LA EXISTENCIA DAÑADA
Sobre la relación entre metafísica y sabiduría (IV)
D. D. Puche Díaz [*]
18-11-2024
[Ve al comienzo]
(2) A continuación, el mentor ha
de pedir al sujeto ‒aquí se torna cada vez más complicado
el trabajo autónomo de éste, aunque podemos suponer condiciones ideales‒ más detalles acerca de esa imagen de sí mismo. Ha de
ayudarle a concretarla, de modo que en su desarrollo pueda verse claramente si es
coherente o contradictoria con las consecuencias que se extraigan de ella. Una
vez con material suficiente que valorar, el guía tendrá que plantear una crítica
de la imagen de sí elaborada por el sujeto; tanto de su posible irrealidad
(inviabilidad de los fines propuestos) como de su incongruencia
(desajuste entre fines y medios). Pero, al margen de estos aspectos formales ‒si ya es suficientemente sólida, o cuando llegue a serlo‒, hay de formular una serie de preguntas a las que es
indispensable responder, pues a la producción de sí ha de seguirle
necesariamente una crítica de sí: a) ¿cómo reaccionaría el sujeto ante
determinadas situaciones (se pondrán unos cuantos ejemplos) habituales en la
vida?; b) ¿por qué, para qué ha incluido tal o cual punto concreto en esa
imagen de sí?, ¿qué aporta éste al conjunto?; y lo más importante, c) ¿cuál es
el propósito último que persigue, su fin existencial?
(3) Se procederá entonces a
entablar una dialéctica, al estilo de las preguntas y refutaciones
socráticas, mediante la cual se repetirán los dos pasos anteriores tantas veces
como sea necesario para afinar los términos del diálogo ‒o monólogo‒. Se da así en realidad una
doble dialéctica, ambas encaminadas a una superación de sí, esto es, una
superación de las insuficiencias de la imagen propia: por un lado, a) la
dialéctica del sujeto tanto con el maestro como ‒de
forma directa o a través de éste‒ consigo mismo, un ejercicio de
“confesión” de las debilidades, errores o vicios que ha de conducir de la mera
(auto)crítica a la práctica; y, precisamente en relación con ésta, b) la dialéctica
entre las acciones que definen quién es el sujeto (su propia
percepción) y el ideal que quiere ser (su propósito). Hay, así
pues, una retroalimentación ‒que puede ser positiva o
negativa, un círculo virtuoso o vicioso, abundando más el segundo, claro está‒ de la autopercepción (verdadera o falsa) y el propósito
perseguido; o, lo que es igual, de las conductas manifestadas (i) en función del
grado de cumplimiento reconocido del ideal al que se aspira y (ii) con
miras a su consecución aún incompleta.
De esa retroalimentación depende
precisamente la motivación del sujeto, esencial en su proceso de orientación.
Ésta se encuentra siempre en diversos grados, dependiendo de que la
retroalimentación esté resultando 1) positiva (“realización”), 2) neutra (“rutina”)
o 3) negativa (“fracaso”). Esos grados de lo que psíquica o subjetivamente
sentimos como “motivación” son proporcionales a los grados de lo que
objetivamente podríamos definir como la “activación vital” o “existencial” del
sujeto ‒su movilización conductual
total‒, cuyo nivel mínimo es lo que
tradicionalmente se ha entendido como melancolía o abulia. Para
mantenerla en niveles aceptables, esto es, para que la vida muestre
funcionalidad y no caiga en lo patológico, es necesario cultivar a) la diligencia,
o disposición para emprender la acción, así como el cuidado puesto en ella, y,
cómo no, b) una retroalimentación positiva, o sea, la consecución de acciones
exitosas. Esto implica que el sujeto escoja juiciosamente ‒o guiarlo en ese sentido‒
objetivos que pueda alcanzar, relativamente fáciles y sencillos; conviene
descomponer los grandes fines vitales en una serie de fines menores (“medios”,
realmente), secuenciales, menos ambiciosos pero más asequibles. La ordenación
de la vida, sin la cual difícilmente obtiene ésta un sentido, supone concatenar
ciertos “componentes de significado” ‒aunque sean mínimos‒ que conformen una suerte de narrativa. Ello implica proyectar
un futuro, tener a la vista una serie de metas; pero conviene que no estén
situadas a muy largo plazo (en todo caso, las que lo estén serán vagas e
imprecisas, matizables con el tiempo), sino más bien a corto y medio (las
cuales son siempre más precisas y concretas, objetivables). De lo contrario, cuando
hay una obsesión por el futuro que devora el presente ‒un presente que parece inconducente a dicho futuro‒, el sujeto sufre angustia, una inquietud constante,
un temor indeterminado a la vida, debido ante todo al fracaso de las
expectativas. Así pues, es preciso seleccionar bien objetivos directos que
sirvan de mediación y puente para la consecución de otros a más largo plazo,
esto es, tener unos objetivos convenientemente “estructurados”.
En cuanto a la “activación
vital”, hay algo importante que señalar, y es que las meras representaciones mentales
del objeto deseado producen ya de por sí ciertos grados de motivación, incluso
sin la consecución del mismo. De hecho, hay objetos irreales o inalcanzables
que solamente existen como tal representación, la cual puede no obstante
ser fuertemente motivadora. De modo que, ya lo entendamos ‒según el modelo teórico seguido‒ como “libido”, como “carga energética” indeterminada, o como
“focalización orgánica” sobre algo concreto, etc., el deseo es el
verdadero “motor” psíquico; una potencia anterior a la autoconsciencia y
a la racionalidad, un constante flujo ‒un “salir de sí”‒ hacia lo exterior que se alimenta de sí mismo, de lo
interior, de las propias capacidades del organismo. Sin embargo, ocasionalmente
tiene que ser reforzado con la obtención de un objeto para que reanude ‒y hasta incremente‒ su propio ciclo; no se “nutre” directamente
de ese objeto, sino de sus propias representaciones, pero éstas han de ser
“validadas” de algún modo. El objeto ni siquiera tiene que ser el representado,
sino cualquiera que pueda de algún modo asociarse con éste, ligarse
psíquicamente a él como medio, con independencia de que verdaderamente
lo sea o no. Pero el ciclo del deseo tiende a decrecer (“consumirse”) hasta la
obtención de la siguiente satisfacción, y la calidad de ésta (su
capacidad de “regenerar el deseo”) siempre es proporcional a su proximidad a la
representación del objeto inicialmente deseado.
(4) Por ello, una de las claves
del proceso es saber diferenciar y escoger las representaciones
convenientes para el sujeto, ya sea que éste aprenda a hacerlo por sí mismo o ‒lo más probable, porque este aspecto es quizá el más
complejo de todos‒ que requiera los consejos del mentor.
Constituye esto todo un arte que podríamos llamar “psicosofía” (nombre que
podría incluso ser apropiado para el proceso en su conjunto), a saber, aprender
a controlar las representaciones mismas de cara a la ordenación y consecución
de los fines más adecuados para la propia vida. En resumen, un dominio
de sí que requiere de un duro entrenamiento y disciplina para conseguir
canalizar el deseo hacia objetos a) realistas (que sea posible
conseguir) y b) significantes (que refuercen el propio deseo). En
efecto, no hay arte ni disciplina más importante y difícil en esta vida que el
de dar forma al propio deseo, eso que, por defecto, no está bajo nuestro
control: tal vez podamos decidir lo que hacemos, pero no lo que queremos. Intervenir
exitosamente en este aspecto de la existencia constituye la máxima sabiduría
y la llave de una vida, a un tiempo, buena, libre y feliz.
Un apunte para concluir, en
relación con esto último: ese control de las representaciones ha sido ejercido
históricamente, de modos muy efectivos, por la religión, la cual se ha mostrado
tremendamente capaz de educar en semejante disciplina. Ahora bien, mientras que
ésta lo ha hecho ‒en las tradiciones monoteístas
occidentales, cuanto menos‒ por vía de la censura o
la sublimación de representaciones, de lo que aquí ‒en el terreno de la filosofía‒
se trata es de su sustitución intencional por otras. Lo que ha de
prevalecer en este “dominio de sí”, para que sea tal (y no la mera heteronomía
del sujeto), no es el miedo a una norma ajena (“pecado”) o la esperanza de una
recompensa quizá ficticia (“salvación”), sino el desarrollo de una norma
propia; sin embargo, ésta no puede ser cualquiera ‒una particular, egoísta, maliciosa‒, sino que ha de ser universalizable.
Aquí lo meramente psíquico,
relativo al bienestar personal, se topa con lo racional, que no puede dejar
fuera consideraciones éticas. De lo contrario, el resultado no sería moralmente
aceptable ni compatible con sabiduría alguna (guiar la vida de acuerdo con
una racionalidad de fines, universalista); de hecho, entonces sería tan
propio de un “mundo patológico” como aquello de lo que se huía: un modo de vida
destructor de la libertad y la felicidad ajenas y, por ello, al cabo, de las
propias. Por ello se ha de buscar una norma que responda al ideal clásico
de la “virtud”, la “excelencia”, la “nobleza”, que siempre incluye a los
demás. No superaremos nuestro yo enfermo y desgraciado hasta que nuestro
superyó deje de ser un mero condicionamiento reactivo y sea sustituido por una
imagen de nosotros mismos (y la praxis correspondiente) compatible con el
mejor mundo posible.
>>Keywords: Metafísica, Sabiduría, Mundo, Existencia, Enfermedad, Salud, Método.
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