CIELO, TIERRA E INFIERNO

La religión proyecta fuera de nosotros (espacializa) lo que en realidad son estratos ontológicos en nosotros mismos.
(Del texto, © 2021 D. D. Puche.)
 
 
Cielo, tierra e infierno | D. D. Puche | Caminos del lógos. Filosofía actual.

 
CIELO, TIERRA E INFIERNO
Una consideración sobre los “lugares metafísicos” de lo humano
 
D. D. Puche
Publicado en 16/10/21
 
   
 

 

    Hay que diferenciar en el ser humano tres estratos ontológicos, que cohabitan en una perpetua disonancia: lo cultural (socialmente trasmitido), lo natural (heredado genéticamente) y lo ideal (que por un lado es transmitido y por otro heredado, pero de un modo diferente a aquéllos). Una composición ternaria que se aleja tanto de los monismos biologicista y culturalista como del dualismo psicocorpóreo platónico-cristiano; aunque sí encuentra un correlato en la cosmovisión tripartita del cristianismo (y de tantas otras religiones, y no es por casualidad).
    Muy brevemente: [1] Lo cultural es el “aquí”, lo cercano y cotidiano, la autorrepresentación que cada colectivo humano tiene de sí mismo y del ser humano en general; el ámbito de la particularidad dependiente de factores ecológicos, tecnológicos, demográficos y económicos. En función de esa particularidad, por cuanto consiste en una adaptación del medio, siempre variable e histórica, se abre el espacio de la libertad, de lo nuevo e imprevisible. [2] Lo natural, lo biológico, es lo atávico en el ser humano, lo abismal, lo telúrico, que nos reclama como carne y tierra, como impulso animal e instintivo; se trata de una necesidad, una compulsión irracional atada a emociones primordiales (tanto el amor como el odio, tanto el miedo como la agresividad). Amor, sexo, grupalidad y violencia son la sustancia misma de este ámbito, que es el de lo pagano o demoníaco, según el punto de vista desde el que se mire. [3] Lo ideal constituye el “más allá”, lo celeste, divino, luminoso, la universalidad que trasciende toda diferencia. Impone una necesidad, pero de muy otra índole que la natural; encontramos aquí una comprensión de las cosas que produce serenidad y aceptación. Ofrece algo elevado y puro que nos llama a superarnos, a desprendernos de todo, hasta de nosotros mismos. Una nobleza de pensamiento y de temple que se orienta no ya hacia los “dioses”, que son naturaleza, sino hacia lo “divino” en que ésta encuentra su límite.
    Mientras que lo natural es el ámbito de la materialidad bruta, de lo que tenemos de natura naturata, lo ideal es el de la legalidad universal, lo que compartimos en cuanto seres autoconscientes con la natura naturans; ambos se cruzan, sin embargo, en el terreno de lo cultural. Lo ideal sólo es accesible al individuo como patrimonio común, esto es, porque se transmite de forma intergeneracional como acervo acumulado históricamente; es un hallazgo de la cultura que, sin embargo, nunca pertenece a ésta, sino que la desborda en dirección a una universalidad que comparte con lo natural. Pero es algo ‒al contrario que lo natural‒ inmaterial, que debe ser descubierto colectivamente y cultivado individualmente; nunca es heredado sin más, como otros factores biológicos. Del mismo modo, a la inversa, tiende a chocar con nuestros rasgos culturales, los cuales cuestiona debido a su particularidad. No es una universalidad dada, sino una que tiene que ser conquistada. 
 

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    Si lo natural (material) conforma el principio de la separación, de la individuación, del sufrimiento y del gozo en el sufrimiento, lo ideal (“espiritual”) revela el principio de disolución, el retorno a la unidad originaria, la redención de la materia escindida, la paz en la superación del placer/dolor. Lo cultural es el “aquí” atrapado entre dos exigencias contrapuestas, entre el infierno de lo real y el cielo de lo ideal; un archipiélago de autoconsciencia entre dos océanos inconscientes tras los que tiene que haber, no obstante, algún tipo de unidad superior que hasta hoy no nos ha sido posible hallar ‒y probablemente nunca lo sea; buscarla, en todo caso, es la más elevada tarea de una filosofía que bien merece llamarse “metafísica”.
    Los tres estratos se solapan en el ser humano (en cualquier ser suficientemente inteligente y con una cultura mínimamente desarrollada, es de suponer), disputándose su existencia, reclamándolo para diferentes fines; en ello radica el desgarro, la tragedia ineludible en que consiste la vida. El cristianismo introdujo hábilmente elementos propios de lo natural en lo ideal, y viceversa; los “cartografió” de modo simplista pero convincente ‒teológica y pastoralmente eficaz‒: atribuyó el amor a lo celeste, cuando el amor es el correlato necesario de otras funciones y pasiones que no tienen nada que ver con lo “divino” en nosotros, sino con la carne, con la perpetuación del ciclo del placer/dolor. Pero así hizo del “cielo” ‒de su particular forma de entenderlo‒ algo deseable por unos creyentes que nunca aspirarían a éste si supieran los esfuerzos y renuncias que conlleva y cuál es su recompensa final (la disolución). Una treta moral atractiva y sugerente, pero mistificadora, que aleja de la verdadera comprensión filosófica. Acierta, sin embargo, en algo: permite intuir la sacralidad que hay tanto en lo natural como en lo ideal ‒eso sí, entremezclándolos‒, frente a lo profano de la cotidianidad, del ámbito cultural.
 



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