La religión proyecta fuera de nosotros (espacializa) lo que en realidad son estratos ontológicos en nosotros mismos.
(Del texto, © 2021 D. D. Puche.)
(Del texto, © 2021 D. D. Puche.)
CIELO, TIERRA E INFIERNO
Una consideración sobre los “lugares
metafísicos” de lo humano
Hay que diferenciar en el ser humano tres estratos ontológicos,
que cohabitan en una perpetua disonancia: lo cultural (socialmente
trasmitido), lo natural (heredado genéticamente) y lo ideal (que por un lado es
transmitido y por otro heredado, pero de un modo diferente a aquéllos). Una
composición ternaria que se aleja tanto de los monismos biologicista y
culturalista como del dualismo psicocorpóreo platónico-cristiano; aunque sí encuentra
un correlato en la cosmovisión tripartita del cristianismo (y de tantas otras
religiones, y no es por casualidad).
Muy brevemente: [1] Lo cultural es el “aquí”, lo
cercano y cotidiano, la autorrepresentación que cada colectivo humano tiene de
sí mismo y del ser humano en general; el ámbito de la particularidad dependiente
de factores ecológicos, tecnológicos, demográficos y económicos. En función de
esa particularidad, por cuanto consiste en una adaptación del medio, siempre
variable e histórica, se abre el espacio de la libertad, de lo nuevo e
imprevisible. [2] Lo natural, lo biológico, es lo atávico en el ser
humano, lo abismal, lo telúrico, que nos reclama como carne y tierra, como impulso
animal e instintivo; se trata de una necesidad, una compulsión irracional atada
a emociones primordiales (tanto el amor como el odio, tanto el miedo como la
agresividad). Amor, sexo, grupalidad y violencia son la sustancia misma de este
ámbito, que es el de lo pagano o demoníaco, según el punto de vista desde el
que se mire. [3] Lo ideal constituye el “más allá”, lo celeste, divino,
luminoso, la universalidad que trasciende toda diferencia. Impone una necesidad,
pero de muy otra índole que la natural; encontramos aquí una comprensión de las
cosas que produce serenidad y aceptación. Ofrece algo elevado y puro que nos
llama a superarnos, a desprendernos de todo, hasta de nosotros mismos. Una nobleza
de pensamiento y de temple que se orienta no ya hacia los “dioses”, que son
naturaleza, sino hacia lo “divino” en que ésta encuentra su límite.
Mientras que lo natural es el ámbito de la materialidad
bruta, de lo que tenemos de natura naturata, lo ideal es el de la legalidad
universal, lo que compartimos en cuanto seres autoconscientes con la natura
naturans; ambos se cruzan, sin embargo, en el terreno de lo cultural. Lo
ideal sólo es accesible al individuo como patrimonio común, esto es, porque se transmite
de forma intergeneracional como acervo acumulado históricamente; es un hallazgo
de la cultura que, sin embargo, nunca pertenece a ésta, sino que la desborda en
dirección a una universalidad que comparte con lo natural. Pero es algo ‒al contrario que lo natural‒ inmaterial, que debe ser
descubierto colectivamente y cultivado individualmente; nunca es heredado sin
más, como otros factores biológicos. Del mismo modo, a la inversa, tiende a
chocar con nuestros rasgos culturales, los cuales cuestiona debido a su
particularidad. No es una universalidad dada, sino una que tiene que ser
conquistada.
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Si lo natural (material) conforma el principio de la
separación, de la individuación, del sufrimiento y del gozo en el sufrimiento,
lo ideal (“espiritual”) revela el principio de disolución, el retorno a la unidad
originaria, la redención de la materia escindida, la paz en la superación del
placer/dolor. Lo cultural es el “aquí” atrapado entre dos exigencias
contrapuestas, entre el infierno de lo real y el cielo de lo
ideal; un archipiélago de autoconsciencia entre dos océanos inconscientes tras
los que tiene que haber, no obstante, algún tipo de unidad superior
que hasta hoy no nos ha sido posible hallar ‒y
probablemente nunca lo sea; buscarla, en todo caso, es la más elevada tarea de
una filosofía que bien merece llamarse “metafísica”.
Los tres estratos se solapan en el ser humano (en cualquier
ser suficientemente inteligente y con una cultura mínimamente desarrollada, es
de suponer), disputándose su existencia, reclamándolo para diferentes fines;
en ello radica el desgarro, la tragedia ineludible en que consiste la vida. El
cristianismo introdujo hábilmente elementos propios de lo natural en lo ideal,
y viceversa; los “cartografió” de modo simplista pero convincente ‒teológica y pastoralmente
eficaz‒: atribuyó el
amor a lo celeste, cuando el amor es el correlato necesario de otras funciones
y pasiones que no tienen nada que ver con lo “divino” en nosotros, sino con la
carne, con la perpetuación del ciclo del placer/dolor. Pero así hizo del
“cielo” ‒de su
particular forma de entenderlo‒
algo deseable por unos creyentes que nunca aspirarían a éste si
supieran los esfuerzos y renuncias que conlleva y cuál es su recompensa final (la
disolución). Una treta moral atractiva y sugerente, pero mistificadora, que
aleja de la verdadera comprensión filosófica. Acierta, sin embargo, en algo:
permite intuir la sacralidad que hay tanto en lo natural como en lo ideal
‒eso sí, entremezclándolos‒, frente a lo profano
de la cotidianidad, del ámbito cultural.
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¿Es cierto que toda determinación humana es una “construcción cultural”, o hay otros factores insoslayables de lo que somos y hacemos?
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