EL CORONAVIRUS Y LA SOCIEDAD HISTÉRICA

A propósito del pánico que está generando el COVID-19, nos preguntamos si el miedo es lo único que puede ya unir a una sociedad global carente de proyectos colectivos.

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El coronavirus y la sociedad histérica | Caminos del lógos. Filosofía contemporánea.


EL CORONAVIRUS Y LA SOCIEDAD HISTÉRICA

Sobre el miedo como cohesionador social


© 2020 D. D. Puche  


Las transformaciones históricas que, a lo largo de la modernidad, fueron disolviendo las anteriores comunidades en una sociedad, produjeron unos efectos psicosociales probablemente irreversibles y en ciertos aspectos muy dañinos. Naturalmente, éstos son la contrapartida de otros sumamente beneficiosos, como la creación del Estado de Derecho, con una isonomía supraétnica, y más tarde el Estado de Bienestar; o un desarrollo tecnocientífico imposible en aquel marco sociocultural, político y económico en el que los descubrimientos de investigadores solitarios ‒que trabajaban sin apenas apoyos institucionales ni económicos‒ no tenían cauces de aplicación tecnológica a gran escala. Podríamos hablar de muchas otras ganancias irrenunciables, inseparables de las anteriores (escuelas públicas, redes de transporte y comercio eficientes, legislaciones laborales, etc.); no es mi propósito describir de forma romántica y reaccionaria la sociedad moderna. Pero sí lo es subrayar una serie de aspectos negativos cuyas consecuencias todavía pagamos, de forma muy elocuente, con crisis de pánico colectivo como la del coronavirus, que más que una emergencia médica es el espejo en el que se ve reflejada la sociedad tardomoderna.

Aquellas transformaciones, impulsadas por el capitalismo y una incipiente globalización hoy ya consumada, rompieron los lazos tradicionales que mantenían unido el cuerpo social, explicitando su estructura material, fundamentalmente económica; donde antes había una mayor unidad, con un carácter orgánico (basado en la pertenencia étnica, lingüística, religiosa, o simplemente en la proximidad geográfica), pasaron a coexistir distintos colectivos con intereses divergentes. El Estado es la forma de organización de ese nuevo entramado que no se circunscribe a los “pueblos” o “naciones” previos, encerrados en unos estrechos límites que los hubieran mantenido para siempre estancados en un mundo premoderno y absolutista (pues casi todo lo que se evoca hoy como “libertades” y “derechos” del pasado resultaría hoy insufriblemente feudal, comparado con los vigentes marcos jurídico-políticos irónicamente denostados). Así, el Estado se define formalmente en relación a unos límites territoriales y una unidad administrativa que constituyen una ciudadanía ‒¡no un “pueblo”!‒ con los mismos derechos y obligaciones, con independencia de su procedencia o grupo de adscripción particulares. Este nuevo espacio jurídico-político conduce a una gran homogenización sociocultural, y no sólo dentro de cada país, sino también entre ellos, ya que el mercado que los une ‒a modo de “sistema circulatorio”‒ trasciende a los distintos Estados (ya de por sí supracomunidades) y va dando forma a una especie de supraestado global en el que países ‒y hasta continentes enteros‒ con niveles tecnoeconómicos similares acusan una marcada convergencia cultural. El mundo, en suma, es cada vez más pequeño y más parecido. Así que se puede hablar de un “cosmopolitismo” que se extiende incluso entre amplias capas sociales de los países subdesarrollados, vinculándolos cada vez más estrechamente a los desarrollados.

No obstante, es obvio que el pasado perdura y sigue habiendo idiosincrasias locales, si bien son cada vez menores y están más diluidas. Pero esas idiosincrasias tienden a producir reacciones identitarias, guiadas por la nostalgia de un pasado que se ve como mejor que el presente. De hecho, allí donde las expectativas de futuro son peores que la percepción del presente, se quiere huir hacia el pasado, lo cual no deja de ser una ilusión. Esas reacciones identitarias ‒en las que, por otro lado, fácilmente se detectan estrategias de competencia por el poder de ciertos grupos que parten de condiciones de inferioridad‒pueden ser políticas (nacionalismos) o religiosas (fundamentalismos), y en cualquier caso, se constata que una buena situación económica tiende a silenciarlas o suavizarlas, mientras que la mala marcha de la economía ‒precisamente la que crea esas malas expectativas de futuro‒ las aviva y puede llevarlas al triunfo (que, por cierto, jamás cumple sus promesas de regreso al pasado soñado). Aspiran a una identidad y una armonía social que buscan en el regreso a formas de organización consideradas “naturales” frente a la “artificialidad” del presente, o sea, en el regreso de la sociedad moderna a la comunidad premoderna ‒ya de por sí muy idealizada‒; un paso atrás que no sólo no es posible dar, sino que va unido a la pérdida de todo lo bueno que el mundo moderno ofrece, sin que se recupere nada de lo que se perdió junto al mundo premoderno

En este vídeo desarrollamos el asunto del artículo. Échale un vistazo.


Si nos preguntamos qué une hoy en día, más que ninguna otra cosa, a las sociedades modernas, supracomunitarias, una respuesta obvia sería los intereses comunes: un orden de seguridad y paz que dé cabida al mayor bienestar material que sea posible y a las mayores libertades individuales compatibles con ese bienestar. Ahora bien, cuando esos intereses comunes se rompen, como empezó a pasar en el mundo desarrollado, de forma explícita, con la crisis de 2008 (porque cuando no hay recursos materiales para todos, las obligaciones empiezan a aumentar y las libertades a reducirse, y los diferentes colectivos entran en conflicto entre sí), las tensiones internas van desgarrando ese tejido social tan frágil. Éste ya no posee los elementos cohesionadores de la sociedad tradicional, esos fundamentos sólidos que la hacían mucho más resistente ‒aunque también fuera mucho más injusta e incómoda‒ a los embates de la historia. Entre ellos, la familia y la religión, que hoy padecen una tremenda merma en su capacidad de crear vínculos (aunque siguen siendo relevantes, no cabe duda).

Así pues, ¿qué es capaz de vertebrar hoy la sociedad? ¿Cuál es el “pegamento” que la sigue manteniendo unidad incluso cuando lo demás falla? Y la respuesta no es otra que el miedo. Éste despierta nuestros instintos, adormilados bajo gruesas capas de condicionamientos milenarios y reactiva nuestra conducta más primitiva, tribal; es cierto que lo hace siempre bajo investiduras que a su vez son culturales, pero su base no deja de ser biológica (por más que todo el irracionalismo posmoderno se empeñe en negar que lo biológico nos determine en grado alguno). Nada es mejor para producir la sensación de pertenencia a un colectivo que la percepción (verdadera o falsa) de una amenaza, ya sea externa o interna, macro o microscópica. El pánico, más contagioso que cualquier virus, hace que siglos de educación fracasen en cuestión de semanas o meses; moviliza comportamientos preilustrados que creíamos más que superados ‒pero en el ser humano nada del pasado está superado‒. Hasta los mercados, que la teología económico-política dominante cree la encarnación de la racionalidad colectiva, se revelan tan irracionales como en realidad son. Lo que suelen ser no es racionales, sino predecibles: y cuando pierden hasta eso y ya no se puede anticipar el riesgo, se produce el caos, con devastadoras consecuencias.



El arte político ha sabido siempre del poder cohesionador del miedo, de su capacidad para sujetar a las multitudes; basta con leer los textos clásicos para verlo descrito a la perfección. Hoy en día, la “doctrina del shock” lo ha elevado a niveles de ingeniería social, de verdadera industria del miedo, que encuentra su apoyo en los mass media y las redes sociales. No obstante, no hemos de conceder a la paranoia conspirativa, a las agendas secretas, a una inteligencia superior, lo que a menudo es simplemente el resultado de la ignorancia o la estupidez. Que, en el caso del COVID-19, se trata de esto, lo demuestra el hecho de que nadie gana con el caos económico que pueden generar el pánico a un virus que paraliza las importaciones, el turismo, la salida al mercado de nuevas tecnologías anunciadas, etc. Ni siquiera crear un estado de excepción para justificar determinadas políticas (restricciones migratorias, emisiones de CO2, etc.) explicaría algo así, en términos de teoría de juegos. El pánico al coronavirus parece espontáneo, y si alguien sale ganando con él, desde luego no es ningún bloque geoestratégico; a lo sumo, los medios de comunicación, que ya sólo viven del clickbait y están obteniendo cuantiosos ingresos publicitarios con los clics y el seguimiento masivo de las noticias acerca de la nueva plaga del siglo XXI, tan devastadora como cualquier campaña de la gripe común, por no decir que bastante menos, de momento.

La cuestión de fondo aquí es ésa, la del miedo como lo único capaz de unir un mundo globalizado sin proyectos comunes. El último, tal vez, fue el de la Unión Soviética, y después no ha habido más empresas políticas de esa envergadura: tan sólo el mercado, es decir, pura inercia y nihilismo. La crisis del coronavirus no ha detonado el pánico social, simplemente le ha dado otra oportunidad de manifestarse; ha sido el disparador en esta última ocasión. Porque cada vez hay más sobrerreacciones histéricas ante cualquier coyuntura que se presente en un mundo que no sabe hacia dónde va ni lo que aspira a ser (salvo que hablemos de satisfacciones hedónicas a corto plazo). Una sociedad que no es más que un agregado de individuos, aislados entre sí por el progreso, que son el pasto ideal para reacciones propias de un rebaño aterrado que entra en estampida cada vez que ve a alguien correr. Parece que sólo entonces nos sintamos unidos en algo, en el miedo. Únicamente entonces corremos en la misma dirección. No, no es el coronavirus. Somos nosotros, asustados de nuestro propio mundo, vaciado de todo sentido.


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