o SOBRE LA FILOSOFÍA TRAGICÓMICA (3 de 3)
D. D. Puche
© 2022 | Publicado en 15/1/22
La ironía cervantina
es distinta de la socrática: consiste ante todo en reírse de uno mismo, no
tanto del otro. Reconoce el desajuste entre los fines perseguidos y el mundo, y
por eso los sabe fracasados de antemano, y hasta ridículos; pero no renuncia a
ellos, a esos valores “de antaño” que, en realidad, son los “de nunca”. El
mundo que evocan no existió, pero tendría que haber existido, y se da testimonio
de ello con la propia vida, que se torna así tragicomedia. Ésta es la esencia
del arquetipo literario-filosófico genuinamente español (junto
al pícaro y al donjuán), o sea, de don Quijote, o más bien don Quijote/Sancho. Un
arquetipo a la altura de Prometeo, Lucifer o Fausto, a los cuales da un giro
completo. Pues, a diferencia de éstos, no se rebela contra el orden divino, no
comete hýbris, sino que se rebela contra el orden humano; pero, eso sí,
lo hace desde un punto de vista metafísico, no político ‒en esa
combinación consiste su radical modernidad‒. Por eso no es admirado o
temido, como aquéllos, sino incomprendido y ridiculizado. Sin embargo, lo
soporta y sigue haciendo lo que debe. Ahí está lo que, en él, aúna y a la vez
supera elementos de estoicismo, de cinismo y hasta de epicureísmo. Quizá la
referencia a este último no esté tan clara, me explico: en don Quijote/Sancho
no hay negación de la vida (de este mundo), sino afirmación, ganas de
vivirlo y disfrutarlo, de aceptar las cosas como vienen; de hacerlo, no
obstante, de acuerdo a unos principios, a un ideal del honor, de la
caballerosidad, y no de forma “vulgar” ‒que es siempre “la de ahora”, la
de “estos tiempos”‒. Hay una estetización de la
existencia, se traslada ésta a cierta ucronía idealizada e idealizante. Y con la
existencia, también una estetización del sufrimiento, siempre llevado con
dignidad, sin considerarlo el peaje sádico por una recompensa en otra vida ni una
excusa mórbida para presumir en la actual; sin arrogancia ni victimismo, sin
querer convertirlo en virtud. Simplemente como un peso que hay que acarrear en el
camino hacia la memoria de los demás ‒la única inmortalidad real‒, que
sólo puede basarse en la propia obra, de la que somos hijos, y no en lo que nos
es impuesto desde fuera, ya sea por Dios, por la naturaleza (si es que, para
nosotros, no son lo mismo) o por los hombres.
Don Quijote está loco, pero despierta la simpatía del
lector, que llorará su muerte como la llora Sancho y querría que pudiera seguir
cometiendo locuras. Y no porque sean “divertidas”, sino porque es
objetivamente bueno que exista quien comete tales locuras. Don Quijote es
un hombre noble en un mundo innoble. En ello, en intentar ser así, consiste la
actitud vital, la filosofía espontánea (mundana) que vengo intentando describir
en estas páginas. Esa ironía tragicómica que es lo más propio del Barroco
español ‒fuertemente
simbolista‒ y que
plantea una actitud profunda ante la existencia, propia del pasado de estas tierras;
seguramente la hemos olvidado ya del todo, o casi ‒quizá
con alguna excepción de nuestra geografía‒, lo cual explica gran parte de
los bandazos que damos como colectivo y de nuestro insoluble conflicto interno.
Nos hemos convertido en una sociedad incapaz de entender (y de vivir) esa
ironía. Esa épica del fracaso, del honor incluso en la derrota, que, como
decía, reúne y supera las apelaciones hoy tan frecuentes al estoicismo, al
cinismo y hasta al epicureísmo. Una actitud cervantina, más que quijotesca ‒la
clave está en la distancia “sanchesca” entre ambos, en la autocomprensión
quijotizante‒. Una
actitud que no se enroca en el pasado “glorioso”, sino que reconoce esa gloria
como falsa, pero sabe valorar dicho pasado por lo que pudo o quiso ser, sin
juzgarlo con amargura, sin quedar atrapada en su memoria impostada. No hay
resentimiento alguno en don Quijote, en el caballero apaleado. Y si lo hubo
en Cervantes, aun con su distancia irónica hacia aquél ‒hacia
sí mismo contemplado desde el punto de vista de Sancho (del lector)‒, supo
sobreponerse al mismo. No se dejó llevar por él. Esto, que tan bien reconoció
Valle-Inclán (menos grave que Unamuno), es la esencia de lo tragicómico. Un
modo de vivir en tiempos de crisis.
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CAMINOS DEL LÓGOS
Revista digital de filosofía contemporánea de aparición semestral. Buscamos colaboraciones para el n.º 5. Haz clic para más información, tanto si eres lector como autor.
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Hola,
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo el artículo "La ironía cervantina". Y de todo él, este fragmento en particular: "...una estetización del sufrimiento, siempre llevado con dignidad, sin considerarlo el peaje sádico por una recompensa en otra vida ni una excusa mórbida para presumir en la actual; sin arrogancia ni victimismo".
Mil gracias por compartir sus reflexiones con nosotros,
Maite
Muchas gracias, Maite. Un placer tener a lectoras como tú, que hacéis que esto merezca la pena. Espero que te gusten también próximos escritos en esta línea. Saludos.
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