TIEMPO Y REDENCIÓN

Estas festividades navideñas y el fin de año nos devuelven a un momento ucrónico, fuera de la linealidad del resto del año, que es psíquicamente necesario para soportar el peso de la vida.
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Tiempo y redención

Sobre las fiestas y el reinicio del tiempo


Por D. D. Puche
@HellstownPost


Es cosa de nuestra naturaleza que los factores racionales nunca nos proporcionarán, en términos subjetivos, el mismo sentido ‒u orientación vital‒ que los emocionales, ligados a redes mítico-simbólico-rituales. Hay una satisfacción profunda que lo racional, con su carácter utilitario, nunca alcanza a darnos, y que queda reservada a lo emocional; se trata de una satisfacción que Freud consideraría libidinal, o sea, sexualidad sublimada, aunque seguramente sea preferible considerarla en otros términos. No es cuestión de entrar en esto ahora, pues no es el tema de este escrito, pero muy brevemente: nuestras condiciones objetivas de existencia (el modo tecnoeconómico en que adaptamos el medio para sobrevivir) definen unas formas subjetivas (psicosociales) de enfrentarse a ella, las cuales persisten en el tiempo como complejos autónomos que no desaparecen sin más cuando las primeras cambian. Lo subjetivo tiende a sobrevivir a los cambios de lo objetivo que lo produjo. Y como lo que le da sentido a nuestra vida es lo subjetivo ‒no podemos evitarlo, somos así evolutivamente‒, resulta que dicho sentido depende de estructuras antiguas, heredadas (que identificamos con “lo natural”), y no lo que percibimos como una efímera y servil “adecuación a los tiempos”.

Esa “naturaleza” que evocamos no es otra cosa que la forma en que recordamos ‒a través de una memoria ya de por sí creadora‒ estados psicosociales pretéritos. Así pues, el sentido radica en la imagen mítica de modos de vida antiguos; está atado a emociones que sólo despiertan ante complejos psíquicos hereditarios (las redes mítico-simbólico-rituales que mencionaba antes) que, a su vez, son modos de vida que no hemos experimentado en persona pero que producen en nosotros reacciones satisfactorias, de éxito adaptativo (lo cual, por otro lado, puede ser absolutamente engañoso, pero es cierto que, sin han llegado a heredarse, probablemente estuvieron asociadas a formas de vida objetivamente exitosas). Creo que aquí se dan de la mano, y teóricamente se encaminan mejor, la teoría de los arquetipos colectivos de Jung y la de los memes de Dawkins; algo en lo que, por cierto, estoy trabajando en un próximo libro, Vivir en el desarraigo.



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Disculpen este pesado rodeo, pero era necesario para introducir la presente reflexión, y es que, frente a lo histórico (“moderno”), resurge en nosotros una y otra vez lo ahistórico (“antiguo”); es una necesidad tan importante como la de la seguridad o el afecto ‒de hecho, está ligada a ambas‒, y de ella depende en gran medida nuestro equilibrio psíquico y, probablemente, nuestra salud mental. En efecto, una de las principales emociones rectoras que despiertan estas fechas navideñas es absolutamente atávica y precristiana: la asociada al reinicio de todas las cosas, a una purificación que permite que el tiempo empiece de nuevo como posibilidad abierta (“esperanza”); que concede el perdón de las culpas (la liberación del pasado) que nos impiden avanzar. Esta idea, que despierta las más intensas reacciones emocionales, está hábilmente entretejida en la narrativa cristiana de la Natividad, aunque de forma implícita, sutil, casi a escondidas; en rigor, no dice esto, pero es algo que flota en el ambiente, en un nivel prediscursivo; es una inconfesa herencia de cultos más antiguos, de algo arcaico que se expresa más a través de los símbolos que de las palabras o liturgias. Se experimenta una ruptura en la linealidad del tiempo: toda fiesta, de hecho, produce ese efecto, pero éstas especialmente. El lastre del tiempo, de los hechos que nos retienen en momentos puntuales (fracasos, remordimientos, vergüenza, frustración, etc.), nos impide ser libres, esto es, disponer de un futuro abierto, rico en posibilidades; hace de nuestra vida un intento desesperado por repetir una y otra vez esos momentos intentando redimirlos, lo cual, por otro lado, es imposible. La idea del Nacimiento, el nacimiento por antonomasia, el del Salvador, el hombre-dios, rompe con todo ello y produce un efecto liberador, catártico. Lo trascendente irrumpe en lo inmanente. La esperanza es de nuevo posible, lo cual se experimenta como “buena fe” y “amor al prójimo” reavivados. La Salvación es la oportunidad de que la vida cambie, lo cual requiere un acontecimiento (“ha nacido el niño-dios”) que lo propicie. No se pueden anular momentos concretos del pasado, pero sí el pasado como tal, en su totalidad. Borrón y cuenta nueva. Ésta es la ‒no explicitada‒ experiencia subjetiva esencial del cristianismo. Esto es lo que se celebra en estas fechas.


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Lo sagrado es lo que percibimos como un ente, un espacio o un tiempo distintos a los profanos. En este caso se trata de un tiempo diferente, con otra cadencia, que irrumpe en éste; el tiempo de lo “eterno”, lo “originario”, lo ajeno al devenir de nuestra naturaleza domesticada y sustituida ‒es más propio que decir “reprimida”‒ por capas y capas de sedimentos culturales. Lo que se experimenta es algo inefable, imposible de describir en términos empíricos (la comunión con el Todo, la pertenencia a la Unidad, dejar brevemente de ser una particularidad escindida y doliente), pero que nuestros cerebros paleolíticos, primitivos, nunca dejan de intuir de algún modo. Es la animalidad en nosotros, nuestra continuidad nunca del todo extinguida con la naturaleza, que pervive y se transmite a través de lo mítico-simbólico ‒un contenido cuya forma es ya siempre cultural, esto es, ajena‒. Esa pertenencia rota y anhelada, el ser parte de lo divino, se traduce en la Natividad cristiana como el advenimiento del tipo humano ideal, el acontecer del tiempo sagrado en el profano, de lo eterno-ausente en lo cronológico-presente: Jesús, que es Dios, pero empíricamente nace de mujer, y lo hace entre animales, adorado por pastores.

Es una notable singularidad teológico-metafísica del cristianismo, la de darle a lo ahistórico una fecha histórica (“Dios se decide a encarnarse en tal momento preciso de la historia, y no en otro”), en situar cronológicamente el tiempo ucrónico de lo sagrado (que normalmente transcurre in illo tempore). Pero lo realmente importante, para el creyente, es la repetición anual de un acontecimiento cuya fecha real no importa demasiado, pues podría haber sucedido en cualquier otro momento de la historia. De esta forma, el cristianismo combina la idea pagana de un tiempo cíclico (el ciclo del nacimiento, vida, muerte, resurrección, y otra vez nacimiento de Cristo, el “tipo humano ideal”), que nunca desterró por completo, con la del tiempo lineal, escatológico (el que apunta a un Juicio Final, esto es, al futuro). Esa amalgama psico-antropológica refleja la propia existencia de cada individuo, un ser doliente, humilde espejo de Jesús; es la narrativa existencial que queremos reiniciar cada año (la nuestra, la de cada cual, no ya la de un Dios) para hacer soportable la infinita espera del sentido, de ese destino (la Recompensa) siempre postergado ‒que, siendo honestos, sabemos que no conoceremos jamás‒. Lo cíclico importa mucho más que lo lineal, como puede verse en la conducta cotidiana de los creyentes, que actúan, de hecho, como si el juicio moral del Dios en el que dicen creer no fuera a llegar nunca. Lo que quieren es revivir una y otra vez esa narrativa existencial. 


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Ciertamente, la emoción de estas fiestas puede despertar lo que la razón no puede: nuestro anhelo de que mañana se haya roto la triste linealidad de la vida que llega hasta hoy, de que mañana yo no sea yo, sino otro, limpio, cuyo contador moral se ha puesto a cero. Sospecho que eso es más importante para el creyente medio que la idea de que algún día su alma irá al cielo o al infierno. La segunda oportunidad, que es a lo que aspiramos realmente, es una segunda oportunidad en esta vida; en eso consiste el único “cielo” frente al “infierno” de las elecciones hechas, de la vida gastada y asfixiante. La vida que cada año ofrece menos posibilidades. De ahí la importancia de evocar el pasado ideal, tanto el gran relato de Jesús, que sirve de modelo, como el pequeño e insignificante de cada cual: ese retrotraerse a la patria de la infancia en busca de la felicidad que el presente no ofrece. Es algo, como decía, sin lo cual probablemente no podríamos vivir, pues la existencia nos ahogaría. Es imprescindible actualizar el pasado, hacer de éste una posibilidad de futuro.

Esto, evidentemente, la razón no lo tolera; pero la emoción, que cohabita con ella, sí. En estas fiestas, Navidad y fin de año, lo emocional se sobrepone a lo racional durante un breve paréntesis ‒bien es cierto que para mucha gente lo hace todo el año‒. Estos días de regalos y comidas y entornos bellamente decorados, habitamos en el tiempo mítico; un tiempo fuera del tiempo donde los Evangelios se amalgaman con elementos germánicos y celtas, y con elementos vestigiales del mitraísmo, el mazdeísmo, el culto a Isis, etc., lo cual regenera la asfixiante linealidad profana del resto del año. Encontramos aquí una aparente paradoja, que no es tal cuando se piensa detenidamente: y es que hay elementos culturales que, tomados literalmente, son falsos, pero entendidos como metáforas de algo indecible, transmiten grandes verdades. El problema es que el creyente suele asumirlos literalmente, y el no creyente suele verlos como simples mentiras. Uno vive en el engaño, y el otro en el sinsentido.




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