Vivimos tiempos en que la corporalidad orgánica, tal y como la hemos conocido, parece estar cerca de su disolución. La experiencia actual se despliega hacia una fase virtual e hiperconectada que permite perfilar un nuevo tipo de subjetividad. Podemos especular sobre si el "acontecimiento COVID-19" es un momento-bisagra en ese proceso.
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APUNTES SOBRE UN VIRUS
Subjetividad virtual y muerte de la corporalidad
© 2020 Gabriela Puente
Morel
En la década del 40, Bioy Casares escribe La invención de Morel, la historia transcurre en una isla desconocida. En aquella isla, el protagonista encuentra una compleja maquinaria activada mediante el movimiento circular de las mareas y capaz de reproducir copias fieles de cualquier objeto.
En la
isla, entre otros habitantes, Morel encuentra a una mujer y se enamora, el
problema sobreviene a medida que va descubriendo, por el incesante retorno y
repetición de sus acciones, que ella no existe más que como una imagen; y, en
este punto, el relato se torna cómico y patético: el hombre comienza a seguir
los movimientos de esta mujer, los memoriza compulsivamente para calcularlos de
antemano, acoplándose cada vez con mayor precisión a ellos. Simulando caminar
junto a ella, hablarle, leerle, besarla, con el tiempo logra la apariencia de
una conexión enamorada.
Finalmente,
ocurre el salto cualitativo; el hombre pierde hasta su última gota de humanidad
y termina transformándose en aquello que desea: una imagen, una copia. Así,
movido por la contradicción de ser un simulacro en una isla desierta ‒allí
donde una imagen, sin nadie que la contemple, se vuelve obsoleta‒ no tiene
mejor idea que la de volverse un simulacro para sí mismo.
La corporalidad
El tema de la corporalidad ha gozado desde hace ya un tiempo de una gran centralidad en la Filosofía. Sin miedo a exagerar, podríamos decir que, en nuestros días, gran parte de la teoría ronda en torno a los cuerpos feminizados, a los cuerpos poscoloniales, a los cuerpos transgénero, y largos etc.; quizás nos referimos obsesivamente a la corporalidad porque habitamos un tiempo histórico en que el cuerpo orgánico está por desaparecer.
Si este
fuera el caso, y es muy probable que lo sea, estaríamos en condiciones de
lanzar una hipótesis acerca de un futuro en el que el soporte virtual se
liberará de la pata biológica; y la humanidad, si pudiéramos seguir llamándola
así, se sumergirá en la total virtualidad cibernética. Ya hoy en día, las
personas que pueden costearlo, pasan gran parte de sus vidas “conectados” a un
ordenador comprando virtualmente, pagando servicios, trabajando on line, consumiendo pornografía e
incluso conociendo gente que está del
otro lado de la pantalla de un ordenador como ellos mismos; si la humanidad se
adentra un paso más allá y produce un avatar como sustento virtual de todas
estas acciones, nos encontraremos en una situación hasta hace unas décadas
impensada, a saber, la total obsolescencia del cuerpo orgánico. Aquellos que no
puedan costear estas nuevas tecnologías quedarán, por supuesto, excluidos.
Sin embargo, sigue
habiendo una ‒cada vez menos‒ fuerte resistencia a la virtualización total de
la existencia y sólo un acontecimiento de dimensiones inimaginables podría
instaurar universalmente dicha virtualización.
El
virus
El COVID-19,
conocido como Coronavirus, surgió a principios del mes de diciembre de 2019, en
la ciudad de Wuhan (China). Con una virulencia quizás nunca antes registrada en
la historia de la humanidad, se propagó en pocas semanas por todos los
continentes del planeta.
La
medicina probó que el virus enferma sin discriminación de sexo, edad ni etnias,
pero que afecta letalmente a los adultos mayores. Y, con ello, el futuro
distópico se acerca, como en una especie de
Guerra del cerdo, podemos proyectar la muerte de todos los ancianos ‒y no
tan ancianos‒. Con ellos morirá también, o mejor dicho desaparecerá de cuajo
indefectiblemente, una manera de estar en el mundo, una experiencia que
trascurrió en un tiempo previo a la tecnología. Dado que la brecha tecnogeneracional
era, desde hace tiempo, profundísima, la destrucción alcanza la plenitud. Y
esto es así, porque quizás lo último que le faltaba destruir al capitalismo
digital era justamente eso, la memoria de los viejos, esto es, la memoria de
tiempos anteriores a la digitalización misma. Con esta última destrucción, el
tecnocapital lo fagocita todo.
Dos
fenómenos diferencian este virus de sus pares anteriores, su mortífera
predilección por los adultos mayores, como mencionamos. Y la respuesta humana
ante él, a saber, la cuarentena masiva que se impone a la población global. Si
bien el fenómeno de la cuarentena no es nuevo, ésta consta de un rasgo
distintivo: se halla mediada inexorablemente por la tecnología de un
capitalismo virtual postindustrializado.
Todo lo
anterior parece dirigirse hacia el formateo cabal de una subjetividad colmena
digitalizada. Sin el contrapeso de la tesitura de la experiencia todo se
convierte al adentro de la virtualidad. Vivimos con ello no sólo la muerte del
cuerpo, sino la muerte de la memoria del cuerpo.
La
experiencia y la experiencia sedimentada en la memoria, son las condiciones de
posibilidad de la corporalidad. Por lo tanto, podemos afirmar que lo que se
está anulando en este preciso momento histórico que nos toca transitar no es el
cuerpo sino cualquier posibilidad de existencia orgánica del mismo, tal y como
la conocemos.
La conexión entre
las nuevas subjetividades ya no será corpórea sino mediada por la tecnología
digital, la cual funciona, a la usanza viral, por contagio; esto es, por copia
y replicación (No casualmente, los términos virus y virtualidad comparten la
misma raíz, si no etimológica al menos fonética).
La consciencia virtual
Ya en el origen del término virtual aparece esta potencia de la contaminación por contacto no corpóreo. El filólogo Biosca I Bas afirma que «a lo largo del siglo XII aparece un nuevo término derivado de virtus [virtud]: el adjetivo virtualis que cuenta con dos acepciones, a saber, como virtud del alma y fuerza, también del alma. Ambas acepciones funcionan como antecedentes del uso tomista del mismo».
Para Santo
Tomás, el término virtualis designa
tanto una cantidad no extensiva sino intensiva (es decir una fuerza), como
también, una forma de vínculo o contacto no corporal. Así, «El contacto corporal será el contacto
físico entre dos cuerpos, por ejemplo, cuando alguien toca a alguien, y el
contacto virtual será aquél que afecte a los estados, el que provoque que
cambie alguna característica de los cuerpos que sufren este tipo de contacto.
Tomás emplea el ejemplo del triste que contagia su tristeza a otro» (Biosca 2009/26).
Lo que
introduce por contagio esta dimensión de la virtualidad es una atmósfera etérea
digitalizada que permite las conexiones entre las subjetividades, antes
posibilitadas por las continuidades corporales. Nos hallamos prontos a
sumergirnos en una sopa incorpórea de información en la que burbujean las
subjetividades -devenidas singularidades- anuladas en una supraconsciencia de
tipo colmena.
La
conversión de la humanidad es, por tanto, total. Pero dicha conversión no es
nueva, es indisociable del sistema capitalista, podríamos trazar una genealogía
entre el mecanicismo y la virtualización de la experiencia, para decirlo de
manera brevísima: primero fue necesario transformar el cuerpo en movimiento
medible (mecanicismo) y después acelerar el movimiento hasta terminar con el
cuerpo mismo (virtualización).
Se
puede situar su origen en el proceso de cuantitivización de lo cualitativo, entre
cuyos fenómenos más conocidos se encuentran la contabilización y control del tiempo
humano en relación al tiempo de la máquina. Y siguió, por supuesto, con el
fenómeno de digitalización a partir del cual los ordenadores de datos
caracterizados por su vacuidad de contenido; almacenan enormes cantidades de
información a partir de un código binario (0, 1) que luego será decodificado en
sonidos, palabras, imágenes; y demás símbolos que consumimos diariamente
pegados a la fría pantalla desde la comodidad de nuestros hogares.
El
contagio virtual ‒que, en estos días, se erige como única experiencia
posibilitada por el contagio real del virus‒ genera sujetos devenidos
singularidades. Las leyes de producción de las mismas son las de horizontalidad
y aceleración. Ambas leyes fueron puestas a prueba en otros procesos antes de
la implementación cabal que en estos días estamos experimentando, tales como la
selección digitalizada de recursos humanos, o la más masivamente utilizada e implementada
por las páginas de citas de selección de perfiles para una potencial relación
sexoafectiva.
El
proceso es el mismo: prima la horizontalidad para pasar sin disrupciones de una
singularidad ‒potencial pareja‒ a otra. En este punto, la aceleración es
necesaria, dado que, cualquier fijación, produciría una obturación en algún
elemento de la línea con una subsecuente reacción entrópica y potencial
desestabilización del sistema.
La
virtualización se universaliza y lo colma todo, gracias al aislamiento impuesto
como protección contra el COVID-19. De esta manera, nos vemos obligados a vivir
adentro ‒sin afuera posible‒ de una mente colmena digital en la eternidad de
una cuarentena extendida ad infinitum.
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Hacia una supraconsciencia inmune
La distopía parece imponerse con la fuerza férrea del destino. Y pergeñar salidas extremas como la destrucción total de la tecnología ‒si esto fuese posible‒ no puede considerarse un riesgo para la singularidad colmena. Y esto es así, porque paradójicamente la virtualidad ha adquirido una ‒cuasi‒ densidad ontológica.
Toda la
ingente masa de información que una vez circuló por nuestros computadores,
celulares y soportes cibernéticos varios, en forma de archivos de textos y
multimedia continúan de algún modo ‒transformada en abstractas cadenas de
algoritmos numéricos‒ no existiendo ‒dado que podemos definir la existencia
como un modo de ser en un continuum
tempo-espacial‒ sino subsistiendo una vez separadas del soporte físico.
Esta
información de carácter extracorpóreo en algún momento dependió de una
producción material y energética, pero fue mutando, como todo virus, para
adquirir esta subsistencia suspendida en el éter de la nube.
Isaac
Asimov lo vislumbró en su cuento La
última pregunta, cuando dos ebrios trasnochados, inmersos en una atmósfera
apocalíptica, deciden preguntarle a una supercomputadora acerca de si se puede
detener el proceso entrópico universal. El cuento relata cómo con el correr del
tiempo, la humanidad logra primero la inmortalidad física para luego devenir
una única consciencia cuasi existente sin soporte material alguno. Esta supraconsciencia,
ni material ni energética, escapa del implacable principio de entropía que se
apresura a destruir todo sistema desde su interior.
Podemos
afirmar que esta consciencia es inmune porque rompe con todo condicionamiento
espaciotemporal, y con ello tanto con el principio de conexión causal como
también a-causal, deviniendo algo así como el incorporal del estoicismo.
Por el
contrario, la corporalidad, es decir, la condición de existencia del cuerpo
orgánico, es una dimensión colectiva, un continuum
vital que atraviesa a toda la cadena de ser. La dimensión entrópica, esto es,
la muerte, sella el enlace.
La ‒pseudo‒
corporalidad que se vino gestando con el capitalismo postindustrial no es más
que un simulacro, que sólo se erige como conexión una vez que rompe con todo continuum necesario para cualquier
desarrollo vital corpóreo. La muerte se independiza del principio entrópico y
deviene una brecha, un vacío en el que se produce la reflexión infinitamente
iterada de lo mismo, sobre lo mismo.
Sin
embargo ¿es esto todo? ¿debemos, acaso, simplemente sentarnos a consumir el fin
del mundo conocido, verlo reverberar en la luz artificial de nuestros
ordenadores? O cabe aun alguna posibilidad de evitar este distópico final de la
humanidad tal y como la conocimos hasta ahora. No lo sabemos. Lo que sí podemos
afirmar es que, en estos días de pandemia, cuando estamos todos conectados
globalmente a internet y mientras se está produciendo una aceleración de la
temporalidad con fines a su disolución en la sincronía; urge más que nunca un
contrapeso desacelerado, continuo, corporal y colectivo.
Referencias:
BIOSCA I BAS, A. (2009); “Mil años de virtualidad: origen y evolución de un concepto contemporáneo”, en Eikasi, Revista de Filosofía, año V, nº. 28.
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