GRADOS DE INDIVIDUACIÓN (3 de 3)
El desarrollo de la subjetividad en relación con el colectivo
como marco de condiciones a priori de lo político
20-4-2024
[Lee la primera parte] Observaciones finales: éstas resultan de todo lo anterior y a la vez lo
condensan; por otro lado, hay que señalar ya de entrada que su correlación con
los postulados de la razón práctica kantianos resulta bastante obvia:
[A] La libertad,
en el sentido ontológico del “libre arbitrio” (anterior al sentido
jurídico-político del término), consiste en no estar determinado a priori por el
orden físico-químico-biológico (natural), y por supuesto, tampoco por el orden
psico-social-histórico (cultural). Esto quiere decir que hay márgenes de
variabilidad irreductibles a las condiciones heredadas y ambientales, o
sea, que no se podría, aun en el caso de que fuera posible un análisis
exhaustivo de las mismas, deducir a priori de ellas la conducta del individuo en
una situación concreta. En otras palabras, podríamos decirlo así: la
libertad consiste en que el individuo se caracteriza ante todo por la subjetividad,
por el hecho de que no es “objetividad” ‒pues lo objetivo es lo sometido
a esos órdenes y, por tanto, invariable y predecible‒. Pero ¿dispone el ser
humano de tales márgenes de variabilidad? Esto es, ¿podemos hacer algo no
causado? ¿Tiene sentido hablar de algo así, en un universo sometido a
leyes? Todo parece indicar lo contrario; a lo sumo, que ese análisis
exhaustivo, dada nuestra capacidad tecno-científica actual, todavía no puede
ser hecho. Pero el empleo de big data (que no busca causas, sino correlaciones
entre datos), está dando saltos exponenciales en esa dirección, y no sólo en
cuanto a la predicción conductual ‒tanto individual como grupal‒,
sino también en cuanto a su manipulación. Por tanto, las tesis del
determinismo más radical parecen cumplirse. Y no digamos ya en el escenario del
manejo de esos big data por parte de las IA, cuyos resultados estamos
empezando a comprobar. El libre arbitrio, como el azar mismo, parece no ser, en
efecto, otra cosa que la medida de nuestra ignorancia, y retrocede junto
con ella. En cuanto al “sentimiento”, a la “certeza interior” de ser libre, no
es un argumento en absoluto: podría ser simplemente la ilusión que acompaña, en
nuestro cerebro, a los procesos “en paralelo” por los cuales una serie de estímulos
producen una respuesta determinada; pero únicamente somos conscientes del resultado
de dicho proceso ‒que ocurre en milésimas de
segundo‒, y no
de éste, de modo que asumimos esa respuesta como “voluntariamente elegida”
cuando, en igualdad de condiciones, no hubiera podido ser otra.
Ahora bien, lo
que ciertamente parece imposible para un colectivo ‒hacer
algo impredecible para quien disponga de la cantidad suficiente de información‒, quizá aún sea posible en este plano individual, pese a
todo; no me atrevo a negar que la inmensa complejidad del cerebro, cuyo
“filtro” es tan fino como las biomoléculas que se intercambian en las sinapsis
(alcanza incluso niveles cuánticos, si tienen razón especulaciones como las de
Penrose), deje todavía lugar a la posibilidad de una especie de clinamen
como el propuesto por Epicuro y Lucrecio, o sea, a un margen de desviación
respecto de las causas, que permita la emergencia de lo no causado (aunque
habría que decir mejor: de una línea causal nueva), de lo absolutamente
irreductible, lo no deducible a priori, en nosotros. En eso, de hecho,
consistiría propiamente la esencia de la “subjetividad”, la cual debe, para que
nuestra existencia todavía tenga algún sentido, ser presupuesta.
[B] La virtud
puede ser comprendida como a) la sujeción a un orden normativo dado, cuyo
origen es ecológico-económico-adaptativo, aunque después es moldeado e
investido socio-culturalmente; dicho orden responde a unas condiciones de
supervivencia colectivas de un modo que, en la medida de lo posible, ha de
resultar emocionalmente satisfactorio (empatía); pero con ello se entremezclan
históricamente, además, consideraciones de otra índole, como las relaciones
de influencia diferenciales que reinan dentro del grupo, o entre grupos (poder).
Por supuesto, nada de todo este “trasfondo” es reconocido como tal por el
propio orden normativo, el cual permanece inconsciente de ello y, de hecho,
tiene que negarlo para justificar su validez, la cual proyecta a un orden
superior natural o divino (en cualquiera de los casos, universal y
eterno). Sin embargo, cuando los anteriores fundamentos son descuidados o violados
de manera extensa y/o prolongada, ello conduce a un descontento generalizado, y
antes o después incluso llega a amenazar la propia supervivencia del colectivo.
Por otro lado, la
virtud también puede ser comprendida b) en el sentido clásico de la areté
(“excelencia”), un sentido precisamente carente de normas explícitas a
las que ceñirse; éste no va de lo colectivo a lo individual, sino de lo
individual a lo colectivo, en cuanto dirección en que se introducen los cambios
en el orden moral vigente, alterándolo así eventualmente (para lo cual, es obvio,
las variantes nuevas han de resultar compatibles con las condiciones ecológico-económico-adaptativas
antes descritas, o serán simplemente inviables). Así, al contrario que antes, encontramos
a la subjetividad planteando exigencias: no sólo pretende “estar libre
de” (sentido negativo), sino también “ser libre para” (sentido positivo). La virtud
entendida como excelencia, como certeza de sí, descubre que hay algo
superior a la moralidad dada inicialmente por el grupo; aspira a trascender ese
orden, con el que está disconforme, hacia otro que considera mejor. Pero
“mejor” ¿en qué sentido? Primero, en un sentido que puede ser instrumental
(como algo “ventajoso”) o estético (como algo “bello”), el cual es todavía, en
ambos casos, bastante restrictivo; su realización está sólo al alcance
de unos pocos. Y luego, si éste llega a consolidarse, en otro sentido ya
plenamente ético (como algo “bueno”, de un orden superior que engloba o cancela
el anterior); esto quiere decir más inclusivo, de vocación
universalista. De esta manera, lo que empieza siendo el valor que destaca a
unos pocos, termina siendo una exigencia para todos ‒lo
cual sólo puede tener éxito si se han creado unas condiciones materiales
que lo acompañen‒.
La razón representa la universalidad que abarca todas las particularidades
enfrentadas en un orden de resolución más elevado. Podría decirse que “nos
llama” siempre hacia algo otro, de forma “teleológica”; es la superación
de lo particular como motor del pensamiento y la acción.
[C] La felicidad
se puede entender como el mero bienestar material, o al menos como la carencia
de privaciones y preocupaciones, con las correspondientes manifestaciones
psíquicas (alegría, paz, etc.); en este caso, corresponde a la noción clásica
de felicitas. Según ésta, una persona egoísta podría ser perfectamente feliz,
lo cual encaja muy bien con el modo de vida del individualismo hedonista hoy
predominante. Pero la felicidad también puede ser entendida, igual que ocurre con
la virtud, en un sentido más elevado, que tiene que ver con el sentimiento de
realización personal, de plenitud, de una subjetividad completa, que se ha reencontrado
consigo misma, que ha hallado el objeto supremo de esa exigencia suya antes
indeterminada. Ahora corresponde, por consiguiente, a la noción clásica de beatitudo.
Y no es casualidad que coincida con la virtud en el sentido de la “excelencia”,
pues es precisamente ésta lo que la hace posible: esta felicidad va ligada
inseparablemente a la conducta virtuosa. Éste es el sentido genuino de la
felicidad, lo único a lo que en verdad se puede llamar tal. El mero bienestar, la
repetición de lo satisfactorio ‒aunque
sea en una escala cuantitativamente creciente‒, conduce tarde o temprano a una profunda
insatisfacción; está asociado a altos niveles de vacío y desarraigo, y con
ellos, a serias patologías psicosociales. En cambio, la verdadera felicidad
(que tiene asimismo un cierto componente “elevado”, reservado a una minoría
que no tiene por qué ser necesariamente “feliz” en el sentido material del
término) presupone una vida con un propósito, con una meta fuera de sí
misma; una vida que se siente avanzando en una dirección.
No obstante, esa
dirección tampoco puede ser cualquiera, como conseguir más dinero, poder, fama,
etc.; éstas son recompensas provisionales, simples medios para facilitar
el ser virtuoso, los cuales, de no ser empleados para este fin, terminan quedando
vacíos de significado antes o después. La subjetividad nunca se completa así; queda
inacabada e imperfecta, des-realizada, y por ello insatisfecha. Muy al
contrario, el sentido que permite el cumplimiento de la subjetividad requiere
tener fines que alcanzar, unos fines morales, que han de implicar
el bienestar de otros. (Dichos fines pueden parecer realizables en esta
vida, o puede que sólo lo fueran si ésta se prolongara en otra, en un “más allá”,
el cual aparece como “esperanza”; pero esto no cambia lo esencial del asunto.)
En suma, el sentido de la existencia individual sólo se revela en la relación
con los otros, con el grupo, al cual pertenece y al que debe retornar tanto
emocional como prácticamente. La felicidad es el estado de “perfección
existencial” alcanzado por el individuo que libremente decide vivir para el colectivo
sin el cual su vida carece de marcos de referencia y, por tanto, de propósito.
>>Keywords: Individuación, Fases del desarrollo psíquico, Integración social, antagonismo social, Libertad, Eticidad, Felicidad.
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