Inicio con esta publicación una serie de adelantos del que será mi próximo libro, en el que abordo el estudio de las estructuras, procesos y funciones del “mundo”, entendido como concepto filosófico, desde la perspectiva teórica del “ideomaterialismo".
TOPOLOGÍA DEL MUNDO
Naturaleza, antroposistemas y racionalidad
D. D. Puche
Publicado en 3/6/21 | © 2021
MUNDO, SENTIDO Y DESARRAIGO
El desarraigo como pérdida del sentido
El ser humano necesita darle un propósito a su vida, imprimirle la sensación, verdadera o falsa, de que se mueve “hacia alguna parte”. Cuando está atrapado en un círculo que no apunta a nada fuera de sí, ya sea la simple reproducción de unas penosas condiciones de vida a través del trabajo o la servidumbre, ya sea el mero goce hedonista de quien no tiene que preocuparse nunca de aquéllas, experimenta un vacío que puede llegar a ser paralizador. Naturalmente, la inmensa mayoría de los seres humanos preferiría la opción del goce a la de la penalidad, pero eso no quita que la parálisis de aquélla pueda llegar a ser funcionalmente tan grave como la de ésta. Ese vacío afecta a todos por igual, nadie escapa a las enfermedades del alma que llega a ocasionar.
La vida exige un sentido, una orientación. Ciertamente, la ausencia de fines produce toda clase de males psicosociales, que pueden ir desde la depresión y un amplio espectro de trastornos mentales hasta determinadas formas de criminalidad o de conflicto social. Es imprescindible tener un proyecto de vida individual que, además, se inscriba en un marco colectivo. De lo contrario, la vida se experimenta como fracaso, como algo irrealizado, incompleto. La desorientación ‒primero se constata la particular, y sólo después la general‒ se agrava, y con ella, se da un progresivo socavamiento de los propios fundamentos sociales, que puede llegar a tener efectos muy destructivos. Eso es a lo que me he referido en otro lugar[1] como “desarraigo”, un concepto afín al del nihilismo de Nietzsche, el absurdo de Camus o la anomia de Durkheim, si bien con acentos específicos.
El desarraigo describe, concretamente, la fractura entre el ámbito material (objetivo) y el simbólico (subjetivo) de una cultura, esto es, entre sus manifestaciones prácticas y la autocomprensión de las mismas. Cuando ‒como ocurre en sociedades muy complejas y altamente tecnificadas‒ el desarrollo del ámbito material (económico-tecnológico) se acelera a gran ritmo, llega un momento en que el ámbito simbólico (valores, creencias, tradiciones, etc.) no es capaz de readaptarse a esos cambios, de ser coherente con ellos, y se produce un decalaje entre ambos; una fragmentación de su ‒siempre inestable‒ unidad previa que tiene traducción tanto en las conductas individuales como en los movimientos colectivos. Esa ruptura entre la “exterioridad” y la “interioridad” de una cultura lleva a una crisis de identidad de la misma; de hecho, sólo entonces aparece la cuestión de la identidad, que antes ni siquiera existía como tal, y lo hace como problema, puesto que dicha identidad es se percibe como algo perdido que, consecuentemente, hay que recuperar, cuando en realidad es (siempre) algo que está por producir[2]. Y así, el sentido, el “hacia dónde vamos”, se vuelve cada vez más incierto; la vida se torna progresivamente impredecible e inhóspita. Aunque primero se constate la desorientación particular, y luego la general (porque la “culpa” la tienen siempre, cómo no, los individuos), lo cierto es que esta última precede a aquélla; es por ese desajuste colectivo por lo que, finalmente, tampoco el individuo sabe “hacia dónde va”, dado que esas coordenadas socioculturales se han tornado borrosas[3]. Lo que antes fue vinculante deja de serlo; los lazos de pertenencia se deterioran y llegan a romperse; donde había un “nosotros” ya sólo queda un “yo” (o, en todo caso, un “nosotros” mucho más reducido). El presentimiento de una vaga pero persistente amenaza crece por doquier, y con él, la tribalización de los nuevos colectivos que buscan su propia salvación. Éstos son rasgos propios de la zozobra de un mundo, como le ocurre al nuestro, este mundo hipertecnificado, interconectado y multicultural[4]. Un mundo que no sabe hacia dónde va. O peor aún: que no sabe hacia dónde quiere ir.
La necesidad de un mundo
El sentido, para darse, requiere precisamente eso, un mundo, y uno, además, suficientemente estable. El desarraigo, la pérdida del sentido, es de hecho la desestabilización histórica de un mundo. “Mundo” está empleado aquí, por supuesto, como concepto estrictamente filosófico; no hace referencia al planeta Tierra, ni mucho menos al cosmos en general, sino a la esfera de la existencia humana entendida como totalidad sistemática, que incluye tanto su base material como sus elementos simbólicos. El mundo es, así pues, la articulación de lo objetivo y lo subjetivo ‒ya sea funcional o disfuncional‒. Como tal, quizá sea el concepto filosófico fundamental, que, como habremos de ver, permite superar la oposición abstracta de los paradigmas teóricos realista e idealista (en cualesquiera de sus modalidades actuales) desde el enfoque que llamo “ideomaterialismo”[5]. Entendido de esta manera, el mundo no es, desde luego, una cosa, un objeto más, sino el horizonte dentro del cual las cosas aparecen dotadas de una determinada significación para el ser humano (es la condición de su comprensibilidad); algo que no ocurre fuera de tal horizonte, esto es, sobre la realidad pura y desnuda. Puede decirse, entonces, que el mundo es coextensivo con el sentido, y que lo que amenaza a uno amenaza igualmente al otro.
El sentido depende de lo estable y duradera que sea la relación entre lo material (objetivo, “exterior”) y lo simbólico (subjetivo, “interior”); el desencaje de ambos produce la fluctuación de aquél, y llegado cierto momento, el desarraigo. Para que esto no ocurra, ha de lograrse una suficiente coherencia interna, un equilibrio funcional del todo, del que participan sus partes. Como tal horizonte del sentido, es decir, de la comprensión humana y de una orientación práctica hacia fines, el mundo es un concepto, como decía, propiamente filosófico ‒por más que no siempre haya sido expresa o correctamente tratado, o que haya sido confundido con otros (naturaleza, Dios, conciencia, ser, lenguaje, etc.)‒. En la confrontación con él se diferencia la filosofía de la ciencia, de la religión y del arte, con las que sin embargo guarda una estrecha relación. La ciencia no se ocupa del mundo, sino de la realidad, o sea, de lo objetivo (material) en cuanto tal; éste es el territorio de la verdad, de aquello que puede ser sometido a prueba mediante procedimientos formales y/o empíricos. La religión y el arte, en cambio, se ocupan exclusivamente de lo subjetivo como vivencia, de lo puramente simbólico, ya sea desde el punto de vista del bien (planteado como exigencia absoluta) o de la belleza. Ambos manifiestan, ya sea recurriendo a lo suprasensible o a lo sensible, respectivamente, la interioridad humana; afloran exigencias que lo objetivo nunca termina de satisfacer.
Pues bien, la filosofía representa un quartum quid entre la ciencia, la religión y el arte; su territorio no es el de la verdad, el del bien o el de la belleza, aunque guarda una conexión con todos ellos a la vez y es necesaria para lograr su síntesis; su tarea es precisamente ofrecer una mediación de los mismos para contribuir a su unidad, ese equilibrio estructural del que depende que haya un sentido integrado en un mundo, como mundo.
Naturalmente, antes de la filosofía ya había mundo ‒sería absurdo decir que aparece con ella‒. De hecho, la filosofía nace cuando éste entra en crisis, cuando dicha unidad flaquea debido a que el ámbito simbólico comienza a ser duramente cuestionado a raíz de cambios en las condiciones materiales de vida y en la organización social[6]. La filosofía pretende reconstruir esa unidad precisamente cuando ésta se pierde (y, consecuentemente, cuando aparece como problema); aspira a proporcionar nuevos fines (racionales) cuando los anteriores (tradicionales) dejan de estar vigentes. Porque el “objeto” de la filosofía no es tanto el mundo como el ocaso de mundo, la constatación de que la experiencia intersubjetiva que éste sostenía está empezando a fallar. La pregunta por el mundo ‒que es el necesario recorrido teórico de la pregunta por el sentido‒ sólo surge cuando los fundamentos de éste dejan de estar presupuestos, de ser algo que podríamos llamar “inconsciente”; únicamente entonces se hacen visibles como algo relevante. Podemos hablar de ellos, pensarlos, discutirlos, simplemente porque están fallando. La filosofía no existiría en un mundo en el que el sentido de la existencia fuera aceptado de forma más o menos plena; en el que no hubiera un distanciamiento, un chorismós, entre lo objetivo y lo subjetivo. No hay filosofía porque haya mundo, sino porque hay crisis de mundo.
La filosofía se ocupa de una unidad fallida que ya no puede ser presupuesta, sino que debe ser (re)construida mediante una transformación de lo simbólico (subjetivo) que plantea, además, las transformaciones que tendrían que ser realizadas en lo material (objetivo). Es una forma de teoría distinta de la ciencia, la cual se atiene a lo que las cosas son; que describe la realidad, sin partir del imperativo racional de modificarla en alguna dirección. La pregunta por el sentido, que asume la filosofía, es la pregunta por la dirección de las transformaciones que debemos llevar a cabo, que constatamos como exigencias de la razón[7]. La ciencia, mientras tanto, pone la verdad por encima del sentido, y no podría hacerlo de otra forma, pero con ello siembra la semilla del desarraigo, del “desencantamiento” del mundo del que hablaba Weber; diluye así los vínculos simbólicos que lo entretejían antes, acaba con aquella “inocencia” primigenia. Reduce lo simbólico a lo material para explicarlo, lo cual lo anula. Ese mundo “inocente”, entiéndase, podía ser terrible, mortífero e injusto ‒y, en general, fue así‒, pero era coherente y creía en sí mismo. Debido a la ciencia eso cambia, y lo hace a mejor, sin duda; ésta conduce a un mundo más ordenado y cómodo. Sin embargo, Pero esto trae otro tipo de problemas consigo. La ciencia ha jugado su papel, pero la filosofía también debe jugar el suyo, una vez que el orden tradicional se ha visto gravemente erosionado por los cambios.
Por otro lado, la religión y el arte (que desde la Modernidad han seguido caminos muy distintos, pero genéticamente poseen lazos estrechísimos) ponen el sentido por encima de la verdad. No sólo la religión y el arte en el sentido más literal, sino también toda creencia o estética seculares que hoy ocupen su lugar. Y, si la ciencia contribuye al desarraigo ‒muy especialmente a partir de la industrialización‒, la hipertrofia de lo simbólico, la exacerbación de lo subjetivo, conduce al fundamentalismo. Ambos extremos, el de la verdad y el del sentido, tomados en abstracto, “descentran” el mundo.
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Ahí entra en juego la filosofía, que busca el equilibrio entre la verdad y el sentido, y con él, restaurar la armonía rota de un mundo, el desencaje entre lo objetivo (material) y lo subjetivo (simbólico). Sólo eso permite alumbrar nuevos fines capaces de resultar vinculantes, algo, como veíamos, imprescindible para vivir[8]. Pues el sentido se deteriora tanto cuando es eclipsado por la verdad como cuando se impone ciegamente a ésta; es su paradójico destino. Su atrofia lleva a la “pobreza de mundo”, crea seres humanos existencialmente indigentes, sin hogar. Pero su hipertrofia, cuando pretende imponerse a la verdad, anulando o pervirtiendo la racionalidad, lleva al desvarío, a una embriaguez psicosocial cuyos efectos terminan siendo devastadores. En otras épocas (como, p. ej., hizo la Ilustración), la filosofía tuvo que compensar el exceso de lo simbólico reclamando la verdad como el factor de equilibrio; hoy, al contrario, el desarraigo ‒la situación dominante‒ obliga a restituir el sentido, la pérdida de lo simbólico. Pero esto ha de hacerse por mediación de lo racional, precisamente para evitar una reacción irracional y destructiva contra esa pobreza de mundo. Que es, de hecho, lo que está ocurriendo: la reacción religiosa fanática, o nacionalista, o identitaria y tribal, que se alza en el actual mundo, caracterizado por la globalización económica, la sociedad de la información y la cultura de masas. O sea, el mundo de la homogeneización total. El de la histeria y la paranoia colectivas que se propagan por los mass media y las redes sociales y estrangulan cada vez más la política, rehén de la inmediatez mediática, los estudios de mercado como ideología y la demagogia más absoluta (evolucionada a la forma de la “posverdad”). Así es como emergen las nuevas formas de populismo y de autoritarismo, así como los movimientos consagrados a las cazas de brujas, los linchamientos públicos, el negacionismo científico, y demás factores que hacen parecer a esta época un collage de lo peor de otras que dábamos por pasadas.
La filosofía debe, por tanto, contribuir a la restitución de un mundo, de un horizonte de sentido estable. El sentido no lo puede crear ella, por supuesto, pero sí que puede ayudar a darle forma y consolidarlo. La filosofía apuntala un mundo.
Antroposistemas y naturaleza
Demasiado fácilmente podría confundirse este concepto de “mundo”, propio de la filosofía, con el de “cultura”, del que se ocupan varias disciplinas[9]. El concepto de mundo es más amplio, y abarca como una parte de sí al concepto de cultura, entendiendo éste en su sentido antropológico; es decir, como el conjunto de producciones objetivas, simbólicas e intelectuales, así como las formas de conducta dependientes de ellas, que caracterizan a un determinado colectivo humano. Para circunscribirme a este sentido y evitar toda confusión con otras acepciones del término (a saber, como sinónimo de formación libresca, o de “altas” producciones intelectuales o estéticas, o de un determinado subgrupo social con una identidad o una estética diferenciables del resto, etc.), me referiré a él, en lo sucesivo, como “antroposistema”. Pues bien, como decía, es importante no reducir el concepto de mundo al de cultura; esto sólo genera ambigüedades y errores teóricos ‒que pueden llegar a tener consecuencias prácticas importantes‒, y ello tanto por la plurivocidad del propio concepto de cultura como por la frecuente tendencia a escudarse tras ésta para negar otras realidades pre-culturales o supra-culturales que no dejan de ser partes constituyentes e insoslayables del ser humano. Así lo hace la postura actualmente hegemónica en el marco de las ciencias sociales y humanas, a la que denomino “culturalismo”[10].
El mundo abarca tanto lo antroposistémico como la naturaleza humana, que pervive en nuestra cambiante diversidad sociohistórica. Esto no quiere decir, por supuesto, que nuestra conducta esté determinada por la simple y cruda biología ‒los genes, los instintos, etc.‒, como teme el culturalismo (que ha hecho de este tema un anatema, condenando al ostracismo intelectual a cualquiera que ose tocarlo en los citados círculos de las humanidades y las ciencias sociales). Afirmar esto sería ridículo; pero negar que la conducta humana tenga algún tipo de relación con su base orgánica hereditaria es una forma de pensamiento ilusorio, casi se diría que mágico. No es más que la negación de una realidad que incomoda, y ello por motivos claramente políticos. Pero ésta es una actitud intelectualmente deshonesta[11]. Lo que ocurre es que la naturaleza interviene en nuestra conducta individual ‒y así, finalmente, también en la colectiva‒ después de una serie de transformaciones que son ya antroposistémicas, lo cual lleva al error de pensar que su propio origen es ya “cultural”; sin embargo, esos efectos de nuestra naturaleza no son producidos por el (por cada) antroposistema, sino que son en gran medida independientes de éste. Constituyen un “sustrato humano” que sostiene e inclina nuestra existencia en una determinada dirección, con anterioridad al antroposistema, o mejor dicho, en cohabitación con él. La dificultad de reparar en él y de comprenderlo adecuadamente radica en que se trata de un sustrato material (orgánico) que carece de una forma (modo de resolución) propia, pues ésta ha de serle dada por lo cultural, adquirido. Pura materialidad sin forma, algo que, por tanto, nunca se presenta “en sí mismo”. ¿Puede existir algo así? Que puede hacerlo, que se trata de una realidad estrictamente material, y los efectos que tiene sobre nuestra existencia ‒con relación a la cuestión de sus fines‒, es algo que ya mostré en la obra antes citada, y que en ésta pretendo desarrollar. Lo antroposistémico, de hecho, lejos de ser la fuente de toda conducta humana, es más bien una modulación de la naturaleza, o para ser más exactos, una función de la naturaleza[12] que depende de una base material (tanto biológica como ecológica) brindada por ésta. La naturaleza en nosotros se presenta como una cierta “ausencia”, que sin embargo es operante, tiene efectos; pero esa ausencia es en realidad un modo extremadamente mediado de materialidad (ésta le confiere su realidad), hasta el punto de que perdemos de vista su génesis. Aun así, ésta es rastreable. El contenido último, el fondo de lo que somos, es natural, por más que la forma sea cultural; pretender que la cultura es tanto nuestra forma como nuestro contenido (y que, por tanto, las relaciones sociopolíticas, en sus variaciones históricas, “construyen” al ser humano en su integridad, al margen de algo “anterior” a ellas) es la falacia autorreferencial que comete el culturalismo, en cualquiera de sus variantes discursivas. Y de un mal diagnóstico de los problemas nunca se ha derivado su solución satisfactoria.
Entre lo meramente biológico y lo cultural hay un estrato, una “naturaleza” que es post-biológica y pre-cultural; un estrato intermedio que es simbólico. El largo proceso de la antropogénesis, la lenta emergencia de lo antroposistémico a lo largo de millones de años de retroalimentación de conductas adaptativas progresivamente guiadas por la inteligencia (que marcó el tránsito de lo bio-ecológico a lo tecno-económico), fue creando este imborrable espesor analógico, preconceptual, que es el trasfondo de la comprensión humana, y con ella, del sentido; nos proporciona una primera y fundamental orientación existencial. Tal simbolismo primordial (“natural”) es la base de todo posterior simbolismo específicamente antroposistémico (“artificial”, “convencional”). Como tal, es algo “ausente” ‒su forma nunca le es propia, sino únicamente el impulso, el contenido que ésta moldea‒, pero que “retorna” en toda configuración cultural, a la que le plantea sus exigencias. Éstas son la matriz de los fines culturales, a los que sostienen y delimitan. Por ello, la naturaleza ha de estar adecuadamente integrada en el mundo ‒que, insisto, no es sólo lo antroposistémico‒; de lo contrario, tiene lugar la atrofia (el olvido, “desarraigo”) o la hipertrofia (la reacción contra éste, “fundamentalismo”) de lo simbólico, y con éste, la del sentido, con fatales consecuencias psicosociales; de ahí la necesidad de recentrar el mundo cuando pierde este equilibrio. Ahora bien, dada esa “ausencia” constitutiva de la naturaleza humana ‒sin la cual, no obstante, lo cultural carece de sostén y rumbo, de carácter vinculante‒, ésta es un concepto que hay que construir teóricamente para poder intervenir en el recentramiento del mundo; un concepto ucrónico, atemporal, que no se corresponde con ninguna referencia empírica que un biólogo o un antropólogo pudieran aportar ‒y sin embargo, ha de poder ser conectado con éstas para demostrar su correcta construcción‒. Para exponerlo hacen falta modelos, y en cuanto a éstos, confrontar a los clásicos (de Platón a la teología cristiana, de Hobbes a Rousseau, de Nietzsche a Heidegger) nos será de gran utilidad.
Antroposistemas y racionalidad
Restituir el sentido, la tarea de la filosofía, pasa por restituir el mundo, el hogar en que habitar, el oíkos[13]. Una filosofía que no quiera ser puro esteticismo, erudición humanística o mera epistemología de las ciencias naturales y sociales, ha de encaminarse de nuevo hacia la sabiduría; hay que rehabilitar una forma de conocimiento híbrida entre el saber que nos proporcionan las ciencias y el afán vital que acompañó a la disciplina en sus orígenes ‒la fundación de un nuevo modo de vida basado en un nuevo modo de pensar, de vertebrar el individuo (psyché), el colectivo (pólis) y la naturaleza (phýsis)‒. En realidad, considero que esto es lo que ha hecho siempre la denostada metafísica, pero no voy a entrar por ahora en esta cuestión tan “inactual”. Lo relevante ahora es que no puede haber mundo sin referencia a la naturaleza; el mundo la “abarca”, es lo “meta-físico” en que mora el ser humano, un animal que trasciende sus condiciones materiales de existencia. El mundo es, en gran medida, naturaleza simbolizada, como venía diciendo; esto no se puede ignorar. La articulación de lo material y lo simbólico, de lo objetivo y lo subjetivo.
Pero, además de lo objetivo y lo subjetivo, un análisis del concepto de mundo no puede olvidarse de lo ideal, del ámbito de la racionalidad, que antes sólo he mencionado de pasada. Una racionalidad que se eleva por encima de la inteligencia (que es una capacidad adaptativa, de medios) hasta una universalidad capaz de fijar fines más allá de toda particularidad inicial. Lo material del mundo, así, no sólo se trasciende en una dirección ‒la de la naturaleza‒, sino que surge otra de la que ‒una vez más‒ la filosofía también debe hacerse cargo; esta conjugación de lo objetivo, lo subjetivo y lo ideal, ni la ciencia ni la religión (ni mucho menos el arte, claro) podrían llevarla a cabo, pues están atadas esencialmente a una de esas dos direcciones, y en esa medida, además, la una es la negación de la otra. Pero la filosofía es su mediación, que sólo gracias a lo ideal puede tener lugar. El lógos, en su sentido fundamental, entra aquí en juego como un factor imprescindible a la hora de dar una orientación universalista a nuestros fines. A la explicación de los antroposistemas y la comprensión de lo simbólico hay que sumarles los imperativos de lo racional, de lo ideal puro, como un componente más del mundo, sin el cual éste nunca hallará su necesario equilibrio. Hay que fundamentar nuestra realidad sociocultural en ese “siempre-pasado” que es la naturaleza humana, lo simbólico primordial; pero también hay que encaminarla hacia este “siempre-futuro” que es lo racional, lo universal que rebasa toda particularidad. En este ámbito, la filosofía sí puede decir que está en su territorio propio, en su casa, y no mediando en otros ajenos. La filosofía reina en el ámbito de lo ideal[14].
[1] Cf. PUCHE, D. D.; Vivir en el desarraigo, Madrid: Grimald, 2020.
[2] La aceleración tecnológica producida con cada una de las revoluciones industriales, por ejemplo, ha sacudido las estructuras sociales, afectando a todo el orden dado; junto con el trabajo, ha alterado los modos de vida, las tradiciones, las creencias, las formas instituidas de familia, etc. Y ello, a su vez, ha causado una enorme conmoción psíquica en los individuos, al eliminar de un plumazo todo un horizonte de expectativas a partir de las cuales se proyectaba la vida; sólo muy lentamente van apareciendo otras nuevas que las sustituyen (pero a un ritmo menor que los propios cambios socioeconómicos, con lo que ese desajuste va incrementándose). Llega un momento en que no se sabe cómo vivir; por eso se busca un refugio en nuevas formas de identidad y de sentido que reemplacen a las viejas. Nunca se entenderían los nacionalismos, mismamente, fuera de este contexto de desaparición súbita de los valores propios de una sociedad estamental y agraria; antes de eso, no existía la “nación” ni los sentimientos a ella asociados (“patriotismo”, etc.), que vinieron a llenar ese vacío proyectándose hacia el pasado para legitimarse.
[3] Lo subjetivo, esa “interioridad”, así como lo objetivo, “exterior”, hace referencia a un determinado tópos ontológico, no a un rasgo “mental”; así pues, no importa que hablemos de lo individual (psíquico) o de lo colectivo (social), pues podemos entender ambos tanto subjetiva como objetivamente. Volveré a esto más adelante.
[4] La sociedad hiperconectada y global está, sin embargo, cada vez más atomizada y neurótica; los crecientes sentimientos de ofensa y victimismo por todo son el envés de unos movimientos identitarios artificiosos y volubles, que cohesionan grupos de forma meramente coyuntural al precio de enfrentarlos a otros. Si, además, esto se alienta debido al clickbait y por el uso de medios y redes de la controversia como modo de generar adicción, tenemos el perfecto círculo vicioso.
[5] Este libro no es todavía la explicación (más que de pasada) de ese enfoque teórico en cuanto tal. Aquí lo desarrollo más que en Vivir en el desarraigo, porque hay cuestiones de esa obra que me parecía más urgentes y necesario aclarar; no obstante, la fundamentación de este enfoque, basado en una ontología monista asimétrica, será objeto de una obra posterior. Así pues, lo que hago de momento es “usarlo”, no “exponerlo”.
[6] El “paso del mito al lógos” que se inicia en Grecia en el siglo VI a. C. no puede entenderse al margen del contacto con otras culturas debido a las migraciones y el comercio, que llevaron a los griegos a replantearse su marco tradicional de creencias, ni tampoco de las nuevas instituciones políticas (con una basculación crucial en el reparto del poder) que les hicieron cuestionarse el nómos en el siglo V a. C. Todo ello dio lugar a una mentalidad totalmente nueva.
[7] El filósofo ‒el grande, al menos‒ siempre tiene algo de profeta; el profeta de un mundo que está por crear, el de un dios desconocido que sólo se manifiesta en (como) la actividad humana. Para ello construye idealmente ‒ahora iremos a eso‒ nuevos modelos de existencia que serían racionalmente preferibles. Por mucho que se quiera centrar “en las cosas mismas”, el filósofo siempre debe valorar (precisamente lo que el científico debe intentar evitar), pero siempre desde un punto de vista universalista. Todo lo anterior conlleva proponer cambios materiales, por supuesto, pero éstos deben ir acompañados del despertar de una nueva sensibilidad, una nueva forma de pensar, sin la cual serían imposibles.
[8] Debe proyectar un mundo no sólo ética, sino también estéticamente satisfactorio. Un mundo que no satisfaga únicamente a la razón, sino, además, a nuestra naturaleza, como ahora pasaremos a ver. Diversos proyectos utópicos ‒como, p. ej., la Unión Soviética‒ han fracasado en gran medida por no atenerse a esto.
[9] Dispersión causante de que, al menos en ciertos campos, “cultura” haya llegado a significar casi cualquier cosa. Hoy en día todo es “cultura” (la industria del ocio y el entretenimiento, por ejemplo, no deja de acaparar el término), y a todo se le pone arbitrariamente el adjetivo “cultural”, o se habla de “cultura de” hasta rayar en el ridículo. Suelen ser expresiones huecas que demuestran que se ignora en qué consisten realmente esos fenómenos; se cree que reduciéndolos a “cultura” ya se los ha explicado, excusándose implícitamente en que “todo lo cultural es relativo, así que mi explicación es tan válida como cualquier otra”.
[10] En el que podríamos contar la inmensa mayoría de los estudios culturales (y entre ellos, la totalidad de los de género), el grueso de la filosofía “posmodernista” (Foucault, Derrida, Vattimo, etc.), la mayoría de las nuevas escuelas antropológicas y sociológicas, toda la actual pedagogía, y en general, la gran mayoría del corpus discursivo sostenido académica e institucionalmente, que a su vez da justificación teórica a la mayoría de los “activismos” actuales.
[11] Consistente en comprender al ser humano como un “alma incorpórea” que tiene que ser libre ‒y esto no es más que una petición de principio‒ porque, de lo contrario, las consecuencias que resultarían de ello invalidarían o debilitarían seriamente la postura política al servicio del cual está la teoría ‒que, por tanto, no tiene nada de “científico”‒. Esta forma “inmaterial” de entender al ser humano (en el sentido secular que se le quiera dar: como pura conciencia pensante, como identidad autopercibida a través de sentimientos, etc.) no es más que una forma de teología laica, de hecho.
[12] Sobre esta noción de “función”, vid. CASSIRER, E.; Substanzbegriff und Funktionsbegriff. Untersuchungen über die Grundfragen der Erkenntniskritik, Berlín: Verlag von Bruno Cassirer, 1910.
[13] Nótese que de este término griego (“casa, hogar”) provienen tanto el término ecología (el “saber sobre el hogar”) como economía (las “normas del hogar”). Intentaré vincular ambas nociones, a través de esa semántica común, en lo sucesivo.
[14] Puede parecer muy pretencioso decir esto. ¿Es que los demás “no piensan”, como decía Heidegger de la ciencia? Pero es que esta afirmación tiene un significado muy preciso, que habrá que ver detenidamente. En cualquier caso, la filosofía es, desde sus orígenes, la cartografía de ese espacio ideal; ciertamente, no te concede el permiso de entrada, pero sí te brinda el mapa en el que todos los que te han precedido dejaron sus anotaciones sobre rutas, hallazgos relevantes, caminos sin salida, etc. Querer empezar de cero ese camino es propio de gente que ignora las complejidades en las que se adentra.