ENTRE DOGMÁTICOS Y CÍNICOS
Una reflexión sobre las narrativas histórico-políticas
Ésta
es una breve reflexión cuya excusa ‒y
tan sólo se trata de eso: una excusa‒
es el reciente Día de la Hispanidad. Lo que ni unos ni otros, ni partidarios ni
detractores, parecen ver (cada cual enrocado en su posición, en su a priori
político, defendiendo su sistema de prejuicios preferido) es que, por un lado,
los mitos fundacionales, la retórica épica acerca de las identidades y las
glorias pasadas de las que enorgullecerse, son siempre falsas si se toman en su
literalidad; aceptarlas como si fueran tales hechos históricos es puro dogmatismo.
Pero, por otro lado, no es menos cierto que no se puede vivir sin esos relatos
acerca de los orígenes, los cuales conforman una narrativa del pasado que
proporciona una trayectoria histórica y fundamenta el presente; el empeño en
negarlos como si se tratara de algo simplemente “falso”, desechable sin más, es
el mero cinismo (y no precisamente en el sentido filosófico del término)
que deja a la sociedad sin base, totalmente debilitada, desarticulada ‒y nunca hay factum objetivo,
empírico, que sustituya esa pérdida‒.
Eso desmantela cualquier proyecto común y socava las bases de la convivencia,
que necesitan de narrativas compartidas. En el caso de España, es obvio, se
trata de las posturas de la derecha y de la izquierda, respectivamente.
Ocurre
con esto lo mismo que con la religión; es lo mismo, de hecho, sólo que no atañe
a la distinción entre lo sagrado y lo profano, relativa en última instancia a la
forma en que experimentamos nuestra integración en la naturaleza. Se queda, en
este caso, en algo histórico, y por tanto particular, contingente, que
no toca nuestra esencia como especie, lo universal en nosotros. Pero no
deja de ser una cuestión importantísima, que define una determinada identidad
colectiva; y depende de aceptar o negar un relato en su literalidad ‒manipulaciones o conflictos
históricos aparte, que ése es el trabajo de los historiadores, claro está.
Pero
no se trata de aceptar o negar nada en su literalidad, pues eso supone no
entender el problema: los relatos fundacionales son siempre falsos desde ese
punto de vista, y no reconocerlo es vivir en la mentira. Ahora
bien, negarlos en bloque (sin sustituirlos por otros, que serán igual de
falsos) es socioculturalmente corrosivo y significa vivir sobre el vacío.
Es el puro desarraigo. Lo único juicioso aquí es entender el simbolismo que
encierran esas narrativas, el valor de los propios mitos como tales ‒sin someterlos ni a “deconstrucción”
ni a ningún otro ardid cínico‒,
y llevar a cabo una dialéctica entre éstos y los hechos empírico-históricos.
Y no es tanto una cuestión teórica, académica, como algo práctico, vital, una
actitud existencial (que bien podría ser asumida como tarea filosófica si la
filosofía no estuviera distraída con otras cosas) que no es ni el dogmatismo
reaccionario de unos ni el cinismo corrosivo de otros; supone aprender
a moverse entre ambos extremos a la hora de juzgar lo que hay y proponer lo que
hay que hacer. Sólo eso es “sabio”, lo demás es ruido. Pero para ello es
necesario salir del refugio emocional que nos ofrecen nuestros prejuicios
políticos ‒los de cada
cual‒; las formas mezquinas
que tenemos de protegernos del miedo que nos dan los demás.
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