Occidente posee la rara especificidad, entre las demás civilizaciones, de que su identidad más profunda consiste precisamente en la disolución racional de toda identidad.
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LA FILOSOFÍA ES LA AUTOCONCIENCIA DE OCCIDENTE
Occidente nació con la filosofía y morirá por haber prescindido de ella
Por D. D. Puche
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“Occidente” es la denominación geográfica para la civilización que surge alrededor del Mediterráneo y se consolida especialmente en Europa. Dicho conjunto de pueblos tienen, cómo no, una serie de rasgos que permiten caracterizarlos culturalmente, de modo que Occidente significa, ante todo, una manera de ser específica entre los pueblos de la Tierra. Una manera de ser propia –quizá ni mejor ni peor, tan sólo diferente– que los pueblos europeos llevarán con el tiempo a lugares muy distantes del planeta, donde se mezclará con idiosincrasias locales –allí donde éstas no sean totalmente exterminadas– y dará lugar a distintas fórmulas culturales, a diferentes modulaciones de “lo occidental”, algunas más parecidas a la “metrópoli” y otras considerablemente menos.
Pero volviendo al Mediterráneo, nos encontramos con el hecho
fácilmente reconocible de que dicha civilización tiene tres pilares
fundamentales: Grecia, cuna de la democracia y del pensamiento científico-técnico;
Roma, de donde surgen la idea del Estado y del derecho tal y como los entendemos hoy; y Oriente Próximo,
concretamente en lo que hoy conocemos como Israel, de donde procede el judeocristianismo.
Tres focos (podríamos hablar de las tres
ciudades: Atenas, Roma y Jerusalén) de los que proceden la ciencia, la
política y la religión que contribuyen a sostener nuestra identidad. Ahora bien,
de estos tres esenciales fenómenos, ninguno
es tan específico de Occidente como el primero, el procedente de Grecia.
Complejas organizaciones políticas con no menos complejos sistemas de derecho
los encontramos también en Oriente (por ejemplo, en la China de Confucio), y en
cuanto al judeocristianismo, no deja de ser una religión entre otras (muchos de
los rasgos que se atribuyen al cristianismo, y que supuestamente lo harían único,
se encuentran en el budismo, el zoroastrismo o religiones ya extintas como el
mitraísmo). Podría decirse, en efecto, que el despertar del pensamiento
científico-técnico es aquello que marca a Occidente en origen. Y dicho
pensamiento no se puede entender sin la filosofía.
Podría objetarse que esto tampoco es exclusivo de Occidente,
pues también existe algo a lo que llamamos “filosofía oriental”. Y en todo
caso, Occidente no puede arrogarse –cayendo con ello en un grave etnocentrismo–
el uso de la razón como algo propio. Por descontado que no; pero es que la filosofía es un muy peculiar uso de la
razón que no debe ser confundido con otros. Lo que denominamos filosofía
oriental lo es por convención, porque es “lo que más se parece” a nuestro
fenómeno cultural fundacional; pero no es la misma cosa, por lo menos no si
hablamos de la gran filosofía que
comienza con Sócrates y Platón. Quizá quepa hacer una comparación de esa filosofía
de Oriente con el pensar originario de los presocráticos; ciertamente, la
“explosión intelectual” del siglo VI a. C. se manifestó simultáneamente en
Europa, India y China, y hay unos parecidos sorprendentes –dejemos aquí al
margen esta cuestión, que no es la que nos ocupa, y que seguramente pueda ser
explicada en términos de convergencia cultural–.
Pero la filosofía oriental posee una dimensión “mística” que la hace más
equiparable a la religión que a lo que, sensu
stricto, es denominado “filosofía” en Occidente. Ésta se caracteriza ante
todo por el uso del concepto, que es
precisamente lo que en Oriente se diluye en la indeterminación del Todo que se
pretende experimentar. Y aunque esta tentación
mística se dé también una y otra vez en la historia de la filosofía
occidental, debe entenderse más bien como una irrupción de lo teológico en lo
filosófico que como un fenómeno específico de dicho saber. La mística es la zozobra del pensamiento racional, su desistir ante
lo concreto. Únicamente cuando el pensamiento griego se aseguró en el concepto
firme pudo decirse que la filosofía alcanzó su mayoría de edad.
La filosofía es, ciertamente, el ejercicio del lógos. Se suele traducir el término como
“razón”, y parece entonces atrevido decir que sea lo definitorio de Occidente,
o que éste sea su cuna. Pero lógos no
significa razón, o por lo menos no solamente. Es por ello mismo que la
filosofía no debe ser confundida con una forma de pensamiento técnico-instrumental.
Si así fuera, una vez más, se trataría de un patrimonio común a toda la
humanidad, de modo que Oriente, o cualquier civilización habida, podría
reclamarla como suya, y la filosofía sería un fenómeno antropológico más, presente
en cada cultura. Pero no es así. Lógos
significa ante todo “lenguaje”, lenguaje –como no puede ser de otra forma–
compartido, y por ello mismo debate, diálogo, discusión. La esencia del debate
es el pólemos, el enfrentamiento que
divide uniendo, o une separando, sin que un movimiento se sobreponga al otro. Dicho
enfrentamiento tiene lugar en la ciudad, en la plaza, en el lugar dispuesto a
tal efecto por la pólis (el ágora, la
academia, etc.). Filosofía y ciencia surgen como usos de una y la misma razón, que
es la humana, pero con propósitos diferentes que se solapan en la figura del
filósofo, lo cual suele llevar a malentendidos. De hecho, que el filósofo y el
científico se hayan ido separando históricamente aclara esa diferencia, y no
sólo no desautoriza al primero, sino que permite señalar su lugar y función con
mayor precisión. La filosofía, esencia de Occidente, no es el pensamiento
instrumental, sino uno de fines, que
se preocupa del sentido de nuestros actos
y nuestra existencia, algo que la ciencia no puede resolver y la religión
sólo puede justificar por medios irracionales y nunca universalistas. La filosofía,
inseparable de la democracia, del uso público de la palabra en condiciones de
isonomía, es el ejercicio del lógos,
o mejor, del diálogos, del diálogo (incluso
cuando es monólogo, pues siempre presupone al Otro); de la palabra usada
como ciudadano, y no como trabajador o especialista, sino, según la fórmula
kantiana, poniéndose “en el lugar de cualquier otro”. Sólo el elevar las cosas al
concepto, a lo comprensible y discutible por todos, es lo que iguala en un
discurso a los ciudadanos –que no súbditos–,
y les permite buscar un rumbo colectivo y racional.
Por eso, renunciar a la filosofía es renunciar a lo que somos, o deberíamos ser, como occidentales, para
naufragar en el más absoluto nihilismo. Da igual que éste sea el de la autoperpetuación
de la acumulación del capital, o la barbarización tecnológica de nuestra
sociedad –para la cual todo fin se reduce a la reproducción de los medios–, o
el fundamentalismo religioso (o su versión secular, el nacionalista, que
sustituye a Dios por la Patria); todas estas formas están interrelacionadas y
suponen el colapso de toda racionalidad. Occidente nació con la filosofía y morirá por haber prescindido de ella. Será
otra cosa, pero no Occidente. Nuestra
identidad radica, paradójicamente, en la disolución
racional de toda identidad, la cual, sin embargo (y en la medida en que es
racional), no se limita a dejar un vacío tras de sí, sino que lo llena de
contenido universalista. Las políticas cortoplacistas y demagógicas –no digamos
ya las reformas educativas reaccionarias, como es el caso de España– que desmantelan
esa racionalidad conducen al lento suicidio de Occidente. Éste terminará siendo
una sociedad de sirvientes consumistas y fanatizados. ¿Un fracaso debido a la negligencia?
¿O un propósito inconfesado?
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