¿Se acerca peligrosamente el capitalismo a sus límites de crecimiento, presagiando una debacle humana y natural histórica? Anticipamos los posibles escenarios futuros.
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UN PRONÓSTICO NADA HALAGÜEÑO
Hace unos meses publicaba un texto, Tesis económico-tecnológicas, quizá demasiado farragoso y técnico, y por ello ‒culpa mía‒ malentendido. El siguiente texto es la refundición, muy resumida y simplificada, y con algunas partes reescritas del todo, que ha aparecido en forma de artículo en eldiario.es.
Una mirada de conjunto al estado
actual de la economía mundial, que tenga en cuenta las previsiones de
desarrollo tecnológico, equilibrio ecológico y presión demográfica, permite
plantear el siguiente pronóstico, no precisamente halagüeño. El escenario no
deja de ser bastante distópico.
Empecemos diciendo que el trabajo de los seres humanos, más
allá de ser la “ocupación” de cada individuo para vivir, es algo colectivo, es la
forma en que nuestra especie en conjunto satisface sus necesidades. Su organización social es la
economía. Dada la imposibilidad de producir por uno mismo todos los
bienes necesarios, se da la división social
del trabajo, que históricamente ha sido empleada ‒aunque no haya sido creada con este fin‒ como medio de dominio de un sexo sobre el
otro y de unos “tipos laborales” sobre otros (clases sociales). La historia del
trabajo y de la economía es, pues, la historia del poder, en sus distintas formas históricas,
que sólo así pueden entenderse correctamente.
Así como la economía define la
eficacia en la satisfacción de las necesidades, la tecnología define la
eficiencia con que éstas se satisfacen. Podría decirse que la historia de la
humanidad es la historia de su desarrollo tecnológico, el cual interactúa
con factores económicos, demográficos y ecológicos para dar lugar a nuevos modos de producción (sistemas sociales).
En efecto, el desarrollo tecno-económico transforma, a la par que la propia
naturaleza, la organización social humana, que da lugar a estructuras cada vez
más grandes y complejas (actualmente bajo la forma de la globalización).
Los límites de ese desarrollo tecnológico ‒y por tanto, del humano‒ son su sostenibilidad ecológica (la transformación del medio para satisfacer nuestras necesidades tiene como contrapartida su destrucción y/o agotamiento), y su asimilación socioeconómica. Es decir, que la sociedad tiene que ser capaz de absorber una determinada tecnología; no basta con que exista. En principio, todo desarrollo tecnológico suele ser un lujo accesible sólo a las clases dominantes, a las que da ventaja sobre las clases dominadas, y a la sociedad en su conjunto frente a otras. Con el tiempo, cuando esa ventaja sobre otras sociedades ha sido amortizada ‒a veces antes‒, termina transfiriéndose a las clases dominadas, de lo que resultan nuevos beneficios productivos.
Pero a menudo surgen conflictos
en relación a su asimilación socioeconómica: a) la tecnología facilita el
trabajo, pero termina sustituyéndolo; destruye trabajo, aunque a la vez lo crea
en nuevos sectores. De esta manera, es un factor esencial de movilidad y cambio
social. Pero, cuando destruye trabajo en unos sectores y no lo crea de forma
relevante en otros, termina siendo socialmente inasumible. b) La resistencia
de intereses económicos contrapuestos a la introducción de esa
tecnología (monopolios tecnológicos, desde los gremios tardomedievales a las
actuales multinacionales) también puede impedir o retrasar su asimilación. c) También
hay que tener en cuenta la resistencia de la religión ‒anclada siempre a un
estado “natural”, es decir, tecnológicamente anterior‒ a la asimilación
de ciertas tecnologías (por ejemplo, hoy, a la experimentación con células
madre con fines médicos).
Pues bien, el capitalismo, en su fase actual, está entrando en una franja-límite económica de asimilación del desarrollo tecnológico. Dicho límite no es, por supuesto, tecnológico ni científico, sino un límite del propio capitalismo, que se asoma a su agotamiento en cuanto modelo productivo. Esto puede parecer contradictorio, pues el capitalismo vive de producir y vender esa tecnología; pero es que ésta a la vez lo va “envenenando”, por así decirlo. Veámoslo.
La informatización y la
robotización cada vez amenazan más la empleabilidad en los sectores económicos
secundario (industria) y terciario (servicios). Éstos son, a medio-largo plazo,
totalmente automatizables, como se ha visto en Corea del Sur, donde hay
cadenas de comida rápida y supermercados que han sustituido íntegramente a
camareros, cajeras, etc., por robots. Eso ya
se puede hacer. Y estos sectores son, de hecho, los que generan la inmensa
mayoría del empleo, al menos en los países desarrollados; los sectores primario
(extracción de recursos naturales) y cuaternario (gestión de información) no
pueden absorber todo ese excedente laboral. Se aproxima el escenario en que una
robotización masiva sustituirá inmensas cantidades de trabajo humano sin que
ello tenga como contrapartida la creación de suficientes formas nuevas de
trabajo. Esto es: un aumento del desempleo estructural como no se ha
conocido en la historia. Cientos de millones de seres humanos podrían
“sobrar” para finales de este siglo.
Ante la imposibilidad de emplear
a tanta población, se abren dos alternativas: a) alguna fórmula similar a una
renta básica universal (desconectar trabajo y renta), o b) encontrarse con un
inasumible excedente de población sin ingresos.
a) La primera opción lleva a descensos notables del beneficio económico del capital ‒pues el trabajo humano es su fuente primordial‒, con lo que sería un paso hacia otro modelo socioeconómico bastante imprevisible. Esta opción tampoco parece conciliable con una economía basada en el consumo masivo, y por tanto tampoco, seguramente, con el libre mercado, tal y como lo entendemos. Se abren muchas incógnitas acerca de cómo funcionaría este modelo, que cabe suponer más compatible con el equilibrio ecológico, pero que llevaría a una transformación inédita de nuestro concepto mismo de “sociedad”. El poder siempre ha dependido de la división del trabajo, y por tanto de presuponer la necesidad de este último (creándola, incluso, cuando ha hecho falta). Por ello, acabar con el trabajo significaría acabar con la estructura misma del poder. Todo ello podría llevar a una homogenización social totalmente desconocida, basada en una economía colaborativa, o fracasar, lo que en cualquier caso nos lleva a la segunda opción.
b) La segunda opción presupone un “excedente humano” inasumible para la carga de trabajo disponible, cuyo mantenimiento sería más caro que el valor que pudiera producir. Este escenario, solidario de una insostenibilidad ecológica seguramente crítica, conduciría a 1) una monstruosa depauperación social global, con un retroceso a estándares de vida y organización hoy ampliamente superados. Presumiblemente un capitalismo autoritario “postdemocrático” que impondría, mediante recortes sociales (cabe esperar un largo período de altísima conflictividad social, canalizada a través del ultranacionalismo y el fanatismo religioso), y especialmente educativos y culturales ‒una inmensa destrucción de conocimiento‒, una reimplantación artificial de sistemas tecno-económicos actualmente obsoletos (predominantemente basados en la agricultura y en la industria pesada), pero capaces de emplear a mucha población. No es descabellado imaginar, en este futuro tétrico, que se decidiera solucionar en cierta medida el alto desempleo privando del acceso al trabajo remunerado a las mujeres y relegándolas al ámbito doméstico-reproductivo. Veríamos los niveles de consumo caer drásticamente ‒las clases medias desaparecerían casi por completo‒, pero harían sostenible de nuevo una sociedad basada en el mercado y la competencia.
Desgraciadamente, éste me parece,
de todos los posibles futuros, el más probable (o algo que vaya en esta
dirección), pero concibo otra alternativa, aún peor: 2) que haya intentos
deliberados de eliminar ese excedente humano. Podría tratarse de medidas severas de control demográfico,
como la política china “de un solo hijo”; pero éstas no serían efectivas a
corto plazo, y no reducen la población, sino que impiden su crecimiento. Así
pues, podría tratarse más bien de la
destrucción sistemática de la población ya existente (seguramente empezando
por los países subdesarrollados y avanzando después, en la medida que se
considerase necesario, a los desarrollados). Esto podría hacerse de forma
activa, en forma de guerra global, o pasiva, dejando morir de hambre
(mediante el aislamiento, la destrucción de las cosechas, el uso de armas bio o
nanotecnológicas, etc.) a países enteros.
Convendría que empezáramos a
pensar en el futuro en términos realistas (o sea, pesimistas), para estar
vacunados contra lo que se nos quiera hacer, y quizá para tener nuevas y
mejores ideas que conduzcan a otras alternativas. Porque lo que aquí esbozo, me
temo, no es ciencia ficción.
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© David Puche Díaz, 2017
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