¿Son aplicables las categorías tradicionales de la izquierda a los nuevos modelos sociopolíticos surgidos de la economía digital? Hacemos una reflexión sobre su vigencia.
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Política y economía | Opinión
SER DE IZQUIERDAS EN LA ERA DIGITAL
Unas reflexiones melancólicas (1 de 2)
Todos los conceptos que sirvieron
para orientar la lucha obrera durante el siglo XIX y la primera mitad del XX ‒en
lo fundamental, a partir de la obra de Marx y Engels‒, respondían a un contexto
tan diferente al actual que difícilmente pueden ofrecer ya descripciones
(y no digamos prescripciones) válidas para la misma. La propia noción de
“clase obrera” es problemática, como lo es el significado del término
“izquierda” tras la caída de la URSS. Que la explotación sigue existiendo ‒lo
cual para algunos es la prueba de la vigencia absoluta de aquellos análisis‒ es
tan obvio como insuficiente. Aquella teoría, sólida y minuciosa, pertenecía a
la época del alto capitalismo industrial (el período que abarcó el tránsito de
la primera a la segunda Revolución Industrial) y de la incuestionable hegemonía
de los Estados nación soberanos; pero, para cuando acabó la Segunda Guerra
Mundial, el mundo ya era considerablemente distinto. En tiempos de Marx y
Engels, la globalización apenas estaba empezando ‒tan joven era, que aún no
tenía nombre‒, y el capital financiero no podía aún comprar países enteros.
Hoy, a lomos de la quinta Revolución Industrial (o de una mutación de la
cuarta), en un mundo totalmente globalizado, con el capital financiero
dominando el planeta y las soberanías nacionales altamente deterioradas, las medidas
que entonces se proponían carecen de cualquier condición de aplicación. Diferentes
advertencias, en términos sociológicos, tecnológicos y económicos fueron elaboradas
por autores como Polanyi, la primera Escuela de Fráncfort, marxistas como Bujarin
o Kondrátiev, etc. Todos ellos fueron repudiados ‒o ejecutados‒ por la
ortodoxia marxista dominada por el leninismo y luego por el estalinismo, la
cual decretó hace un siglo que todo deberá ser entendido siempre como en vida
de Marx, y que salirse de ahí es una herejía contrarrevolucionaria.
En el momento ‒perfectamente aprehendido‒
de Marx y Engels, la propuesta de una revolución (consistente en que las clases
trabajadoras se apoderaran de los medios de producción para así hacerse con el
poder político, derivado de la posesión de aquéllos), ofrecía una hoja de ruta
clara. Por difícil que fuera, se sabía qué hacer. La estrategia
revolucionaria, con independencia de que después condujera a la progresiva
disolución del Estado o no, consistía en un primer momento en la
nacionalización de los medios de producción (materias primas, fuentes de
energía, cosechas, industrias, transportes, comunicaciones, etc.), para su
administración por parte de un Estado socialista. Éste redistribuiría la
riqueza socialmente generada, atendiendo siempre al interés general y conjugándolo
‒aunque esto pertenece más bien a la experiencia revolucionaria soviética‒ con el
mantenimiento de una capacidad de defensa frente a la inevitable contrarrevolución
capitalista (el llamado “socialismo de guerra”, único que se ha conocido). En
algunos países esto se hizo mejor, en otros peor; pero experiencias como las de
la URSS o la RDA demuestran la alta eficiencia que esta economía socialista
podía alcanzar. El socialismo, digan lo que digan ahora los economistas
liberales ventajistas, no era inviable; simplemente, perdió la Guerra
Fría ‒lo cual, por cierto, explica las aporías del mundo actual, pues esa
victoria fue mucho más pírrica para el capitalismo de lo que se ha querido
pintar.
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Así pues, si se dieran las
circunstancias adecuadas (grave crisis económica del capitalismo, alto descontento
social, liderazgo de una intelectualidad preparada, etc.), ¿podría reeditarse
aquel experimento histórico? Mucha gente espera que llegue ese momento; de
hecho, casi cada generación de jóvenes izquierdistas ha creído que iba a
protagonizar la revolución socialista definitiva ‒el último simulacro fue en
2011, con el 15-M, OWS, etc.‒. La triste realidad (para quien lo sea, claro) es
que aquello no puede volver de ninguna manera. No en los mismos términos,
y ni siquiera en otros parecidos. Lo que quiera que siga al desmoronamiento
progresivo del capitalismo, que al entender de muchos (economistas liberales
incluidos) ya ha empezado, no será el comunismo soñado en el siglo XIX, y
todavía bien entrado el XX. Es difícil, o más bien imposible, describir lo que
ahora mismo está germinando; por lo menos, no ha surgido aún el teórico capaz
de unir tantas piezas. Pero está claro, para cualquiera que mire el mundo con
alguna dosis de realismo, que el capital financiero que circula libremente por todo
el mundo ‒el cual ya alcanza una magnitud mayor que el generado por la economía
real‒ no puede ser apresado por ninguna revolución acaecida dentro de unos límites
territoriales, para que a continuación un Estado (lo suficientemente fuerte como
para resistir las presiones externas) proceda a su redistribución. Simplemente,
el tamaño del monstruo es mayor que los Estados que deberían domeñarlo.
El capital se desvanece de un país y aparece en otro cada vez que es necesario;
su ubicuidad se asemeja a la divina, y de hecho, es tan inaprehensible como el
propio Dios. Su maquinaria publicitaria y mediática, además, es tan poderosa
que la mayor parte de las veces no necesita ni dar golpes de Estado (aunque de
vez en cuando dé alguno, como el que se está desarrollando ahora mismo en
Bolivia) o magnicidios para imponerse: es lo que gran parte de la población desea,
por más que viva en la más absoluta pobreza. Ya no hay “sujeto histórico”
que protagonice una revolución, pero lo peor es que, si lo hubiera, no
tendría muy claro contra qué o quién realizarla. Los perfiles reconocibles
de antes se han evaporado.
La economía digital no puede ser
entendida en los términos clásicos. O sí… dando lugar a revolucionarios tecno-optimistas
que creen que de las redes sociales y de la economía colaborativa (que
constituirían el nuevo “sistema nervioso colectivo” y una suerte de “comunismo
pragmático”) va a venir el final del capitalismo, cuando lo que viene es su enésima
vuelta de tuerca: Facebook, Uber, Amazon, etc., etc., han demostrado que la sociedad
administrada de la que hablaban Adorno y Horkheimer ha alcanzado una fase
de eficacia que desborda todos sus análisis. La economía política, bajo la
forma de la pura logística ‒esto es, la gestión de cantidades ingentes
de información (big data) que sólo poseen y son capaces de emplear grandes
multinacionales, que ejercen un poder basado en el conocimiento de las
preferencias de cada individuo (que permite la absoluta predicción de su
conducta, y con ello, también su manipulación)‒, desborda cualquier
capacidad de resistencia. El panóptico de Bentham ha alcanzado dimensiones orwellianas,
por no decir que impensables hasta para el escritor inglés. Pero, en cualquier
caso, suponiendo que se pudiera coordinar a una masa humana suficiente por
medios no digitales (o sea, evitando al propio sistema, que es el
que brinda y controla los emails, los chats, las redes sociales, WhatsApp o
Telegram), la cuestión es: ¿de qué medios de producción tendría que
apoderarse? Ya no hay industrias nacionales; no se trata de apoderarse de
la fábrica o del astillero. ¿De qué habría que apoderarse entonces? ¿De los
servidores informáticos? Éstos son tan ubicuos como el propio capital
financiero, tienen respaldos repartidos por todo el mundo; la información,
clave del poder actualmente, no ocupa un lugar físico.
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La industria sigue existiendo,
por supuesto, pero ya no puede desvincularse de las redes informacionales y logísticas
que permiten sostener su tamaño y penetración globales. Sin esas redes, la
industria sería inoperativa y descendería a niveles de productividad pretéritos,
con lo que abastecer a la actual población mundial no sería factible. En cuanto
a la explotación, claro que también sigue existiendo, y en dimensiones
terribles en el mundo subdesarrollado; así como cada vez mayores en el
desarrollado, a medida que la creciente dificultad para revalorizar el capital
aumenta, dado que en el nuevo escenario global, gigantes como China o India ya
no son simples actores secundarios a los que enviar la producción deslocalizada,
sino que quieren ser protagonistas y compiten mano a mano con las potencias
occidentales. Quieren su parte del pastel global. Los niveles de vida de los
países que estaban muy mal mejoran tímidamente, mientras que los de los países
del Bienestar descienden de forma sensible: el mundo se está nivelando,
pero la cuestión es si ese equilibrio permitirá el crecimiento que se creía
consustancial al capitalismo, o si éste, como el socialismo histórico, tenderá a
estancarse irremediablemente. Así pues, parece presentarse un dilema insoluble
para la mentalidad izquierdista más clásica (o “dura”), pues el fin del
capitalismo supondría probablemente un colapso global y el consiguiente
excedente humano de cientos, quizá miles de millones de personas. Esa caída
‒que, por otro lado, nadie sabe provocar, si no es por su propio agotamiento
interno‒, por más que se hiciera en nombre de la justicia, la igualdad y la paz
mundiales, podría ser peor que su mantenimiento.
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