RECURSOS, GUERRA, RACIONALIDAD
SOBRE LAS CONDICIONES MATERIALES DE NUESTRA MORALIDAD (2 de 2)
D. D. Puche
Publicado en 17/4/22
Se podrá objetar que
Rusia ya posee todos esos recursos que antes citaba, y en ingentes cantidades;
que no los necesita, y menos aún como para ir a tomarlos en Ucrania. Pero es
que ‒al margen de los discursos sobre la “soberbia” de
Putin o su “nostalgia zarista”‒ Rusia pretende asegurar
su posición global ante sus competidores directos, en un escenario de escasez
creciente de esos recursos. Ante todo, quiere impedir el acceso a terceros
para aumentar su propia importancia como poseedor y suministrador de los mismos
(con independencia de que la jugada le pueda salir desastrosamente mal, porque
los errores de cálculo también se dan). No es ya ocupar Ucrania “en un intento
de reconstruir la vieja gloria de la URSS”, etc.; es el posicionamiento
geoestratégico ante la competencia. Naturalmente, esa geoestrategia incluye la
preocupación rusa por la instalación de bases de la OTAN tan cercanas a sus
propias fronteras; ello va incluido en el concepto de la competencia entre
potencias económico-militares.
Así pues, ¿no hay un
progreso moral de la humanidad que nos permita albergar ilusiones acerca del
final de las guerras? ¿Todo va a depender siempre de umbrales de excedencia
material que nos permitan ser solidarios con terceros, o con equilibrios
de poder que nos obliguen a respetar a nuestros competidores? No me cabe
duda de que ese “progreso espiritual” crece únicamente al cobijo del progreso material;
lo tecno-económico es la “casa del espíritu”, por parafrasear a Heidegger («El
lenguaje es la casa del ser») desde un punto de vista materialista. Y, sin
embargo, esta cuestión admite otro punto de vista que permite salvaguardar ‒pero replanteándola‒ la idea del progreso
moral. Y es que hay en nosotros una exigencia eterna de que acaben las
hostilidades armadas, un “llamamiento” hecho “desde fuera de la historia” que no
es consecuencia de ningún incremento material, sino que podría incluso entenderse
como el impulso que conduce a éste, es decir, como su causa. El deseo de
crear excedentes para ampliar nuestros umbrales de supervivencia y comodidad y,
así, no sólo garantizar nuestra propia existencia y permitir nuestro propio
crecimiento demográfico, sino también que todos (lo cual incluye a
“ellos”) podamos vivir mejor sin necesidad de enfrentamientos. Semejante motivación
constituiría la base de la sociabilidad humana, y podría deberse no ya a la
amenaza de destrucción mutua de los competidores, sino a una ampliación de la
humanidad misma como aspiración fundamental de nuestra especie.
Kant la veía como una exigencia
racional, y buscaba en la historia algún signum
rememorativum, demonstrativum, prognostikon de que la
humanidad camina hacia algo mejor, aunque la injusticia y la violencia
habituales parezcan desmentirlo; un acontecimiento que deje una huella
imborrable en nuestro espíritu, la de una aspiración a partir de ese momento irrenunciable.
Él hallaba semejante signo en el sentimiento de “entusiasmo” que provoca la Revolución
francesa, al ser el indicativo de un “giro moral” de la historia ‒una sucesión de horrores y brutalidad‒ hacia una “república” (la realización de la igualdad entre los
hombres); pero nosotros podríamos hallar ese entusiasmo igualmente en la
proclamación de los derechos humanos, de la igualdad de la mujer y, cómo no, en
un hipotético “fin de las guerras”. Desde esa perspectiva juzgamos con espanto
lo que “todavía ocurre”, “a estas alturas de la historia”, pues nos recuerda nuestro
fracaso como especie; pero lo hace precisamente porque juzgamos la historia
desde una exterioridad que ese signo permite revelar.
Libros y revista
Del autor de este artículo...
VIVIR EN EL DESARRAIGO
La transformación de lo humano en el siglo XXI
Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación [...]. Nuestra revista
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Ahora bien, esa exigencia
no sería racional, como sostiene Kant, sino emocional; la racionalidad
pone medios para la realización de fines (y suele estar al servicio de fines a
corto plazo, por lo general vinculados a la competitividad), pero no pone los
fines en sí. ¿De dónde entonces ese “llamamiento” del que hablaba antes, qué
quiere decir ese “fuera de la historia”? Se trata de nuestra naturaleza, de lo pre-histórico
en nosotros, de nuestro cerebro ‒un producto evolutivo más‒ con “estratos” de diferentes antigüedades, y con muy diferentes
propósitos, aunque se integren: “capas” territoriales y agresivas que persiguen
la supervivencia a toda costa, por encima de los demás; y otras “capas”
emocionales y sociables que buscan la supervivencia de forma cooperativa, junto
a los demás. Algunos de esos estratos evolutivos son humanos, otros son
anteriores a nuestra especie ‒incluso a los mamíferos‒, aunque los incorporamos. La supervivencia siempre será la motivación
última de nuestros actos, y por tanto el egoísmo, pero no tiene por qué
ser el particular, sino un egoísmo como especie, un “interés por sí
mismo” que no hay que entender en el peor sentido. Un interés ampliable luego,
por la reorientación de nuestras capacidades ‒liberadas
del apremio de sobrevivir cada día gracias a la producción de excedentes‒, incluso a otras especies, y finalmente al medio
mismo como objeto de protección y hasta de respeto.
Intentar mantener esa
retroalimentación entre la espontánea tendencia humana a la sociabilidad
y la simpatía (lo que Hume llamaba “benevolencia”) y la producción de excedentes
materiales debe ser nuestra línea política directriz ante un futuro de
escasez creciente. De hecho, es la clave para ampliar el “propio grupo” ‒sólo dentro del cual surgen de forma natural vínculos
colaborativos y empatía‒ a terceros, que así dejan
de ser considerados “competidores” y, por tanto, potenciales “enemigos”. Hay
que esforzarse para combinar el desarrollo eco-tecnológico con el cultivo de lo
específicamente humano (lo que he llamado “ecosofía” en mi libro Vivir en el
desarraigo), que sólo una cortoplacista y estúpida ‒suicida, diría‒ política cultural ha
querido separar en las últimas décadas. En efecto, tienen que darse unas
condiciones materiales para el desarrollo de las aptitudes humanas racionales
que, a su vez, articulan las emocionales; apenas hay moral (plano
individual), y no puede haber políticas (plano colectivo) que reconozcan
al otro como a uno mismo (“prójimo”) sin el aseguramiento de unas condiciones
materiales de vida suficientes para mantener a todos. En ausencia de las
mismas, lo que queda es la pura barbarie tribal, el “nosotros” más territorial
y violento; impulso ciego de supervivencia que ve en todo “ellos” una amenaza, el
cual es capaz de demostrar una racionalidad de medios (instrumental),
pero no de fines (eticidad), polos de la misma entre los que siempre se
ha debatido ambiguamente nuestra especie.
Así pues, ni Hobbes ni
Rousseau; ni homo homini lupus ni el bon sauvage. No hay
“progreso moral” de la humanidad, porque sencillamente la moral no progresa:
es eterna, se limita a revelarse tanto como lo permitan los medios materiales.
Constatamos lo morales que podemos llegar a ser a medida que se incrementan nuestros
excedentes económicos; es una cuestión cuantitativa. En otras palabras, el
desarrollo tecno-científico (al que le debemos los grandes saltos cualitativos en
nuestra producción de excedentes) nos permite descubrir cuán morales éramos,
proceso histórico de autoconocimiento que vamos consolidando en formas jurídico-políticas
según se suceden las épocas. Pero nunca ocurre al revés. No podemos ir “moralmente
por delante” de nuestras propias condiciones materiales de vida. Quizá sí en la
teoría (profetas, filósofos, poetas), y puede que ocasionalmente como práctica individual
(compasión, altruismo, sacrificio), pero no como práctica colectiva
extendida. Traspasar dichas limitaciones materiales (“universalismo”) pone en riesgo la
supervivencia del grupo, y por ello siempre habrá quien se oponga a esa
ampliación del sujeto colectivo (“particularismo”), dos tendencias, por cierto,
que vienen a ser la base antropológica de eso que entendemos como “izquierda” y
“derecha”, respectivamente. Ese traspasamiento se muestra como una exigencia de
nuestra propia naturaleza de animales sociables y empáticos, pero amenaza la
sostenibilidad del grupo: cualquier impasse económico derivado de aquél
podría llevar al colapso de éste. El dilema entre el conservadurismo y el
progresismo radica en que, sin este último, no habría progreso moral alguno;
ahora bien, mientras que, si se equivoca el conservadurismo, nos quedaríamos
como ya estamos, si se equivoca el progresismo nos arriesgamos al
retroceso colectivo. Este dilema se intuye, más que se piensa, pero es la
causa profunda de la visceralidad de las posiciones enfrentadas.Suscríbete para no perderte
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