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¿Y PARA QUÉ EL SER?

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 ¿Y para qué el ser? | Consideraciones críticas sobre la filosofía de Heidegger | Caminos del lógos


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¿Y PARA QUÉ EL SER?

Consideraciones críticas sobre la filosofía de Heidegger


Por D. D. Puche
@HellstownPost

La diferencia ontológica que Heidegger planteó entre el ser y el ente ‒el “asunto” del pensar, entendido como el “sentido de la pregunta por el ser”, malentendido según él por la tradición filosófica‒, herencia y traducción hermenéutica de lo trascendental kantiano (la diferencia entre las condiciones de posibilidad puras de los fenómenos y el darse de éstos, ligado siempre a una intuición espacio-temporal), pero convenientemente historizada, tiene como propósito salvaguardar la libertad, “fundamento” del pensamiento heideggeriano (o mejor, el “desfondamiento” que pretende hallar en lo real una anterioridad ontológica que dona posibilidad, o sea, alternativas a lo dado, a su reducción a totalidad calculable y por ello mismo planificable). La suya es una “ontología de la libertad” que busca, tras toda figura de la necesidad, una libertad olvidada (eso y no otra cosa es el tan repetido, y normalmente malentendido, “olvido del ser” de la metafísica, consumada como tecnociencia en la modernidad). Ello se hace explícito en el texto que quizá más claramente recoge el empeño heideggeriano, De la esencia del fundamento, donde la cuestión de la libertad, que aparece en Ser y tiempo como la de la asunción “propia” que el Dasein ha de hacer de sus posibilidades (inseparables del despliegue de su temporalidad), reaparece ahora como esencia misma del ser, el cual no es otra cosa, en efecto, que el libre ofrecerse que sostiene al ente en su manifestación, y que ‒nos dice Heidegger a partir de la Kehre‒ permite el despliegue de las diferentes aperturas epocales, esto es, “figuras del ente” que establecen para cada momento histórico unos determinados “modos de existencia” posibles para el ser humano. Lo analítico-existencial deviene así exegético-colectivo, se historiza y pasa de ser el desvelamiento del ente “realizado por” el Dasein a constituir el “manar” del ser (desde la Lichtung) como época, del que el hombre es testigo; del mismo modo, la “impropiedad” del período de la Fundamentalontologie (el Dasein que no se comprende existencialmente de un modo adecuado y vive por ello de espaldas a su posibilidad) pasa a ser ahora la “tradición metafísica” (nihilista) que olvida su procedencia (el ser) y por tanto su destino (el “envío” de éste, la “voz silente” a la que el pensamiento debería corresponder como escucha atenta).

El tema de la “meditación” heideggeriana no deja nunca de ser, ciertamente, el pensar “desde fuera” el ámbito de lo óntico, pues según las leyes de éste ‒como objeto de la ciencia‒, especialmente en su “disposición” moderna, todo está determinado y no hay alternativas a lo dado. El “salto al origen” (Ur-sprung) que nos sitúa, siquiera intelectualmente, “fuera de lo óntico”, nos retrotrae a esa anterioridad a las determinaciones (a la presencia, siempre-ya determinada categorialmente) en que la libertad, como otro modo de articular nuestra existencia (la individual en Ser y tiempo, la colectiva tras la Kehre) puede ser pensada, y ello de un modo alternativo al del lógos; de hecho, según el modo del “poetizar esencial”, del mýthos, pues sólo éste expone sin determinar, sin circunscribir a legalidad. Que el ser “se dé”, signifique esto lo que signifique ‒“aclararlo” llevará al planteamiento del Ereignis, del ser como acontecimiento), es una exigencia de la pretensión de libertad de Heidegger, exigencia en última instancia del idealismo alemán (tardío, si se quiere) al que Heidegger pertenece y del cual es el último gran representante, se reconozca en él o no. El Kant de la Crítica de la razón práctica y el Schelling del Freiheitschrift nos hablan, redivivos, desde sus páginas.

Desde el ente no es pensable la libertad, sostiene Heidegger, pues el ente responde, en cada uno de sus ámbitos, a cálculo, a máthesis, de modo que está determinado a priori. Que la libertad pueda irrumpir (“acontecer apropiando”, er-eignen) en el ente quiere decir que tiene que haber un “otro” de éste (que no es por tanto ente, sino “nada”, la nada, dice Heidegger con calculadísima ambigüedad, esto es, de forma poética). Semejante otreidad, nada en sí, “es” el ser, dýnamis contenida en el ente (enérgeia), potencia imprevisible de otro futuro. Algo nunca presente, “velado” tras la manifestación del ente, pero que permanece “cabe éste”, podríamos decir ‒como el Absoluto hegeliano, siempre cabe nosotros (bei uns), aunque sin ser “cosa” alguna que pueda presentarse como tal‒, alumbrando así posibilidad. Y no sólo posibilidad (onto)lógica, sino libertad, es decir, algo que más allá de la mera indeterminación (“ser libre de”, mero azar), nos dé una orientación, un rumbo histórico (“ser libre para”, un sentido). La obra de Heidegger es una monumental reflexión en torno a este Leitmotiv, que se repite una y mil veces en torno a distintas cuestiones.

Ahora bien, el ser del que habla Heidegger no es nada ‒es la nada, claro‒… pero la nada no es nada, no es un concepto pensable siquiera (salvo para matemáticos y teólogos). Es una palabra, pero ni siquiera un concepto. En eso tenía razón Parménides, y la recurrente salida de que éste se halla “preso de la metafísica presencialista” (que él mismo inauguraría) no soluciona la cuestión en absoluto, porque fuera de ésta, en realidad, no podemos ni pensar. No podemos siquiera imaginar ‒toda imaginación lo es de algo‒. La nada no puede comprenderse sino como la ausencia de espaciotiempo y de cualquier estado energético, de modo que el propio universo es su negación (no puede darse simultáneamente con dicha nada): si “hubiera” el ser no podría “ser” el ente, ni siquiera el tiempo, con el que Heidegger le encuentra una vinculación esencial en cuanto “alumbramiento”, “procedencia” de lo que hay. El espaciotiempo, de hecho, no tiene sentido sin algo en él, y por otro lado está tan sujeto a determinación como la materia y la energía; no es algo “puro” que la precede y alberga (Heidegger piensa desde Newton y Kant, no desde Einstein, cuya teoría de la relatividad es incompatible con su discurso; aunque, en cualquier caso, Heidegger lo habría tratado, condescendientemente, como un simple científico “enfrascado” en el ente, sin llegar a vislumbrar que fue un filósofo de tanto o más alcance que él). El ser es un mero flatus vocis, en realidad. Y, aun si fuera pensable, ¿qué estaríamos pensando con él? ¿Qué indicaciones nos daría, a qué nos conduce pensar en el ser? Nunca se aclara esto, salvo mediante vagas señas poéticas; fuera como fuera, esa “voz silente” necesitaría, a su vez, intérpretes autorizados nunca muy justificables (como el poeta, el pensador esencial o el líder del pueblo). Nada racional ni sujeto a crítica o reflexión, la cual sería ya lógica y por tanto óntica, esto es, dispuesta según reglas y métodos, o sea, no libre ‒que es de lo que se trataba de huir‒. El pensamiento de Heidegger, el An-denken que nos retrotrae más acá del olvido del ser, hasta un Anfang esencial, no va a ningún sitio, sólo da vueltas en círculo (que se señale con suficiencia como un “círculo hermenéutico” sólo depende de lo esteta que se quiera ser). El nihilista, y en un sentido teológico, además, es Heidegger, pues “su” ser es, en efecto, “el último humo de la realidad evaporada”. Es una forma secular de pensar a Dios, un dios que ha de salvarnos, pero que no ofrece guía alguna. De nuevo con Nietzsche, se cumple aquello de que el hombre “prefiere querer la nada antes que no querer”.

Todo pensar (real, no fingido) parte del ente y vuelve a él. Eso incluye al ser humano, ente entre entes, aunque con la capacidad de interrogarse por el sentido de su propia existencia. La libertad no hay que buscarla en trascendencia alguna; hay libertad en el ente, en la inteligencia (la materia que llega, en altísimos grados de complejidad, a reflexionar sobre sí misma), lo absolutamente no condicionable. El ser, así pues, no hace falta; los principales discípulos de Heidegger, como Gadamer, Löwith o Arendt, prescindirán de él y desarrollarán otros aspectos de su pensamiento con altísimos rendimientos filosóficos. Desde un punto de vista metafísico, si es que aún se puede hablar así, todo modelo deísta (el ser es distinto del ente y le confiere realidad) está obsoleto, y debe dejar paso a un modelo panteísta (el ser es el ente mismo, regido por su propia legalidad y llegando a preguntarse a sí mismo, a través de las criaturas inteligentes, por su existencia y entidad). A diferencia del ser del ente ‒que ciertamente, siempre ha sido el tema de la filosofía‒, el ser “a secas” (überhaupt), el Seyn, el Ser, el Ereignis ‒cualquiera de las varias formulaciones heideggerianas‒, es un camino que no conduce a ninguna parte. Sólo el ente es el camino, y por eso la filosofía debe ir de la mano de la ciencia, de la ontología. Éste es el único camino ordenable y justificable de un pensar que, además, no se olvide de la felicidad ni de la justicia (¿para qué pensar si no?), asuntos que en Heidegger ni aparecen, precisamente porque son “ónticos”, porque no tienen la suprema dignidad de esa indeterminación vacía que es la libertad ontológica, distinta de la “meramente” óntica (la psicológica y política). Pero ésta es precisamente la que nos importa, y olvidarla ‒¡ése sí que es un olvido, y no el del ser!‒ es traicionar a lo que el pensamiento debería ser. O sea, una reflexión sobre el ente en su conjunto y estructura, sobre la naturaleza, los demás y nosotros mismos, mediante la cual encontrar caminos, siempre a través de la crítica, que es lo que Heidegger nunca emprendió y difícilmente pudo haber emprendido desde el momento en que, para pensar el ser, renunció al lógos, que es algo del ente.



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