual que el mito, metáfora de algo perdido, que entendido literalmente se aniquila. Ciertamente, es la metáfora de algo de suyo ausente, irrecuperable, y sin embargo, ese vacío, investido de un lenguaje cultural e histórico, es necesario mantenerlo presente. De lo contrario, sin esa ausencia constituyente, nos encontramos ante el sinsentido absoluto (el desarraigo). Necesitamos mantenerlo vacío, pero mantenerlo. Lo esencialmente ausente existe sólo como ausencia. No es eliminable, pero tampoco hay modo de traerlo a presencia, de recuperar su contenido. Eso lo convertiría en un fetiche; esa literalidad absurda que anula todo su efecto productor de sentido.
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