EL CONCEPTO DE MUNDO
Sobre la relación entre metafísica y sabiduría (II)
22-7-2024
Explicaba hace
poco en Orientar la vida que el mundo es el “objeto” del que se ocupa, cuando
es bien entendida, la metafísica, y que es una noción crucial no ya para
la filosofía, sino para el propio ser humano, que comprende su existencia
‒algo diferente a explicar
aspectos particulares de su experiencia‒
a través de ésta. Ciertamente, sin referencia a un mundo concreto (el complejo
teórico-práctico que conjuga lo material y lo simbólico en el sistema de
significados en función del cual actuamos) no hay sabiduría posible;
y sin ésta, a su vez, no habrá una dirección correcta de la vida hacia algo
con propósito, algo que vaya más allá del simple cálculo racional de los
placeres individuales o del sometimiento irracional a los fanatismos colectivos
‒extremos entre los que suele
moverse la sociedad‒.
En otras palabras, donde no se ofrece claramente ese horizonte del pensar, el sentir
y el actuar que constituye el mundo, no se “sabe vivir”. La vida se reduce a barbarie
(quizá ultratecnificada, pero no por ello menos barbarie) o a sucedáneo pseudorracional
de lo que podría (y debería) haber sido. Y el gran problema, el problema del desarraigo,
es que el mundo, el “sistema de coordenadas de la vida”, tiende a fallar cada
vez más: en nuestro tiempo el mundo se ocluye, y con él, todo
sentido. Y la solución, a la que recurrimos con creciente frecuencia ‒lo cual ya es testimonio de nuestra impotencia‒, de ampararnos en la
repetición de modos de vida del pasado, sencillamente es inviable; la historia,
y con ella el propio mundo, nunca se repiten.
Pero lo anterior lleva a
plantear una pregunta inevitable acerca de la naturaleza del mundo: éste, en sí
mismo, ¿es un mero concepto, o se trata de una realidad consistente?
¿Está sólo en nuestro discurso, o también fuera de él? De la respuesta a estas
preguntas depende la realidad que pueda llegar a tener la propia metafísica y,
en gran medida, junto con ella, también la de la propia filosofía; así que no
es una pregunta baladí.
Podríamos sostener, por un lado,
que el mundo es simplemente un concepto que no existe más allá de nuestro
discurso; una noción que, una vez implantada ‒originariamente
por la mitología, luego por la teología y, por último, por la filosofía‒ y difundida a través de canales culturales, llega
ciertamente a adquirir una realidad performativa. O sea, que hay un
mundo allí donde se cree en dicho mundo, siempre y cuando, por supuesto,
se cumplan unas condiciones materiales adecuadas para ello (de lo contrario,
ninguna “construcción mental” podría sostener tal creencia, que por lo demás
debe ser colectiva, o de lo contrario será de naturaleza psicótica). El
mundo, según esto, adquiere realidad en las conciencias y prácticas humanas,
las cuales a su vez organiza. En este sentido, nos topamos con un hecho
innegable, y es que la religión y el arte son los “creadores de
mundo” fundamentales.
Pero podríamos
sostener, por el contrario, que el mundo es una realidad objetiva, lo cual no
quiere decir en ningún caso que pudiera darse sin el ser humano (pues sólo hay
mundo por y para el ser humano), pero sí que no se limita a darse
“en nuestras cabezas”: el mundo tiene realidad extramental y extralingüística. Y
ello precisamente porque no es una “cosa” ‒el
mundo como tal, hablando en propiedad, no es “objeto” alguno‒, sino un conjunto de
relaciones. Éstas abarcan tanto redes materiales como simbólicas, y hay
diferentes ensamblajes posibles de las mismas, pues no es que exista el mundo, sino diferentes mundos
históricos (aunque el “mundo”, ahora sí como concepto, nos permita hablar así
y, de hecho, haya unas condiciones de convergencia y comunicación entre
ellos, pues al fin y al cabo pertenecen a una misma realidad). De modo
que el mundo sería algo real, pero estaría sumamente “disperso” entre elementos
tanto concretos como abstractos; resultaría de la imbricación, en distintas
configuraciones, de la praxis, la producción y la teoría humanas. Una creación de
nuestra especie que, a su vez, aloja a su creador y proporciona una base
material y un sentido “espiritual” a su existencia (los cuales sólo debido
a una mala comprensión pueden pensarse como independientes entre sí).
Personalmente, me decanto por
esta segunda opción, y a la luz de ésta entiendo la metafísica ‒la parte medular de la filosofía, ahora y siempre, en
cuanto atañe al sentido de nuestra existencia‒
como la teoría que ofrece modelos hipotéticos de configuración conjunta de
dichas redes materiales y simbólicas; esto es, que propone formas de
organizar (de encaminar) la vida humana, tanto en el aspecto individual
(sentando las bases de una determinada ética) como en el colectivo (sentando
las bases de una determinada política). Ciertamente, ni la ética ni la
política son independientes de una organización del mundo (de una metafísica,
sea ésta una implícita y embebida de múltiples influencias e intereses
extrínsecos, o una explícita y racionalmente depurada, o sea, filosófica);
pretenderlo sólo ha llevado a la angostura intelectual en que hoy nos hallamos.
La filosofía, matriz teórica de la metafísica, es por tanto, y a diferencia de
la religión y el arte, una disciplina “estabilizadora de mundo”: ella no lo
crea, por supuesto, pero contribuye, y mucho, a darle la solidez que requiere para
ser capaz de (re)generar sentido, sin el cual la existencia humana se encuentra
perdida, en la sequía de la vida. Cada individuo y cada grupo humanos pertenecen
a y se relacionan con su mundo (material y simbólicamente), y de la “calidad”
de esa relación ‒de la “consonancia” o
“disonancia” con dicho mundo‒ depende que sus vidas tengan o
no un propósito, un fin que perseguir; que sean existencialmente coherentes
(“sanas”) o incoherentes (“enfermas”), y por ello, que puedan alcanzar
una realización o se encuentren desrealizadas.
Obviamente, ya hay
mundo sin necesidad alguna de intervención teórica ‒y
ya lo había antes, y con total independencia, de la aparición de la filosofía‒, un mundo que llamamos “tradicional” en contraposición al
mundo resultante de dicha intervención, del trabajo de configuración teórica
(erigirlo materialmente es una cuestión práctico-productiva) antes
descrito, que da lugar a un mundo que entendemos como “moderno”. Ambos tipos de
mundo, no hace falta decirlo, difieren mucho entre sí en lo que toca a las
cuestiones esenciales (tanto que podríamos denominarlas “pilares del mundo”) de
la libertad, la justicia y el bienestar; cuestiones todas ellas directamente
vinculadas con la racionalidad o irracionalidad del mundo que habitamos.
Igualmente, aunque ahora desde otro punto de vista, podemos hablar de mundos “estables”,
de mundos “en ascenso” y mundos “en decadencia”, en función de la fase de
desarrollo histórico en que se encuentren. Este estado depende estrechamente
del mayor o menor decalaje que en dicho mundo se dé entre su “exterioridad” o praxis
material y su “interioridad” o vivencia simbólica; la
amplitud de ese decalaje es a su vez consecuencia de la celeridad en los
cambios sociohistóricos que introduzcan la ciencia y la tecnología,
en cuanto factores que, al igual que pueden contribuir a asentarlo, pueden ser
asimismo fuertes “desestabilizadores de mundo”.
El desajuste entre lo material y
lo simbólico puede en cierta medida ser reequilibrado o contrarrestado por una
intervención teórica (de carácter educativo) que intente ocupar el lugar
de lo simbólico (ésta es una tarea de la filosofía, en cuanto
“Ilustración”); pero ello nunca terminará de ser emocionalmente
satisfactorio para los habitantes de dicho mundo ‒no para la mayoría, ni a largo plazo‒, de modo que sirve únicamente como equilibrio
provisional que, de no cambiar otros factores, volverá tarde o temprano a esa
inestabilidad provocada por la inercia (evolutiva o involutiva) de lo material.
Sin embargo, tales intervenciones teóricas frustradas, en la medida en que sean
expresión de la racionalidad, sentarán la base para equilibrios futuros,
cuando otras condiciones lo permitan. En el terreno de lo ideal, ninguna
posición ganada puede perderse, aun cuando no encuentre realización objetiva. En
esa “trascendencia” a lo histórico radica precisamente lo “eterno” del
pensamiento, que la metafísica ha buscado siempre y que es la sustancia misma
de toda sabiduría.
>>Keywords: Metafísica, Sabiduría, Mundo, Realidad, Existencia, Sentido.
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