SCRIPTORIUM
Notas a vuelapluma que no tienen la categoría de
artículos, pero que tampoco merecen perderse (o quizá
sí; el tiempo dirá). Un cuaderno de trabajo dentro de
esta web, que contiene apuntes rápidos, esbozos de
teoría, observaciones informales, etc. Pensamiento en
voz alta, a veces simples divagaciones, que quizá puedan
ser del interés de algún lector.
[32] APOLÍNEO Y
DIONISÍACO.‒ Nietzsche no es el
primero en introducir el par conceptual (y simbólico) de lo apolíneo y lo
dionisíaco, muy recurrente en el pensamiento decimonónico, pues lo encontramos
ya en autores como Schelling y Creuzer; en última instancia, sus raíces se
hunden en el orfismo, si bien con un sentido diferente al de sus desarrollos
modernos. Lo que sí hizo Nietzsche, por supuesto, es darle el carácter de una
dualidad estructurante de lo real, base de toda una visión metafísica, y así es
como alcanzó la fama que ha llegado a tener.
Se trata de dos modalidades de
experiencia que se salen de lo ordinario; dos tipos de vivencia
estético-ontológica que nos transportan más allá del círculo de lo
cotidiano y profano; dos formas opuestas de sacralidad, podría decirse.
Porque lo que hay en Nietzsche, como bien acertaron a ver Löwith o Jaspers, es
un empeño de pensar lo sagrado en un mundo que ha expulsado lo divino.
El gran profanador de la cultura occidental sería así, realmente, un buscador
de lo trascendente que ya sólo puede encontrarse en la propia inmanencia de la
naturaleza; un motivo, por otra parte, muy propio del Romanticismo, contra el
que Nietzsche siempre habría mantenido un ambivalente pólemos. Ese
carácter “estructurante” al que hacía referencia antes lo toma, a su vez, de la
asociación del par Apolo-Dioniso con la metafísica schopenhaueriana de la que,
en la época de El nacimiento de la tragedia, era aún explícito
continuador; sus intentos posteriores de alejarse de ella son más bien una reelaboración
de la misma que una ruptura radical. Y,
a través de ella, puede rastrearse una continuidad intelectual del pensador
alemán con la tradición filosófica mucho mayor de lo que él mismo estaba
dispuesto a reconocer.
Nietzsche encontró una sugerente correlación entre la representación
(lo apolíneo) y la voluntad (lo dionisíaco) como dos “perspectivas” de
un mismo mundo, siguiendo a su “maestro” Schopenhauer, quien a su vez remite
con tal dicotomía al fenómeno y la cosa en sí kantianos,
respectivamente. Esto es: lo sujeto a los principios de individuación (espacio-temporal)
y causalidad (categorial), por un lado, frente al “des-fundamento” de lo real,
la base abismal de la existencia, anterior a toda determinación, anterior a lo
racional mismo, a las formas a priori que impone a todo objeto el sujeto trascendental
como marco de la experiencia humana. Ese sujeto está clamorosamente ausente en
Nietzsche, pero es fácilmente asimilable a los rasgos de lo apolíneo; más tarde
le dará un carácter claramente histórico-cultural, liberando a lo apolíneo de
ese carácter “lógico” en favor de otro netamente “estético”.
Naturalmente, para Kant ese “sustrato” metafísico (la cosa
en sí, reinterpretada luego como voluntad o como lo dionisíaco) no es irracional,
como en Schopenhauer y Nietzsche, sino que es, de hecho, lo racional
en sí, pero desde otro punto de vista (el nouménico), soporte ontológico (en
cuanto libertad) de lo práctico-ético en cuanto régimen independiente
del teórico-gnoseológico. Pero a partir de Schopenhauer, una vez lo identifica
con la fuerza ciega que es para él la voluntad, tendrá ese carácter de absoluta
indeterminación nunca sujeta a regla alguna, que Nietzsche hará suyo en la
noción de lo dionisíaco. [23/11/2024]
[31] REFLEXIONES OTOÑALES.‒ (1) El mundo es una absurda serie de tragedias que
se alternan de vez en cuando con alguna comedia, por lo general bastante mala.
(2) Las cosas que más has
deseado, como los sueños tras el despertar, siempre llegas a darte cuenta de
que en realidad no eran tan maravillosas.
(3) La intrascendencia de todo,
en realidad, revela la absoluta trascendencia de todo, de cada cosa, cada gesto
y cada momento.
(4) Cada día trae algo nuevo y la
oportunidad de examinarse y hacer las cosas un poco mejor.
(5) Dios tal vez podría existir;
aceptémoslo por hipótesis. Pero lo que es imposible es que se preocupase por
nuestros asuntos. ¿Qué podrían importarle a un ser infinito que sostiene el
universo entero? En todo caso sería como un entomólogo contemplando a sus
insectos en el terrario.
(6) Supongamos un Dios que sufre
el síndrome del burnout y que, ante la contemplación diaria de los
horrores de este mundo, ha decidido inhibirse de toda implicación en la
existencia humana. Y así desde hace al menos dos milenios. No le llamen; nadie
atiende el consultorio.
(7) Todos los dioses y demonios
habitan en el alma humana. Proyectarlos fuera de nosotros es a veces un
ejercicio de modestia, pero, por lo general, es más bien uno de
irresponsabilidad.
(8) Antes la rebeldía estaba
guiada por una causa, quería cambiar el mundo en un sentido u otro. Ahora
parece servir tan sólo para despertar el sentimiento de que estás vivo, aunque
sea por un instante. Una terapia contra la abulia que padece Occidente.
(9) Estrellémonos contra la
realidad como quijotes ebrios, aunque sólo sea por salvar la dignidad. [30/10/2024]
[30] VACACIONES Y
ATENCIÓN.‒ Recién terminadas las
vacaciones estivales, y hasta con unas efímeras ganas de regresar al trabajo, me
vienen a la cabeza algunas reflexiones retrospectivas sobre este tema. Pues si
disfrutar de unas vacaciones, por breves que sean, se considera uno de los
“derechos humanos” ‒y ésta es una importante
ganancia‒, es porque tenemos una
necesidad de ruptura, de abrir paréntesis en el tiempo, como lo
son también las fiestas a lo largo del año. Las vacaciones, en principio, están
pensadas como un período de descanso, pero lo cierto es que frecuentemente no
se emplean con este fin, lo cual puede redundar en el agotamiento de un
trabajador ya de por sí cansado. Y, sin embargo, mucha gente considera
preferible aprovechar así ese tiempo libre, ese tiempo liberado.
Se ve incluso como algo necesario. Ya que mencionaba las fiestas, casi se
podría considerar las vacaciones como una forma secular de purificación,
de “limpieza del espíritu” análoga a otras sacras; serían una especie de “aguas
nuevas” que refrescan la vida. Y esto, desde luego, va mucho más allá de la
mera reposición de fuerzas físicas y/o mentales gastadas durante el año. Va
incluso contra esta intención originaria.
Este paréntesis temporal constituye la entrada en la linealidad
cotidiana de otro tipo de experiencias; incluso para los amigos de la
rutina ‒entre los que orgullosamente me
cuento‒, la excesiva repetición de lo
mismo termina por ser intoxicante, y por ello, en la alternancia de actividades
radica una parte importante de nuestra salud. La reproducción constante de
los mismos estímulos, de lo contrario, termina dejándonos sin capacidad de
respuesta ante otros nuevos que puedan surgir, y eso es una muerte lenta
contra la que, de este modo, intentamos protegernos.
Es preciso, por ello, un olvido periódico, equivalente
al papel que desempeña el sueño cada noche, en el que el cerebro elimina
información que le resulta excesiva e inútil, y por tanto un lastre para su
buen funcionamiento. Igualmente, hace falta una renovación periódica de
estímulos y relaciones ‒de personas, lugares y actividades
a los que estamos demasiado habituados‒. Es imprescindible para cambiar
un punto de vista sobre la vida ya viciado, para aprender a mirar
desde otra perspectiva; para depurar la atención, demasiado fijada
en ciertos asuntos, aferrada excesivamente a ellos, y por ello rehén suyo. Hay
que romper, o cuando menos debilitar, esas inversiones de tiempo atencionales,
revaluar su conveniencia y recuperar algo de nuestra “mismidad” (la carga cognitiva
y emocional depositada en dichas inversiones, que debe retornar a uno como “disponibilidad”).
Solamente así podremos sentirnos libres (sentirnos “yo mismo”) y reorientar
nuestra atención y nuestro propósito sobre fines más convenientes. Ese
“yo” no es ninguna “sustancia” o “cosa”, claro está: es el centro de
confluencia de diversos flujos de experiencia que tienden a multiplicarse y
divergir demasiado y que es preciso (re)unificar ocasionalmente. En ello
radica el papel esencial de las vacaciones: éstas no giran tanto en torno al
descanso como a renovar nuestra capacidad de atención.
De hecho, considero que esta noción, tan cara al pensamiento
de Oriente, es anterior en nuestra estructura existencial ‒por sus implicaciones y concomitancias‒ a otras, como la noción heideggeriana del “cuidado” o
“cura” (Sorge). Según decía, cabría entender la atención como la
inversión de tiempo y esfuerzo que se realiza para algo; como el trabajo
de anticipación de futuro y de sopeso de escenarios hipotéticos de cara al logro
de los propósitos fijados (ya se trate de la consecución del objeto de deseo
o de la evitación del objeto del miedo: la atracción y la repulsa como
las dos direcciones básicas de lo vivo, aparte de la indiferencia o neutralidad).
El tiempo es por tanto lo fundamental, lo que otorga ‒y no perdamos esto de vista en relación con el asunto de las
vacaciones‒ toda importancia para
nosotros, definida como la inversión del mismo que estamos dispuestos a
hacer; e incluso es lo que otorga el significado a las cosas, esto
es, el lugar que ocupan, con relación a todas las demás, en nuestro mapa de prioridades.
La atención, en cuanto “empleo diferencial del tiempo”, contribuye a establecer
estos parámetros y a modificarlos paulatinamente; el tiempo ya gastado, obviamente,
nunca se recupera, pero puede dejar de malgastarse, llegado el caso, y
esa “desinversión” o “redención” de tiempo (o de la vida, sin más) modifica en
un grado u otro todo lo que somos, la persona que somos.
Por otro lado, la noción de atención abarca a la vez
algo que no está presente en modo alguno en la del “cuidado”, y que tiene que
ver, paradójicamente, con la “libido” freudiana, otro parámetro esencial de la
vida ‒pues ésta no sólo consiste en
hacerse cargo de sí misma, sino también en perpetuarse‒. La atención no ha de
verse como mero “impulso sexual”, claro está, pero sí como el total de “monto energético”
que sustraemos de esa fuente originaria, de esa base psicofisiológica, para derivarlo
(sublimándolo) a otra función. Y así, la atención es la unidad de
acción del ser humano, indesligable de su corporalidad y sus estados, los
cuales exigen satisfacciones y se expresan en forma de sensaciones y emociones;
es la ordenación de todas esas percepciones externas e internas gracias al
pensamiento. Éste debe centrarse en un determinado fin (poniendo a las anteriores “a su
servicio”) y ha de evitar caer en la dispersión, en el extravío
de representaciones (cognitivas o precognitivas) en que consiste la existencia
descentrada e incoherente ‒que
es como suele encontrarse por término medio, por lo que necesita un
“afinamiento” periódico‒.
Sólo con tal “unidad de dirección” se puede hallar un sentido de la propia vida
y, en consecuencia, un estado de “salud”. La atención ha de controlar para ello
el deseo, esto es, el tiempo (cantidad absoluta) y la intensidad (cantidad
relativa) de las representaciones (eminentemente
emocionales) consagradas
a un mismo objeto, que supuestamente ha de satisfacer alguna necesidad vital. Y
ese control consiste ante todo en aprender a contraponer unos afectos a
otros ‒nunca es puramente intelectual,
ni podría funcionar así‒ hasta alcanzar un nuevo equilibrio
emocional, por supuesto siempre dinámico y provisional.
Por mucho que parezca que nos hemos alejado del asunto
inicial, o sea, de las vacaciones y el reposo, no es así; al contrario, esto
que vengo describiendo es lo que ‒sin que tengamos consciencia de
ello, obviamente‒ está detrás de ese paréntesis
en la experiencia que supone la interrupción vacacional del tiempo: recuperar
nuestra atrofiada atención, esa unidad vital, como un modo de reapropiación de
la propia vida, enajenada en la diversidad y el tráfago de las cosas. Lo
esencial de las vacaciones no es por tanto el descanso físico o mental,
sino el “recentramiento existencial”, aunque ello conlleve ‒como suele hacerlo‒
un esfuerzo añadido. En
otras palabras, recuperar la condición de “sujeto” ante la inercia de una
vida que nos reduce a la de “objeto”. [14/9/2024]
[29] SUEÑO
METAFÍSICO (VI).‒ Para concluir este recorrido
onírico-especulativo queda plantear una cuestión no poco importante: ¿cómo
puede imaginar (como decía al empezar) todo esto alguien que se dice materialista?
Y, sobre todo, ¿puede seguir siéndolo, después de haber soñado este sueño
divino?
El motivo que lleva a ello es
estrictamente teórico; es, de hecho, la desfundamentación teórica
a la que conduce el intento de fundamentar en la materia la totalidad de los
fenómenos que surgen en la reflexión filosófica ‒la totalidad organizada de la
realidad‒. El
materialismo, en efecto, no puede dar cuenta de sí mismo como teoría última sin
recurrir a pluralismos irreductibles que nunca son una base convincente
(más bien son la excusa para no profundizar más, porque no se puede, porque la
materia falla como principio único) o a monismos que en el fondo son tan
metafísicos como cualquier otra teoría (idealista o del tipo que sea), y
seguramente menos congruentes. Y, sin embargo, en la práctica, el
materialismo es lo único que funciona a la hora de explicar fenómenos naturales
o sociales. Por eso toda ciencia es necesariamente materialista, y no
puede dar un paso más allá del materialismo.
Así pues, resulta pertinente tender
un puente entre ambos terrenos del pensamiento, el de la teoría que permite el
conocimiento efectivo de la realidad y el de la fundamentación racional de
dicha teoría; de lo contrario, todo
conocimiento queda en última instancia en el aire, aunque solamente sea desde
un punto de vista intelectual, sin que sus resultados prácticos se vean
por ello cuestionados en modo alguno ‒lo cual sería dejarse llevar por
un no menos injustificado irracionalismo‒.
Éste es el enfoque teórico que denomino “ideomaterialismo”, del cual lo
expuesto hasta aquí es ante todo una aproximación un tanto “didáctica”. ¿Y qué
consecuencias tendría el adoptar este enfoque? Ninguna, desde luego, en lo
tocante a la explicación de los fenómenos naturales o sociales, que
deben ser abordados única y exclusivamente desde criterios puramente formales o
empíricos que den con sus causas próximas o intermedias sin necesidad de
conectarlos con ninguna fundamentación última. Pero sí tiene consecuencias en
cuanto a la comprensión profunda de la existencia como una totalidad:
altera la concepción del universo como tal y del ser humano en él, o sea, del
sentido de la vida y la destinación de ésta; y por ello mismo tiene un impacto
moral en nosotros, sobre nuestra conducta, por más que no pueda ni deba
tenerlo en el plano epistemológico, totalmente ajeno a estas cuestiones.
Y, por lo que respecta al propio estatus gnoseológico
de estas reflexiones, he de reconocer que no son sino hipótesis altamente problemáticas,
imposibles de demostrar en modo alguno, ni siquiera de un basamento racional que
vaya mucho más allá de donde he llegado aquí. Es únicamente eso: un ejercicio
de reflexión que se eleva a conceptos que no son dados por la
experiencia, pero que tampoco son incompatibles con ella, y que no obstante permitirían,
como decía antes, fundamentar una actitud esencial ante la existencia, lo
cual siempre ha sido el propósito principal de la filosofía, bien entendida
como metafísica. Ésta, a diferencia de la ciencia, es la reflexión
(especulativa) que pretende elevarse a una comprensión práctica del mundo (esto
es, la “sabiduría”), para el cual busca un sentido, ya sea que esté dado
o que haya que crearlo. La ciencia, por su parte, es el conocimiento (demostrativo)
que quiere explicar la realidad, en sus diferentes facetas, para propiciar
el control técnico sobre ella, lo cual es imposible sin establecer qué es o
no la verdad, con independencia de nuestra voluntad.
En suma, lo que hace la filosofía ‒y la legitima cuando lo hace de modo convincente‒ es elevarse a lo que la razón (el lógos) puede
pensar a partir de sí misma, precisamente porque la razón es parte de la propia
realidad pensada (el Ser). Aspira a dar con una correspondencia
entre ambas que se podría considerar ‒por lo menos idealmente‒ alcanzada allí donde la vida se encontrase a sí misma siendo
plenamente libre, feliz y justa, esto es, comulgando con “lo divino”. [2/8/2024]
[28] SUEÑO
METAFÍSICO (V).‒ En resumen, lo divino es, por
un lado, entendimiento, que cabe entender como “lo trascendental”
kantiano, el umbral de aparición ‒condición de posibilidad tanto ontológica
como luego gnoseológica‒ de todo cuanto es; este “horizonte”
de la existencia, no obstante, es lo matemático en sí, cuya
anterioridad ontológica precede también (a diferencia de Kant) al propio espacio-tiempo,
el cual no es el “recipiente” absoluto de la materia-energía, puesto que, como
la física relativista ha demostrado, también interacciona (se “curva”) con
ella. Lo absolutamente anterior, así pues, es la mathesis, como
sostuvieron Descartes y Leibniz, o sea, el lógos (originario) que es procedimiento
de construcción, pero todavía no su posición, de toda realidad. En relación
con esto, recuérdese el theós aristotélico, puro intelecto pensándose a
sí mismo; o la mónada leibziana, uno de cuyos dos rasgos esenciales es la perceptio,
incluso cuando todavía no haya “apercepción”, como sería el caso del Dios
durmiente.
Lo divino es, por otro lado, voluntad, que podríamos
asimilar en esta ocasión a la schopenhaueriana: ahora sí, la posición de
lo pensado por Dios, su contenido (la materialidad, en el más amplio sentido,
que incluye el propio espacio-tiempo), que no se deja deducir de su propia
legalidad (la existencia como tal, ya lo decía Kant, no se deja construir). Éste
es propiamente el “sueño” divino que constituye un momento irracional, el cháos,
el ápeiron, perpetuo devenir siempre sometido a su entendimiento,
pero irreductible al mismo, pues lo matemático (eterno) es forma pura que
no dice nada sobre la existencia; ésta es únicamente la voluntad divina.
Recordemos ahora el appetitus de la mónada leibziana, su deseo, impulso ínsito
de una percepción a otra, todas ellas contenidas en sí (la mónada “está preñada
del porvenir”); la apetición
de la mónada infinita es, consecuentemente, la realidad como tal,
incluso cuando sea percibida aún de modo oscuro y confuso (“inconscientemente”,
como “sueño”). Y no sólo esta realidad, sino los infinitos universos
que crea un ser infinito, que no puede detener su productividad (“onírica”) en
ningún punto de finitud.
Pero la pregunta crucial, llegados a este punto, es: ¿por
qué lo divino se desdobla en estos dos momentos constituyentes? ¿Cómo es que
hay en ello una dualidad, una fractura? En otras palabras, se trata del gran
problema metafísico del origen del devenir y de la multiplicidad, que ha
ocupado a la filosofía desde sus orígenes griegos hasta las sublimes
elaboraciones del idealismo alemán. Y, ciertamente ‒como se ve en este último‒,
la solución de ese problema pase necesariamente por la aportación filosófica
debida a las religiones monoteístas, que lejos de haber “malinterpretado” o
“tergiversado” principios griegos ‒como es tan usual leer‒, habría tal vez penetrado el asunto más allá de éstos (si
bien el principio de solución estaba ya en la Grecia tardía, en las vastas construcciones
neoplatónicas iniciadas por Plotino y consumadas por Proclo). La cuestión es
que no hay tal fractura interna en lo divino, que es esencialmente simple;
lo único que hay aquí es la diferencia ‒la “diferencia ontológica”‒ entre lo que piensa y lo pensado, o lo que es
igual, entre la sustancia y los accidentes, entre la forma y el contenido,
entre la esencia y la existencia, entre la unidad y la multiplicidad, entre la
eternidad y el devenir. La separación de estos momentos de lo divino, que luego
encontramos reproducidos “fractalmente” en lo finito, responde tan sólo a nuestro
punto de vista igualmente finito; sin embargo, en la infinitud están perfectamente
reunidos en lo ab-soluto. Éste trasciende cualquier aspecto finito, que son
siempre perspectivas de los modos (pensamientos) de lo divino, de
sus “sueños”, cuando éstos alcanzan la apercepción (o sea, de nosotros).
Otra pregunta que puede surgirnos
al hilo de lo anterior es si en todo ello hay fines, es decir, si hay una
teleología que rige los procesos inmanentes a lo divino. Y la respuesta debe
ser que no, desde luego, si entendemos tal teleología como el “plan” o la “providencia”
divinos, pues el Dios durmiente no es autoconsciente y en consecuencia no puede
“proyectar” nada ni tener intención alguna. Pero sí cabe pensar en una
tendencia a que la propia naturaleza divina se reproduzca en lo pensado
(soñado) por ella; dicha naturaleza es ante todo unidad (y, como hemos visto,
sustancia frente a accidentes, esencia frente a existencia,
etc.), y ésta, por tanto, tenderá a imponerse en todos sus productos como una
cierta inercia de los mismos, subsumiendo así sus diferencias y
particularidades en la mismidad y la universalidad divinas. Por ello, la
realidad en su conjunto ‒aunque esto no se observe en
cada uno de sus entes o modos finitos, en los que no solemos poder apreciarlo‒ tiende a moverse en cierta dirección, sin que haya plan
alguno para que ello sea así. Esa “inercia ontológica” se plasma en
nosotros, modos de lo divino despertados a la consciencia ‒en diferentes grados‒, como moralidad,
indesligable de un ideal de virtud; un fenómeno cuya razón de ser última
(de dónde procede, y a qué apunta, la idea misma del Bien) ninguna teoría ética
que reduzca aquél a bases empíricas es capaz de explicar satisfactoriamente. En
último término podría decirse que hay una “ley natural” tras la conducta moral,
aunque nunca sea el código explícito que las teorías tradicionales han querido
ver; pero sí algo que, como un ostinato, se repite en las vicisitudes de
la historia, con diferentes frecuencias, como una tendencia integradora.
Y ello por más que produzca conflictos nuevos en niveles de organización de la
vida cada vez más complejos, conflictos por lo tanto más graves, que, sin
embargo, nos llaman a lograr niveles de unificación todavía mayores como
tarea histórico-moral. [5/7/2024]
[27] SUEÑO
METAFÍSICO (IV).‒ El
Ser, por tanto, ha de ser conciencia, subjetividad, si bien una trascendental
que no debe ser confundida con la psíquica; es, por el contrario, una
impersonal, “descentrada”, esto es, no atada a una existencia física como
centro de referencia de su actividad, sino más bien una suerte de “centro
ubicuo”: el darse de la legalidad universal como hecho anterior a toda posible
posición de materialidad (espacio-tiempo y materia-energía), de cuya existencia
y unidad es por tanto fundamento. Ese Ello trascendental es la condición de
inteligibilidad universal y necesaria de lo real ‒nosotros lo experimentamos subjetivamente
en la intuición no fundamentable, porque fundamenta todo otro orden, de
lo matemático‒.
Cualquier conciencia finita (psíquica, empírica) lo es por participación
en la absoluta, que la evolución de la vida y de la inteligencia ha hecho
posible; el “Yo trascendental” no soy “yo”, sino que me trasciende
infinitamente, y por eso es más conveniente hablar de un Ello, de algo
totalmente impersonal cuyo pensamiento es la actividad originaria que
constituye la realidad; que no se limita a conocer “lo otro de sí”,
sino que produce “lo otro en sí mismo”. La consciencia (subjetividad
particular suficientemente desarrollada) es un eco del Ser, reverberación
que presumiblemente se repite una y otra vez ‒como tendencia propia del
desarrollo de la vida, en este planeta y es de suponer que en cualquier otro‒ en el proceso de pensamiento/creación/emanación divina, como
una suerte de “estructura fractal” que se ramifica y capilariza, llevando la
inteligibilidad (que se torna autoconsciente) hasta los niveles más complejos
de organización de la materia.
El Ser no es exterioridad compleja (“materialidad”), sino
interioridad simple; la pluralidad es atributo de su inmanencia, no algo
trascendente: toda trascendencia real es inmanencia ideal en el Ello
trascendental que piensa/pone la realidad (existencia). Y así, es la unidad originaria
de todo lo existente, pese a su multiplicidad, pues el contenido de su
pensamiento no añade multiplicidad alguna a la conciencia que lo piensa; ésta sigue
siendo una en la diversidad de sus representaciones. Ahora bien, en la
inmanencia o subjetividad divina es preciso distinguir: a) lo que en ella no
cambia, esto es, la eternidad y necesidad que le son consustanciales, la
ley (matemática) que fundamenta todo (el lógos originario), intuición
primordial divina que da consistencia a toda realidad. O lo que es igual, la natura
naturans, el “mundo de las ideas” de Platón entendido como el propio entendimiento
divino. Y, por otro lado, tenemos b) lo que en ella cambia, o sea, el
devenir y la contingencia que caracterizan a lo existente, al contenido del
pensamiento divino; la materialidad (espacio-tiempo y materia-energía) que integra
su inmanencia, todo aquello que se da de acuerdo con un orden absolutamente
regular, pero que podría haber sido de otro modo si Dios así lo hubiera
querido ‒al contrario de la ley
matemática, expresión de su propia necesidad‒.
Esto es el cháos originario, que no es la “ausencia de orden”, como se
suele afirmar, sino “el orden que podría haber sido de otro modo”, la posibilidad
de que lo hubiera sido, que afecta a todo lo que no conlleve necesidad
metafísica (la sentada por el entendimiento divino). Estamos ahora ante la natura
naturata, el “mundo sensible” platónico entendido como la voluntad
divina. Obviamente, hablar de “entendimiento” y “voluntad” es una analogía
con capacidades propias de seres vivos orgánicos; pero una analogía que podría
basarse en capacidades o disposiciones del Ser que tienden a reproducirse en lo
existente, que mana de él, y a través de lo cual él llega a conocerse y a
cobrar consciencia de sí mismo (“despertar”).
Ya he distinguido antes el lógos
(razón o entendimiento divino, legalidad universal) del cháos (voluntad
divina, posición de materialidad), pero es necesario hacer una aclaración sobre
este último. El cháos es pensable como momento abstracto, y de hecho
sólo suele ser pensado así, como “desorden en general”; pero siempre está
sujeto a priori a la ley universal (lógos), en sus diferentes niveles
ontológicos de organización de la materia-energía. No obstante, hay un momento concreto
de cháos (“desorden propio de esta forma de organización específica”)
que se conserva, y luego se reproduce, en cada nivel de
organización material ulterior ‒es lo no deducible a priori a
partir de la ley del nivel anterior, como no lo es (como no es construible) la
propia existencia‒. Éste no puede obtenerse
racionalmente de análisis alguno; ni siquiera la infinita capacidad de análisis
del entendimiento divino podría hacerlo, porque no resulta de la
información dada inicialmente; si pese a ello Dios lo conoce es porque
“percibe” a la vez toda la eternidad, no porque surja necesariamente de su
propia legalidad (lo conoce como contingente). Más bien mana de su voluntad,
génesis ‒recordemos que inconsciente‒ de la materialidad (y este “momento de cháos”, de indeterminación,
en el ser humano se reproduce como libertad). Tal desorden primordial es
otro eco divino, esta vez el eco de la potencia divina, de lo infinito
en lo finito (“trascendencia”). No ha de entenderse como forma alguna de
“energía” (que ya es una forma de materialidad) o explicaciones similares, sino
como la potencia de lo subjetivo en lo objetivo, el resonar del devenir
(posición de materialidad) originario que alumbra lo nuevo en cada nivel
de complejidad material. O, dicho en otras palabras, el impulso, el ansia
divina de autognosis que supera todo lo ya formado y/o sabido.
El cháos, en cuanto momento del despliegue divino,
aparece con la propia materialidad y es imposible de separar de ella. Es lo que,
en ella, en cuanto posición originaria, no se deja reducir a lo
matemático; el “algo” que no se deja expresar matemáticamente. En otros
términos, es aquello en que la voluntad divina va más allá de su propio
entendimiento para poner algo que no se deduce de éste ‒y, por tanto, en su libertad‒. La materialidad (existencia) no es otra cosa que ese
“exceso ontológico” que constituye así la “libertad del Ser”: la multiplicidad,
diferencia y cambio de la voluntad que se contraponen a la unidad, mismidad y
permanencia del entendimiento. Y aunque dicha materialidad deba de suyo someterse
a la ley, su posición misma no se deriva de ella, así que tiene un
componente irreductible a lo legal que arrastra al siguiente nivel de
organización.
Sea como sea, lo material de algún modo tiene que “pagar” ‒como sentenció Anaximandro‒
ese exceso ontológico, y lo hace decayendo y finalmente desapareciendo; éste
es el reverso inevitable del devenir, que es vida, pero sólo en la misma medida
en que conduce invariablemente a la muerte. En ello consiste la asimetría
del Ser, el imposible equilibrio final, si irreversibilidad; el hecho de que el
entendimiento divino (la ley) exige la muerte de aquello a lo que ha dado vida su
propia voluntad inconsciente, llevándolo más allá de aquél, traspasando el
límite de la ley con la existencia. Sólo la ley misma puede ser eterna, pero
nunca el producto de la voluntad (la materialidad), que debe perecer, tanto cada
una de sus partes (entes) como su totalidad (universos). Todo lo habido se
conserva eternamente en Dios, que está fuera del tiempo que su voluntad alumbra
‒no hay “memoria” divina, sino omnipresencia
suya, en cuanto juez (aplicador de la ley que él mismo es) de cada
cambio de estado de la realidad‒, pero hasta los universos mismos
son temporales, y por tanto finitos y perecederos. La libertad del Ser
conduce así inevitablemente a su caducidad; esto es, que hay muerte
porque hay libertad (en Dios). [18/6/2024]
[26] SUEÑO
METAFÍSICO (III).‒ Un
problema consustancial a la noción misma de lo divino es la circularidad de
todas las supuestas pruebas que conducen hasta él. En efecto, partir de su
concepto como algo dado (argumento ontológico o deductivo) es ya de por sí una
petición de principio, pues ¿de dónde lo hemos sacado, salvo de
precomprensiones mítico-religiosas que son, precisamente, las que hemos de
poner a prueba? Pero, incluso cuando se parte de lo dado para remontarse hasta
su origen o causa primera (argumento cosmológico o inductivo), el hecho de que
nos detengamos en un momento dado en la cadena causal y no queramos seguir
retrocediendo ‒porque
ello supondría, en última instancia, remontarse hasta el infinito‒ introduce la arbitrariedad
en dicha detención: estamos, de nuevo, presuponiendo la noción de lo divino a
la que queríamos llegar antes de empezar la demostración. Ésta no es, por
tanto, algo que se revele en la propia demostración, que sería lo único
racionalmente legítimo. En cuanto al argumento teleológico (basado en la irreductible
complejidad del cosmos, que ha de presuponer un “diseñador inteligente”), que
ha convencido a brillantes mentes que no se contentaron con los dos anteriores,
no está más exento de presupuestos y de analogías injustificadas que éstos. La
cuestión, por lo tanto, es: ¿de dónde se extrae la noción de un ser creador
necesariamente único (dado que, como dije anteriormente, sólo éste es)
y, consecuentemente, infinito (pues si no hay otro, ha de serlo todo)?
Si tal noción es más que un mero pensamiento y corresponde a “lo que hay”, algo
debe llevar a inferirla forzosamente a partir de lo plural y finito. Y ese
algo, vagamente intuido pero confundido por las tradicionales pruebas
ontológica, cosmológica y teleológica, son las matemáticas. Dichas
pruebas emplean incorrectamente los conceptos de esencia, causa y
orden, respectivamente, considerándolos desde tres puntos de vista
distintos, cuando sólo unidos adquieren aquí valor explicativo y evitan aquella
circularidad. Reformulemos la argumentación:
1) Todo cuanto existe (“ente”)
está sujeto al orden matemático, es decir, a relaciones cuantificables. No hay
nada que sea puramente cualitativo, imposible de reducir a magnitud (lo único
que eso indica es que aún no hemos sido capaces de explicarlo). Esto incluye cualquier
forma de materia-energía, pero también el propio espacio-tiempo, que no es una “forma
pura” anterior a lo matemático o fuente suya, sino que es tan matematizable
como lo demás (el espacio-tiempo también existe). Las matemáticas son
ontológicamente anteriores, son la condición de posibilidad de la existencia de
todo; lo material ‒en este sentido amplio‒ las presupone, pero no a
la inversa. Son puramente formales, esto es, ideales (expresan
posibilidades, no realidades). Como tales, son aplicables a cualquier
materialidad posible, y por tanto, a cualquier universo posible: otro universo no
podría regirse por leyes matemáticas distintas, aunque sus leyes físicas sí lo fueran.
Pero entonces, esa idealidad que toda materialidad presupone ha de ser inextensa
e intemporal (pues no presupone el espacio-tiempo, aunque sí al revés);
y por ello, unidad pura sin multiplicidad (partes extra partes) de
ningún tipo. Ahora bien, eso es pura interioridad. Y donde hay
interioridad no puede haber materia, sino lo que la tradición denomina “espíritu”
o, en una terminología más neutra, “subjetividad trascendental”. Ésta no puede
estar a su vez sujeta a medida, no puede estar determinada en modo alguno ‒es la posibilidad y, por tanto, la libertad
absoluta‒,
así que habrá de ser infinita y eterna; pero esa infinitud y eternidad son
puramente inmanentes, intensionales ‒“más
allá” del espacio y del tiempo (y así, asunto de la metafísica), pero, por ello
mismo, a la vez en todo espacio y tiempo‒.
Esa intensión pura es pensamiento, pensamiento infinito, pues sólo en éste
puede darse una multiplicidad que es inextensa y simultánea, y de este
modo, a la vez, unidad absoluta. La esencia (orden matemático) de
todo lo existente es, en suma, conciencia. Podemos concluir que hay Dios
del hecho de que hay relaciones matemáticas puras, anteriores al espacio y al
tiempo, a toda materia y energía, y consiguientemente, a toda subjetividad
particular, que no las crea, sino que las descubre como algo anterior a
todo pensamiento finito.
2) Dios es Uno y es Todo porque
es infinito, de modo que nada puede haber fuera o aparte de él; la
posibilidad (libertad) absoluta desaloja toda otra posibilidad. Pero,
precisamente porque es Uno y Todo, no puede ser una autoconsciencia, la cual
siempre se define con relación a otro; no existe el Otro de Dios ‒nada hay fuera de él‒,
así que éste, cuya esencia es pensar, sólo piensa su propia inmanencia, de la que
es causa. Por eso podemos decir, y es más que una analogía, que “sueña”,
que es un Dios “durmiente”: pues todo lo que percibe, lo percibe en sí y
es parte de sí, y no hay otra realidad que ésa.
3) Además, Dios es Uno porque
sólo hay un orden (matemático) de lo real. En efecto, la subjetividad
(interioridad) infinita no puede tener exterioridad alguna. Y si no hay ninguna
exterioridad a él, y además Dios es eterno (simultáneo a todos los puntos
temporales), tampoco habrá finalidad alguna. Sin embargo, desde la
temporalidad finita ‒esto es, para cualquier ente
autoconsciente‒ la simultaneidad absoluta
es imposible de intuir, y por ello tendemos a encontrar una finalidad de los
procesos donde lo que hay es un orden interno que no apunta a nada
fuera de sí mismo. Por todo ello, y para concluir, Dios no es ningún “ente
supremo”, sino el Ser; no es el primero de la serie causada, sino el primero y
único fuera de ella, y a la vez toda ella. Como quiera que pudiera
haber, por hipótesis, infinitos universos aparte del nuestro, esto
conlleva la afirmación del pan(en)teísmo. [12/5/2024]
[25] SUEÑO
METAFÍSICO (II).‒ Pensemos
en la muerte no sólo como un inevitable trance de la existencia, sino como toda
una condición gnoseológica, una desatendida forma de comprensión de la
realidad. En efecto, meditar sobre ella, más allá del miedo que nos produce y
de la inquietud por nuestro destino tras la misma (un “más allá”, un “retorno” o “la nada”), podría arrojar
mucha luz sobre esta cuestión ontológica. El problema es que habitualmente la
vela, de hecho, porque nuestra propia vida, nuestra subjetividad, nos impide
pensar de manera adecuada en la realidad como tal; la eclipsa. Es
precisamente lo que no nos deja abismarnos en la “transjetividad”, la “interioridad
divina” en la cual se despliega la objetividad como su “narración” ‒pues es el Ello trascendental y es, a la vez, la sustancia
de lo real; forma y materia universales‒. Nuestro yo particular nos nubla
para apercibir lo que hay más allá del mismo, algo que en ningún caso es
psíquico (al modo del “inconsciente colectivo” de Jung), sino un sustrato
ontológico, y esto quiere decir “divino”. Nuestro yo nos diferencia de lo otro,
y con ello nos ciega a la teofanía del ser, a la ontofanía de Dios,
dado que sólo nos percibimos a nosotros mismos, a nuestros sentidos internos y
externos y a nuestra propia consciencia. Pero, tras rasgarse con la muerte el
“velo de Maya” que eclipsa ese “fondo”, lo único que queda es la consciencia
divina siendo y pensándose (percibiéndose) a sí misma a la vez; una luz, por
así decirlo, mucho más intensa, pero también más lejana que la de la autoconsciencia
del yo; un inconsciente impersonal y universal, esto es, ni psíquico ni
colectivo, sino único. Todo es “ello”, y por tanto, todo es divino, todo
es en cierto sentido y en cierto grado “consciente” (al modo de la perceptio
de la mónada leibziana). Así, todo nos percibe, todo nos contempla ‒estas paredes, esta mesa, esta pluma con que escribo‒, aunque no sea consciente de sí, aunque no pueda superar su
propia opacidad material: todo es “espíritu”. Y morir, en consecuencia, como siempre
ha entendido cierta sabiduría popular, sería volver a dormir, regresar al
“sueño eterno” ‒nunca “despertar”‒; sería trascender la separación en que consiste la
vida para reintegrarse en la unidad, en la (in)consciencia universal. Todas
las creencias y teorías sobre la metempsícosis y la anámnesis se basan en esto,
comprendan o no su fundamento (en esta dirección fueron, según alcanzo a
entrever, los Misterios griegos): no hay, en rigor, autoconsciencia individual
que retorne, sino la sola y única consciencia divina, encarnándose
(“materializándose”), saliendo de sí y sólo de esta manera experimentándose a
sí misma, pues sólo separándose y sufriendo ‒como
enseñan Buda o Cristo‒ llega a ser autoconsciente.
[24] SUEÑO METAFÍSICO.‒ Imaginad un Dios durmiente, una vastísima, infinita
consciencia, cuya razón es la ley universal o forma a la que se somete todo cuanto
hay, y lo que hay no es
sino su voluntad, el propio contenido
de su pensamiento (pues
nada puede haber fuera de él, dado que es infinito); así ha de ser entendido lo real, lo que
acaece, que no por ello pierde un ápice de su entidad. Pero ese Dios no es
consciente de sí mismo, sino únicamente de lo que piensa. Es lo que él piensa,
y lo que él piensa, es. Lo cual nunca es un “Yo soy”, dado que no tiene un
“otro” en relación con el cual compararse; porque, siendo infinito,
siéndolo todo, no puede tener una identidad, la cual consiste en “no ser
lo(s) demás”, en “oponerme a lo que no soy”. Así pues, este Dios sólo es el propio
contenido de su pensamiento pensándose a sí mismo, y por eso cabe llamarlo durmiente,
porque es una consciencia que no repara en sí mientras sueña universos ‒en plural, infinitos, como corresponde a la potencia
productiva de un ser infinito, que no puede detenerse en finitud alguna‒. El único conocimiento de sí que este ser infinito puede alcanzar
son las autoconsciencias resultantes de sus propios procesos “oníricos”, o lo
que es igual, volitivos (su voluntad es la posición de toda existencia, y
del propio espacio-tiempo en que ésta tiene lugar, sometidos ambos al orden
de su razón). Y así se desarrollan universos, incontables “sueños”, en su
consciencia eterna; como ensayos y experimentos del Dios durmiente. En cada uno
de ellos, por su propia ley de desenvolvimiento, puede llegar a aparecer la
vida, y cuando ésta se da, llega primero a ser consciente de su entorno, y
luego vagamente autoconsciente, y más adelante despierta a la inteligencia y a
una consciencia compleja de sí, y llega finalmente a la transmisión entre
generaciones de conocimientos y experiencias, que se acumulan en un espesor de
memoria colectiva (la “cultura”, el “espíritu finito”) que permite a esa
autoconsciencia alcanzar grados de cuestionamiento religiosos y filosóficos; de
este modo, en última instancia, esa vida inteligente y cultural, producto del
sueño divino, reflexiona sobre el origen y el sentido de su propia existencia,
y ello la conduce a la existencia de un Creador. Así es como éste alcanza su
propia autoconsciencia a través de dichas criaturas, esto es, de las chispas de
su propia infinitud, pavesas finitas por él soñadas; y mediante ellas, y sólo
así, se piensa y se siente, pero siempre desde la limitación y opacidad de
esa perspectiva finita. Por tanto, el Dios durmiente sólo es consciente de
sí a través de entes cuya existencia es limitación, separación, y por
eso mismo dolor y sufrimiento, enfrentamiento y muerte; entes cuya venida a la
existencia es el despertar a una realidad que supone para ellos la
pesadilla ‒el trauma ontológico‒ de la que anhelan escapar en un “más allá” que sería el regreso
al sueño divino, a la disolución en el Dios indolente, en la consciencia
infinita que carece de limitación alguna y que nada sabe de sí mientras sueña
infinitos universos. O sea, dejar de ser consciencia finita para formar parte
indivisa del inconsciente infinito. [3/3/2024] [23] NEUTRAL VS. IMPARCIAL.‒ El filósofo es un ser humano situado histórica
y socioculturalmente, como cualquier otro, y por ello tiene unos vínculos
emocionales y unos compromisos morales particulares, de modo que no puede ser neutral
ante los dilemas que plantea su época; no puede permanecer indiferente ante el
mundo que lo rodea, porque sencillamente no sería humano. Pero una cosa es el
filósofo como persona, y otra es su labor intelectual. Porque la filosofía, en
cuanto aspiración a lo ideal ‒a la verdad, la bondad y la
belleza‒, esto
es, en cuanto (auto)exigencia de universalidad del lógos, ha de ser no ya
neutral, pero al menos sí imparcial. Esto cabría desearlo de cualquier
ser humano, naturalmente, como seres racionales que somos; pero sería demasiado
desear. Sin embargo, lo que de cualquier otro podría ser deseable, para alguien
que pretende dedicarse a la filosofía es un requisito. Ésta, en efecto,
ha de ser lo más objetiva posible ante cualquier litigio entre partes, no
importa si hablamos de cuestiones gnoseológicas, éticas, políticas, o del tipo
que fueran. De modo que el filósofo debe huir a toda costa de la parcialidad,
no hacer nunca concesiones a la misma, sino ser lo que siempre debió ser ‒haya
cumplido este deber o no‒, es decir, un contemplador ecuánime
del mundo. Éste fue el sentido originario del “teórico”, del theorós,
el observador que las póleis enviaban a los juegos. La misma raíz del
término théatron, “teatro”.
Ciertamente, no podemos experimentar la muerte en
vida, ni mucho menos lo deseamos ‒lo que hago aquí no es ningún
llamamiento funesto ni tiene nada que ver con la mortificación o con un
ascetismo mórbido‒. Pero sí nos cabe
pensarla, en un máximo ejercicio de abstracción (teoría) y de meditación
(praxis), como el insalvable límite entre el conocimiento y lo incognoscible; el
límite en que ha de demorarse la sabiduría para trascender lo dado (nuestra
experiencia finita) y encontrarle un sentido. Se trata de un ejercicio de alta imaginación
abstractiva: consiste en meditar sobre la desaparición del propio yo, con
la extinción de la propia subjetividad pensante ‒un ejercicio muy
“anticartesiano”, si se me permite la expresión‒.
Y, como resulta imposible pensar la propia muerte, pues la conciencia se
puede vaciar de todo objeto, pero no de sí misma, metodológicamente queda aún
la posibilidad de pensar esa consciencia como expropiada de todo rasgo
subjetivo, particular, “mío”; como la inconsciencia divina en la que nos
sumergimos tras la muerte; como el regreso de esa esquirla divina que es el
alma a la fuente del espíritu, de la que, de forma efímera, ha estado separada,
y que ahora regresa a sí, como la gota de agua al océano, indiferente a la
máscara que ha llevado y a las vivencias que ha tenido: mera experiencia
acumulada por la consciencia infinita e impersonal en su proceso de autognosis,
el cual no es otra cosa que el universo, un universo soñado, uno entre tantos. Desprovista
de toda nota particular, de todo rasgo que la diferencie de objeto alguno, lo
que queda en esta imaginación abstractiva ‒en este “vislumbre de la muerte”‒ no es la res cogitans, sino la propia res
infinita de la que aquélla es recorte, perspectiva singular, privación. Eso
es lo que hay que intentar pensar, la experiencia límite que alcanzar. Porque
la vida es sueño, literalmente, como supo verlo Calderón con agudeza metafísica
sin par; sólo que nosotros no somos los que soñamos, sino lo soñado. Y
este gran teatro del mundo no es otra cosa que el mundo sensible de Platón (o
sea, la res extensa), o sea, el soñarse divino, del cual los
entes somos modos finitos, “artefactos ontológicos” ‒en
nuestro caso, “dispositivos sentientes”‒ con los que ensayar posibilidades
y combinaciones, infinitas situaciones, como corresponde al desenvolvimiento de
un ser infinito. Y el sueño de Dios es la dramaturgia metafísica a la que
llamamos “existencia”, de la cual regresamos al morir, al dormir… para
encontrarnos siendo Dios mismo, para no ser ya más quienes fuimos en el
sueño; pero todo lo soñado persiste. Pues cada “dispositivo”, cada
“actor” del drama, es una estructuración coherente de experiencia, cúmulo de información
viva que existe por siempre en el infinito intelecto divino. No en la “memoria
divina”, que no hay tal, pues no tiene sentido hablar de la memoria de un ser
eterno; sino en su simultanea contemplación de todos los momentos, en el
permanente “ahora” que es la eternidad. [18/4/2024]
El filósofo, así pues, en cuanto
filósofo, debe huir de los partidismos y activismos que rebajan y caricaturizan
a la filosofía. Es muy grave que la identificación de ésta con ciertas posturas
sociopolíticas llegue a poner en tela de juicio, o simplemente a ignorar, la
instancia racional que tendría que ejercer un cierto arbitraje entre los
discursos y, por ello, desde la que deberíamos resolver los litigios morales o
políticos. Porque ésta es una función social primordial de la filosofía, al
margen de cómo lo desarrolle cada teoría concreta: ser un espacio de
interrogación, de duda y escepticismo, de abstención ante las opciones del
mundo, precisamente en la medida en que es el esfuerzo racional por ser
árbitro de las disputas. Lo cual no quiere decir que sea “equidistante” ante
los conflictos, sino que sea, de hecho, un referente intelectual y ético
ante los mismos, que proporcione una “vara de medir” a las distintas partes.
Y, dicho sea de paso, ante todas éstas siempre es muy conveniente mostrar una sana
actitud socrática, irónica, descreída. Saber reírse es la mejor demostración de
que se está en el extremo opuesto de todo fanatismo.
Ciertamente, esto es cada vez
más difícil hoy en día; la polarización, por no decir la puerilidad mediáticamente
inducida por la sociedad actual, tiende a lo opuesto, a una toma de partido
cada vez más incondicional e irreflexiva. No obstante, la serenidad y la
madurez reclaman, contra este “sumergirse en el mundo” sin matices, la actitud contraria,
un “apartarse del mundo”. Es lo que pide una mayoría de edad intelectual ya
escarmentada de tantos errores y fracasos relacionados con la adhesión y la
legitimación de las partes; una sensatez que comprende lo que eso supone y las
penosas consecuencias que arrastra consigo. Es un camino duro, porque resulta
doloroso en lo personal y generalmente es incomprendido en lo social; pero es,
por encima de todo ello, muy necesario. Responde al deber de preservar vacío un
lugar ideal del que nadie debe apropiarse jamás ‒el de
la razón‒, y
del que cada una de las partes enfrentadas será siempre una mayor o menor desviación
real, que como tal deberá ser juzgada. [8/2/2024]
[22] EL MUNDO ANOCHECE.‒
El mundo anochece, mudo y sordo,
ante formas y artificios que,
lustrosos ídolos, todo lo eclipsan;
el fértil vientre que los engendró
se contrae, dolorido y despreciado,
llamándonos a lo que nos es propio
‒el lejano parentesco con lo divino,
la tarea de dar forma a otra vida,
de erigir cobijos contra el ocaso‒,
a ser dueños de nuestras obras,
y no sus postrados adoradores.
Pues portamos la llama inextinguible,
somos los testigos del pródigo mundo,
ecos de la voz que todo lo alumbra.
ante formas y artificios que,
lustrosos ídolos, todo lo eclipsan;
el fértil vientre que los engendró
se contrae, dolorido y despreciado,
llamándonos a lo que nos es propio
‒el lejano parentesco con lo divino,
la tarea de dar forma a otra vida,
de erigir cobijos contra el ocaso‒,
a ser dueños de nuestras obras,
y no sus postrados adoradores.
Pues portamos la llama inextinguible,
somos los testigos del pródigo mundo,
ecos de la voz que todo lo alumbra.
[25/1/2024]
[21] SUPERIORIDAD.‒ La gente de letras ‒entre la que se supone que debo contarme‒ que presume de tener un conocimiento privilegiado de la realidad a través de algún tipo de “intuición” o de “visión cualitativa" de las cosas (y ello hasta el punto de creerse la verdadera “vanguardia” del conocimiento, los que “piensan", a diferencia de los científicos, que “sólo" calculan y experimentan), simplemente padece el efecto Dunning-Kruger sin ni siquiera sospecharlo; su superioridad intelectual, derivada del absoluto desconocimiento del tema del que habla, se lo impide. Pero esto no es más que un (muy extendido) sesgo cognitivo, por el cual la propia ignorancia en un asunto (en este caso, el trabajo científico real) lleva a convencerse de que se está muy por encima de él ‒y de esa pretendida superioridad intelectual se deriva, por una también muy extendida falacia, una supuesta superioridad moral‒. Tanto mejor se cree uno cuanto más demuestra un desconocimiento profundo acerca de un tema; y, a la inversa, tanto más modesto se muestra a medida que va comprendiendo lo mucho que desconoce. Esta humildad, ejemplificada en el tópico “sólo sé que no sé nada", debería caracterizar siempre la actitud de quien se dedica a las letras y, muy especialmente, a la filosofía. También la de “los de ciencias" cuando se salen de su campo, por supuesto; pero es que, al menos cuando permanecen en éste, sí que pueden reivindicar la cientificidad de su trabajo. Hay que respetar escrupulosamente las jurisdicciones teóricas. [27/12/2023]
[21] SUPERIORIDAD.‒ La gente de letras ‒entre la que se supone que debo contarme‒ que presume de tener un conocimiento privilegiado de la realidad a través de algún tipo de “intuición” o de “visión cualitativa" de las cosas (y ello hasta el punto de creerse la verdadera “vanguardia” del conocimiento, los que “piensan", a diferencia de los científicos, que “sólo" calculan y experimentan), simplemente padece el efecto Dunning-Kruger sin ni siquiera sospecharlo; su superioridad intelectual, derivada del absoluto desconocimiento del tema del que habla, se lo impide. Pero esto no es más que un (muy extendido) sesgo cognitivo, por el cual la propia ignorancia en un asunto (en este caso, el trabajo científico real) lleva a convencerse de que se está muy por encima de él ‒y de esa pretendida superioridad intelectual se deriva, por una también muy extendida falacia, una supuesta superioridad moral‒. Tanto mejor se cree uno cuanto más demuestra un desconocimiento profundo acerca de un tema; y, a la inversa, tanto más modesto se muestra a medida que va comprendiendo lo mucho que desconoce. Esta humildad, ejemplificada en el tópico “sólo sé que no sé nada", debería caracterizar siempre la actitud de quien se dedica a las letras y, muy especialmente, a la filosofía. También la de “los de ciencias" cuando se salen de su campo, por supuesto; pero es que, al menos cuando permanecen en éste, sí que pueden reivindicar la cientificidad de su trabajo. Hay que respetar escrupulosamente las jurisdicciones teóricas. [27/12/2023]
[20] DESTRUCTIVIDAD.‒ La filosofía no debe centrarse en ser destructiva, si no es como momento de un proceso intelectualmente (re)constructivo; el tremendo impás que supone el pensamiento "posmoderno" (deconstructivista, metaescéptico, ultracínico) radica precisamente en esa corrosiva infertilidad ‒aparte de su patológico anticientifismo, muy coherente con ella‒. Yo mismo lo noto, he de confesar mi parte de culpa: pierdo demasiado tiempo y energía en librar batallas estériles contra algo (ora esto, ora lo otro), en vez de estar produciendo, trabajando para algo. [23/11/2023]
[19] "NOSOTROS, LA CULTURA".‒ Escucho al enésimo dramaturgo español que acaba de estrenar una obra acerca de la Guerra Civil decir lo mismo que escuché no hace tanto a Cristina Morales en una entrevista radiofónica, que es a su vez lo mismo que le escuché a Amenábar cuando el estreno de su Mientras dure la guerra. Un mensaje muy extendido, de hecho, entre toda esta "intelectualidad": y es que en el instituto no les enseñaron todo, y que luego han tenido que aprender cosas por su cuenta, leer mucho, etc. Su conclusión: el sistema educativo no funciona, es deplorable, porque sólo te da unas bases y luego tienes que hacer tú el trabajo duro de seguir formándote y profundizar en el conocimiento. O lo que es igual, que si no te lo han enseñado todo (literalmente), es que no te han enseñado nada. Pues bien, ¡menuda intelectualidad! Me recuerda mucho a los llantos de mis alumnos: esos lamentos porque la cultura es algo que, supuestamente, te tienen que proporcionar hecho y acabado (y quizá envuelto en papel de regalo y con un lacito), y si no, es que no vale nada en absoluto. ¿Qué es eso de tener que aprender cosas por uno mismo? Escucho también a titulados universitarios quejumbrosos por lo mismo: dicen que tienen que aprender mucho por su cuenta; que sólo cuando terminan la carrera "empiezan a aprender de verdad", que "sólo les han enseñado una base", etc., etc. ¡Pues claro! ¿Pero qué se ha creído esta gente? ¿Qué piensan que son unos estudios, una carrera, la formación de una persona? Menuda concepción consumista del conocimiento como un pack por el que has pagado y que, en consecuencia, te tienen que entregar completo, como si fuera una Play Station 4 o la paella en una terraza de la playa. Quien no se haya enterado (y esos tres ya tienen edad para ello) de que la cultura es algo que uno mismo va forjándose durante toda la vida, ciertamente no se ha enterado de nada, pero el problema es suyo, no está en quien les enseña. Ars longa, vita brevis, decían los antiguos, quienes por lo visto sabían de esto bastante más que los muy modernos. Los que luego no dejan de presumir de que "nosotros somos la Cultura". [29/6/2023]
[18] RACIONAL Y RAZONANTE.‒ La persona razonante aspira a darse fines en la vida que obedecen a la razón, no al simple mantenimiento de las condiciones materiales o a los placeres o a las satisfacciones de lo simbólico (en esto la racionalidad se diferencia de la inteligencia). Sublima su vida al máximo ‒o lo que es igual, la "refina"‒ y prescinde de pulsiones, lujos y, en general, de todo lo accesorio y efímero. Con ello se convierte en máximo exponente de lo que es la especie humana en cuanto tal, es decir, en cuanto "animal racional". En efecto, su vida se ordena del modo más alejado posible de la animalidad y sienta ejemplo a seguir por el colectivo, modelo de conducta virtuosa, "sabiduría". No sólo es un "intelectual" (que eso es lo de menos), sino que ha de poseer el matiz de la nobleza, que radica precisamente en la universalidad y desinterés de su comportamiento. De una "indiferencia elevada" frente a lo irrelevante. [17/4/2023]
[17] META-FÍSICA.‒ Uno de los mejores libros de filosofía que he leído en mucho tiempo es La totalidad y el orden implicado de David Bohm, físico especializado en mecánica cuántica (el libro en cuestión tiene sus años ya, es de 1980). Con eso lo digo todo. En las facultades de filosofía deberían dejar de perder el tiempo con tanto esteta posmoderno y tanto provocador barato y leer más a autores como éste. Que hoy sean los físicos los que quizá tengan algo relevante que decir en filosofía (y no hablo ya de epistemología, sino de la más pura ontología y la confrontación con los grandes problemas teóricos clásicos) es algo que el gremio filosófico debería hacerse mirar. Luego nos quejamos cuando nos orillan en el ámbito educativo o cultural en general, pero ¿acaso estamos haciendo algo real para contribuir al progreso del pensamiento? [17/12/2022]
[16] INTELIGENCIA EMOCIONAL.‒ Menudo timo, el de la inteligencia emocional. O lo que es igual: cómo el capitalismo te vende tus propias emociones, convenientemente "arregladas". Antes reducto privado, lo único que no te podían dar o quitar, ahora lo subjetivo-emocional es una mercancía más, perfectamente programable. Así, el sistema económico genera estados emocionales que siempre le benefician, desactivando aquellos que podrían llegar a perjudicarle (por ser económicamente disfuncionales o políticamente antagónicos). Y encima te cobra por ello, ya sea al ir al cine, al descargar música, al ver series en plataformas, al hacer cursillos, comprar libros de autoayuda, etc. El propio lenguaje económico-empresarial se infiltra en este ámbito, al hablar de “gestión (management) de las emociones” como si el propio yo se tratara de una empresa a la que hay que sacarle beneficio. Y, en efecto, las emociones son la mercancía clave del siglo XXI, junto con la información. Ahora bien, cuanto más emocional es la conducta, menos inteligente se muestra, por más que se insista tanto en la "inteligencia emocional" y aunque decirlo no encuentre buena acogida; la asimilación sistémica, propia de los libros de autoayuda, ha calado tanto que todo el mundo traga este discurso sin rechistar. Nadie puede cuestionarlo sin ser un "desalmado" o incluso un "psicópata"; hoy en día "carecer de empatía" es ya un insulto, cuando no una refutación. Pero las emociones no liberan; te dominan. “Patético” es precisamente el que se deja arrastrar por el páthos, por las pasiones. Esto lo han sabido todas las épocas menos la nuestra. De ahí que autores lúcidos como Chomsky hayan denunciado que la inteligencia emocional es un instrumento para crear una sociedad mentalmente debilitada y conformista, que se cree rebelde por "consumir hábitos" (como dice esa repulsiva jerga mercadotécnica) irracionales, "blandos", alternativos o políticamente (in)correctos, diseñados a medida para ella. [7/11/2022]
[15] PRIORIDADES.‒ Las luchas transversales (con sus respectivos colores: verde, violeta, arco iris, etc.) están muy bien; vaya por delante que cuentan, en principio, con todas mis simpatías. Pero mientras no se afronte como prioritaria la lucha principal, que es la económica, todas las demás diferencias y problemas seguirán estando ahí, porque son consecuencias de esa diferencia estructural y generatriz de la lógica sistémica. Dejar ésta de lado como algo "viejo", "rancio", "demodé", en favor de otras mil causas, es una estrategia (muy del posmodernismo y su infinita proliferación de "relatos") que sólo beneficia al propio sistema que se dice combatir, el cual incentiva, de hecho, esta forma "transversal" de pensar y actuar, a través de sus canales ideológicos y propagandísticos. Cualquier causa es buena y encuentran apoyo siempre que no toque lo importante, que es lo económico. Mientras no sea así, se deja al activismo discutir y criticar lo que sea; ahora bien, cuando se pone el dedo en la llaga se desata la maquinaria político-mediática acerca del "terrorismo", el "guerracivilismo", el "regreso al siglo XIX", el "eje del mal" de turno, etc.; y esto afecta incluso a los partidos y medios que se dicen "progresistas". Hay que repetirlo una y mil veces: ser de izquierdas no es una estética, ni tiene nada que ver con tantos activismos buenistas que hoy abundan; es una postura económica inseparablemente unida al mundo del trabajo y orientada a la redistribución de la riqueza socialmente generada. Todo lo demás, insisto, está muy bien, pero son cuestiones colaterales y nunca se arreglarán mientras no se arregle la fundamental, de la cual a menudo están ahí, precisamente, para distraer. [14/10/2022]
[14] INCONSISTENCIA.‒ Si defiendes una teoría (o se trata de unos "principios", una "causa por la que luchar", etc.) de la que puedes deducir una consecuencia práctica o su contraria, dependiendo de los intereses del momento, o del humor del que estés, o de quién emplee dicha teoría y para qué, entonces lo que estás defendiendo no es una teoría (o unos "principios", una "causa", etc.), sino una mera construcción retórica de muy mala calidad, cuyo único propósito es a todas luces el oportunismo ideológico. Y esto es lo que abunda hoy en día entre una "intelectualidad" al servicio de diversas trincheras políticas, activismos, batallas culturales y demás; lo que nunca hubiéramos visto hacer a los pensadores "clásicos", cuyo pundonor estaba siempre por encima de eso, o por lo menos nunca fueron tan obvios y tan poco inteligentes. Pero, en fin, tocan tiempos de miseria intelectual e inconsistencia... Y por eso falla todo intento de lograr fines políticos concretos, de producir los necesarios cambios sociales: aparte de otros factores, obviamente, porque no hay una verdadera intelectualidad detrás, estructurando esos discursos rectores y detectando sus contradicciones, para señalar metas realistas y practicables. Sólo hay gente pequeña, que salta de lo ideológico a lo estético y de lo estético a lo ideológico; pura pose del nuevo pensador-influencer, siempre opinando acerca de todo (o sea, hablando desde la más absoluta gratuidad), y buscando ante todo consolidar su marca personal de intelectual con "una voz" y "un estilo" propios e inimitables. Y así, contribuyendo desde su irresponsabilidad a desactivar toda posibilidad de cambio social efectivo. [12/9/2022]
[13] A LA DEFENSIVA.‒ Es imposible la convivencia en una sociedad en la que todo lo que a uno no le gusta es tachado automáticamente de "agresión" o "violencia". La gente, sencillamente, ya no sabe convivir, o lo que es igual, ya no sabe vivir (pues no puede haber una cosa sin la otra). Esa actitud es un rasgo propio del infantilismo y la inmadurez. Y lo que resulta de ella no es una sociedad, es más bien un agregado de ermitaños histéricos que no tienen exterioridad a la que huir y por eso huyen hacia una interioridad (normalmente grupal, identitaria) vacía y artificial. [22/8/2022]
[12] ARTE Y PUBLICIDAD.‒ Dice una de esas frases que se han convertido ya en
un eslogan y todo el mundo repite: «La creatividad sin estrategia se llama arte. La creatividad
con estrategia se llama publicidad» (la frase en cuestión es de Jef Richards,
que no por casualidad es profesor de Publicidad en Austin). Y cabe preguntarse,
yendo un poco más lejos, si gran parte del arte, por no decir prácticamente
todo, que viene haciéndose en las últimas décadas ‒quizá el último medio siglo‒
no es sino publicidad. A saber, la publicidad del propio artista, que es realmente
la mercancía en sí que se vende. La obra es sólo su spot; ésta nunca
es el “fin” de la experiencia estética, sino el “medio” de la misma para un fin
no-estético, sino comercial: el artista se ha convertido en un productor de mercancías
estéticas que se anuncia a sí mismo a través de éstas. Lo que se vende en el
sentido más literal, en esta “era de la reproductibilidad técnica” devenida
ahora “era digital”, es su marca de autor; o sea, lo que un publicista denomina
branding. El “consumidor” paga por tener algo (objeto, evento, archivo) con
su firma ‒cada vez más, en el futuro,
probablemente se trate de un NFT o cualquier cifrado blockchain análogo‒. Un producto considerado, lisa y llanamente, como una “inversión”
que se revaloriza para su reventa en función no ya de criterio cualitativo
alguno (“Arte”), sino por su mera exclusividad, por su valor como “mercancía
única e irrepetible”. En esta concepción capitalista-financiero-especulativa
del arte, sin duda alguna, hay una estrategia, es una estrategia:
tenemos un nicho de mercado al que la obra se dirige como su target, una
segmentación del mismo, y fórmulas bastante estandarizadas de captación y
fidelización de la “clientela”. Y ello por no entrar aquí en otra cuestión
convergente, la del activismo político que se ha convertido en canal
preferente de comunicación con el mercado potencial, y así, en la propia forma
reconocible de la obra; una forma que ha terminado devorando todo contenido
posible de la misma (por traer a colación esta vez a McLuhan, «el medio es el
mensaje»). En resumen, el límite entre arte, ideología y publicidad, así como el
que lo separa del diseño ‒el otro eje del “combinado
estético” dominante‒, cada vez está menos claro, si
es que hay, hoy en día, algún modo de diferenciarlos. [15/7/2022]
[11] ARTE.‒ Escucho decir en una tertulia radiofónica que “no se puede hacer arte cuando la realidad se ha roto". Esto, claro está, a propósito de la creatividad artística en las condiciones actuales. Y me pregunto ¿qué quiere decir algo así? ¿Qué concepción es ésta del arte, entendido como cosa propia del Bienestar, como ejercicio ocioso de clases medias que se desahogan de esta forma porque todo les va bien? A lo largo de toda la historia (pero basta con echar un vistazo a los siglos XIX y XX), el artista ha conocido todas las privaciones y penalidades, ha vivido guerras, hambre y hasta el Holocausto, y de ahí han salido algunas de las más elevadas expresiones de eso que llamamos el “espíritu" humano (cuya materialización más prístina es, precisamente, el arte). Y esas penosas condiciones han sido, de hecho, las que impulsaban al artista a mostrar algo que se sobreponía a todo ese dolor y miedo, algo que lo vencía, incluso mediante sus más aterradoras y literales descripciones. Pero, ahora, los acomodaticios “productores de contenidos culturales" están bloqueados por lo que sucede: la crisis económica, la pandemia, la desglobalización... Sus problemas me parecen muy sintomáticos de la situación en la que estamos, del impasse de Occidente, que ciertamente, como civilización, ya no parece que vaya a dar mucho más de sí. Entiendo que en estos momentos haya grandes impedimentos materiales para la práctica artística, pero incluso un pintor separado de su estudio puede dibujar, llenar hojas y cuadernos de esbozos, de ideas, manifestar, precisamente, lo que ocurre (ahora mismo, mientras está ocurriendo); no digamos ya un escritor (que era el caso del que hablaba en esa tertulia), que siempre podrá hacer su trabajo esté donde esté. ¿Acaso quiere decir que Goya acometió Los desastres de la guerra porque su realidad era fácil y cómoda? Es pasmoso ver hasta qué punto se ha consolidado esa visión del arte como una actividad que, básicamente, nos saca del aburrimiento producido por el exceso de comodidades de nuestro mundo. Una simple rama de la industria del entretenimiento. [15/6/2022]
[10] AURA.‒ La edición de obras clásicas de la pintura o la escultura en formato GIF (y otros) está produciendo uno de los efectos artísticos más sorprendentes en mucho, muchísimo tiempo. El arte, al fin y al cabo, tiene que sacudir la percepción, que ya teníamos bastante anquilosada. De repente, las obras recuperan el “aura" que, como decía Benjamin, habían perdido; pero la paradoja es que lo hacen precisamente gracias a la “reproductibilidad técnica" que, según él, era lo que venía a robársela. Un fenómeno, sin duda, curiosísimo. [24/5/2022]
[9] IDEOLOGÍAS.‒
Cada vez tengo más claro que ser
“de izquierdas" o
“de derechas" refleja la preferencia de cada cual por que le
mientan sobre unos temas o sobre otros. O lo que es igual:
ante qué parcela de la realidad se quiere permanecer ciego.
Por lo general, porque se es
emocionalmente incapaz de aceptarla.
[15/4/2022]
[8] VICTIMISMO.‒
La gente que siempre está hablando de “ambientes tóxicos”,
de la “presión de grupo”, etc., ¿no suele ser la misma que
crea ambientes tóxicos, que ejerce presión de grupo, etc.,
en su entorno, en su centro de trabajo o de estudios? Esa
gente que ha hecho del martirio la causa de su existencia y
que no deja de llorar porque le hacen la vida imposible por
ser “x”, mientras que, a la vez, no deja de hacerle la vida
imposible a otros por ser “y”. En su “causa” se adivina la
confesión de su propia culpa, de unos mecanismos
psicológicos que conocen muy bien, porque no dejan de
ejercerlos con terceros a la vez que los denuncian. Lo veo
con muchísima frecuencia. Es más, diría que lo veo a diario.
Ese jugar con la culpabilidad ajena para ejercer sutilmente
formas de dominio es algo que intenta hacer hoy, quizá,
casi todo el mundo. Puede que sea tan antiguo como la
historia de la propia moral, pero ahora está de moda hacerlo
con enorme desfachatez, e incluso está socialmente bien
visto. [20/3/2022]
[7] MODAS INTELECTUALES.‒
Es tan fascinante desde el punto de vista psicológico,
como repugnante desde el punto de vista teórico, ver la
pasmosa facilidad con la que muchos se suman a las nuevas
(y efímeras: tiempo al tiempo) modas intelectuales
para, desde el primer segundo, insultar y despreciar a los
que no lo han hecho, como si ellos llevaran allí toda la
vida (y como si eso, en todo caso, les concediera derecho
a hacerlo).
Son más papistas que el Papa; pero, claro, tienen que
demostrar públicamente su conversión, que tiene
poco de intelectual y mucho de religioso.
[12/2/2022]
[6] FAMILIA.‒
Si hay algo que las crisis económicas de 2008 y 2020 han
demostrado es que, cuando falla todo, incluso la red
asistencial del Estado, lo que queda es la familia. Es el
cemento que mantiene unidos los ladrillos sociales; fuera
de ella sólo quedan individuos solos ante el mundo.
Algunos ven en esto la suprema libertad; para la mayoría
es simplemente el horror. Por eso el capitalismo, para
garantizarse la mayor cantidad posible de mano de obra
dispuesta a hacer cualquier cosa, tiene que disolver los
vínculos familiares que le sirven de dique de contención.
Y lo hace ya sea mediante estrategias neoliberales, ya sea
mediante estrategias "progresistas". Cuando el resultado
es el mismo, el propósito no puede ser muy
diferente.
[21/1/2022]
[5] CAZA DE BRUJAS.‒ Hay claras tendencias histéricas (sic) hoy en día que sólo
se explican porque el fracaso de determinadas luchas
materiales ha conducido, como forma de compensación de los
derrotados, a la exaltación de lo simbólico, un
territorio que abarca tanto el lenguaje como, en general,
cualquier forma de expresión y comunicación. Esa histeria
colectiva ha activado, como en otros episodios históricos
‒desde
la Inquisición al macartismo, pasando por los pogromos‒, el mecanismo de la caza de brujas, si bien
con una novedad: que ya no tiene por qué ser activado por el
poder, sino que, en la era de la hiperconexión y las redes
sociales,
cualquier colectivo puede desencadenarlo sobre otro
colectivo o particular. Las cazas de brujas cobran vida propia y se multiplican,
espoleadas por las grandes empresas de la comunicación que
‒aunque no estén detrás, o incluso cuando se posicionan
contra ellas‒
se están beneficiando del clickbait. Lo simbólico,
el “inconsciente colectivo”, se exalta ante aquellas
derrotas materiales, y cuando es canalizado en formas
adecuadas (cuando no hay una fe, filosofía o proyecto
político que organice el descontento), llega a desatarse
como tormenta psicosocial que proyecta miedos y
amenazas por todas partes, y en consecuencia, produce
ansiedad y pánico. Los partidos políticos, de un tiempo a
esta parte, se mueven en ese peligroso filo para aumentar
sus caladeros electorales, y el fenómeno está ya más
extendido y es más incontrolable de lo que seguramente
calcularon (o quizá, simplemente, les dio igual). Hay
movimientos que pueden ponerse en marcha, pero nunca se
puede decidir cuándo se detendrán.
[10/12/2021]
[4] IDENTIDAD.‒
Lecturas como la del Dr. Fausto de Thomas Mann
deberían ser obligatorias a partir de cierta edad (sí, lo
sé, estoy pidiendo demasiado). La prolija descripción que
hace de cómo el proselitismo cultural de un pueblo ‒el alemán, en este caso‒, obsesionado con su propia identidad precisamente a
causa de la indefinición de ésta, terminará conduciendo a
la aparición del nazismo, es muy clarificadora de lo que
pasa hoy. Pero, como en La cinta blanca de Haneke,
película sutil en extremo, la cuestión no es hacer
comparaciones gruesas y simplonas con el propio nazismo;
el asunto es entender cómo, décadas antes de que aparezca
el chiflado de turno que se aprovecha de la coyuntura y
del malestar colectivo para uniformizar a la sociedad y
enviarla al desastre (propio y ajeno), hay ya una
predisposición sociológica que hace posible algo así. Y
ésta tiene que mucho ver con la mezcla de narcisismo y
victimismo que se transmite desde la propia familia y la
escuela (no digamos ya en un contexto altamente mediático
como el presente). Ahí se incuba el rencor, quizá incluso
inconsciente, hacia “los otros”, los que “nos impiden ser
un pueblo”, “una nación”, o “nos agraviaron en el pasado”;
rencor que estallará algún día, más bien pronto que tarde,
con cualquier pretexto. Desde el nacionalismo detrás del
Brexit hasta el auge de la extrema derecha en Polonia y
Hungría, sobran ejemplos en Europa y en el mundo de lo que
está germinando de nuevo, claros indicios de que se vuelve
a abrir la caja de los truenos. Y no será porque el pasado
no nos ha advertido lo suficiente. [10/11/2021]
[3] PSEUDOTEORÍAS.‒ Propugnar unos principios éticos que sólo ciertas minorías
privilegiadas (de clase media o superior, y sólo en el mundo
desarrollado) pueden seguir, y descalificar constantemente a
aquellos que no los siguen (porque, aunque quisieran, no
podrían permitírselo; y de hecho, si los siguiera todo el
mundo, seguramente resultarían desastres de todo tipo), te
convierte en a) un ignorante, o b) un hipócrita. Del mismo
modo, sostener unos principios intelectuales de los que se
pueden deducir consecuencias contradictorias entre sí (esto
es, unos principios inconsistentes) quiere decir que dicha
“visión del mundo” está necesariamente equivocada; la realidad
puede ser agonística, pero nunca contradictoria, salvo
en las malas lógicas. O sea, en las malas cabezas. Y esto vale
tanto si hablamos de la economía como de la alimentación, la
sexualidad, etc. En general, para todos los temas en los que
el mero activismo ha sustituido a la genuina teoría de sólidas
bases filosóficas.
[20/10/2021]
[2] ENSIMISMAMIENTO.‒
Para mí es una necesidad practicar, cada vez que puedo
‒desgraciadamente, no puedo a diario‒, la abstracción intransitiva, el camino del
énstasis, del demorarse en el sí mismo, aislado en
lo posible de estímulos externos y controlando las
representaciones internas (o más bien no dejándose llevar
por ellas). Un estado de serenidad que permite limpiar la
mente de material superfluo, de distracciones y
pensamientos en bucle, de obsesiones y emociones
interferentes con el flujo principal de la conciencia.
Algo que devuelve, en suma, a un cierto orden y equilibrio
que la cotidianidad altera constantemente. Un estado que
pasa forzosamente por la soledad, el recogimiento
interior, el olvido activo de lo inmediato, el
relajamiento físico, el dominio de la respiración, etc.
Naturalmente, estoy describiendo una práctica para la que
hay otros nombres, más viejos y populares; pero quiero
evitarlos, prefiero designarla con estos pedantes
tecnicismos, precisamente para no dejarme arrastrar ‒para que quien lea esto no se deje arrastrar‒
por los tópicos y mistificaciones ligados a aquellos
nombres.
Cuando se logra esa experiencia (lo que tampoco ocurre en
cada intento, pues a menudo la fuerza de las distracciones
es mayor), lo exterior, lo sensorial, parece alejarse y la
conciencia se enroca en sí misma; pero incluso en ésta
cambia algo, en su interioridad, pues la memoria deja de
manipular a su antojo las representaciones, que se vuelven
erráticas, advienen de forma azarosa, o según extrañas
leyes de asociación. No sólo se aleja el mundo (el ente en
bloque), sino también ese ente tan familiar que es el
propio yo, el cual se aparta como un frágil velo
que deja paso al sanctasanctórum de la mismidad:
tras él se revela una subjetividad trascendental ‒llamémosla así, en el sentido fuerte de Fichte o
Schelling‒
que es uno mismo y a la vez ya no lo es. Es más que
uno mismo, es la trascendencia que se eleva desde
uno hasta el Uno, desde el individuo
particular que soy hasta el lógos que estructura y
vincula todas las cosas, el cual en la vida inteligente
(como la humana) se hace autoconsciente, si bien opaco a
sí mismo. Una vez abstraído todo objeto, hay que abstraer
también el “objeto-yo” para liberar el acceso al sujeto
puro, a algo que no “está en mí” ni “soy yo”. Al
contrario, yo “estoy en ello”, me rebasa; y cuando consigo
ese acceso, siquiera por un breve lapso de tiempo ‒aunque éste parece detenerse entonces‒, vislumbro el orden tras la realidad, el
lógos pensándose a sí mismo
a través de mí (simple producto evolutivo de dicho
orden), a través de un ente: única forma que tiene de
hacerlo. Es una experiencia de traspasamiento y claridad,
de elevación y pertenencia a algo ontológicamente
superior, que no me extraña que haya sido vivenciado por
otros ‒por aquello que decía antes sobre las
mistificaciones‒
como “lo divino”.
Dios es la experiencia del sujeto trascendental en uno
mismo, que erróneamente se proyecta como algo “exterior” a mí;
a nosotros, los seres pensantes.
No me cabe duda de que si más gente, mucha, la mayoría,
hiciera esta experiencia, grandes cosas cambiarían en este
mundo. Trascender el ente y el propio yo hacia ese
Yo reforma considerablemente la perspectiva y las
prioridades de la vida; nos distancia de nuestra pequeñez
para acercarnos a algo más grande, algo ‒quizá‒
eterno. Tan longevo, cuanto menos, como pueda serlo este
universo. Pero, lo sé, es una experiencia que siempre
estará reservada a unos pocos, aunque sea en términos
relativos. Y por eso no es asunto de la
filosofía objetiva, sino de una
filosofía subjetiva de la que sólo pueden
comunicarse esquirlas y destellos.
[19/9/2021]
[1] COMPRENDER(SE).‒
¿Puede que todo empeño de comprender la realidad sea en
el fondo una confesión de debilidad? Ciertamente, el ser
humano pretende, a través del conocimiento, controlar
sus circunstancias; no existe un conocimiento
desinteresado, por lo menos no a largo plazo. La propia
curiosidad ya es un rasgo adaptativo. Necesitamos saber
para sobrevivir, para ser competitivos, y eso por más
que ese afán pueda sublimarse extraordinariamente y, con
las necesidades cubiertas y la vida asegurada, se llegue
a olvidar el propósito último tras el conocer. Pero, por
más que lo olvidemos, sigue ahí, impulsando a otros,
generación tras generación; de hecho, eso que está bajo
el impulso al saber es lo que homologa sus resultados:
tiene que ser útil, aplicable de alguna forma. De una
absoluta no aplicabilidad no tendría sentido
decir que fuera "verdadera". Por otro lado, un ser que
estuviera plenamente por encima de toda preocupación, de
toda menesterosidad (¿Dios?), no necesitaría saber nada.
No pensaría, ni querría conocer. ¿Para qué? Donde no hay
problemas que resolver no surge la inteligencia, que es
siempre (como la curiosidad, de la que es hermana) una
característica adaptativa. El anhelo de comprensión, la
búsqueda de explicaciones, es la medida de lo que
no somos, de nuestras aspiraciones insatisfechas;
el ideal sobre el que medimos nuestras deficiencias y
nuestra insatisfacción. Por eso, lo que valdría para un
hipotético ser todopoderoso, irónicamente vale también
para los seres humanos más elementales, aquellos tan
inconscientes de sí mismos, tan volcados en la pura
exterioridad inmediata (como los propios animales), que
no quieren saber nada. [3/9/2021]
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Empieza a leer
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro
desarrollo como especie; no un momento simplemente
histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un
interregno de cambios vertiginosos y de crisis de
inmenso alcance, que amenazan como nunca antes
nuestra existencia y hacen presagiar la
transformación del ser humano como tal en otra cosa.
Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado
por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de
forma religiosa, artística o filosófica‒, parece
recuperar una adormilada preocupación por lo que es
y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en
que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles
procesos de cambio en que está inmersa, y tras los
cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y
difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre.
D. D. Puche
Grimald Libros
Ensayo
(Filosofía, antropología, ciencia y tecnología)
251 páginas
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