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LA IZQUIERDA IDENTITARIA
Tradicionalmente identificada con el obrerismo, la izquierda, que se enfrenta hoy a una radical redefinición, parece muy perdida
Por D. D. Puche
Suelen enfadarse mucho cuando los llamas posmodernos, y te explican por qué "tú no tienes ni puta idea de lo que significa eso" (sic), o que "los que llaman a otros posmodernos es porque son de derechas" (y con llamarte "de derechas" ya han ganado la discusión). Pero el término es el correcto para esta izquierda post-obrerista y post-materialista que encuentra su razón de ser en las luchas identitarias y simbólicas. Al fin y al cabo, su cuna es ésa: la crisis de la izquierda clásica a partir de los años 50, los complejos debidos al proceso de descolonización y el triunfo del neoliberalismo; la caída del bloque soviético y la dependencia de la intelectualidad de la financiación (académica o editorial) por parte del propio capitalismo al que critica. Todo compone un mismo paisaje sociocultural, al calor, además, de la cultura de masas y la sociedad de la información, que produce las variaciones teóricas dentro de las cuales hoy se hace y se habla de política.
Como la izquierda ha perdido prácticamente todas las batallas económico-políticas que ha librado, por lo menos desde los años noventa, se ha refugiado en el mundo de las identidades y los símbolos para tener ahí su bastión, el reducto inexpugnable (¡si al menos lo fuera!) en el que mantenerse viva y activa. La batalla por la cultura es ahora el leitmotiv de la izquierda que ha abandonado todo obrerismo, salvo referencias meramente retóricas, en favor de las "luchas transversales", las de todo colectivo que quiera verse a sí mismo como alternativo al sistema capitalista-patriarcal-occidental-etnocéntrico-tecnocrático-etc. Éstos son los nuevos referentes, las coordenadas desde las que se produce teoría y se milita, se mueve el activismo y las asambleas estudiantiles.
Pero esa nueva Kulturkampf, que se cree decisiva, es una guerra perdida de antemano porque está mal planteada, porque los post-izquierdistas filtrados por Lacan, Derrida y Foucault, y no digamos ya los émulos cutres de éstos, han olvidado algo que sabía cualquier materialista hasta mediados del siglo XX (de éstos hablan siempre como de "viejos" y "trasnochados"), y es que la supraestructura simbólico-ideacional, si bien no tiene por qué reducirse a la infraestructura económico-tecnológica, ni mucho menos "manar" de ella (esto no lo decía el marxismo ortodoxo: lo dicen ellos, por aquello del burro coceando al león muerto), tampoco puede determinarla, no puede reconstruirla "desde arriba", tirando, por así decirlo, teleológicamente de ella, como el barón Münchhausen sacándose a sí mismo de las arenas movedizas tirando de su propia coleta. Naturalmente, si lo han olvidado es a propósito, y es que los puestos en la universidad o en la industria cultural tienen que justificar su propia existencia. Tienen que vender performatividad. La identidad y las nuevas formas de subjetividad se convierten en caballos de batalla cuando ha fracasado toda objetividad.
La disputa de los símbolos es relevante, cómo no, juega un papel destacado en el complejo socio-político-económico, pero siempre en torno al sentido que se le da a realidades materiales previas (esto es, la forma cultural en que se derivan de ellas, a posteriori, modos de vida concretos). Si lo identitario-simbólico no se incardina en esas prácticas materiales, sólo produce retórica y poesía; a lo sumo, una rapidísima obsolescencia social que deja mucha frustración tras de sí. Victorias mediáticas como las de las redes sociales o las de manifestaciones en las que no se sabe ni lo que se exige (sólo se muestra la disconformidad de los reunidos con lo dado) no se traducen en nada real; no hay mayor muestra de mal idealismo que ése, hoy en día. Marvin Harris, que no era marxista precisamente, pero sí más materialista que cualquiera de estos etéreos post-izquierdistas, lo explicaba muy claramente: la supraestructura no es reflejo o copia de la infraestructura, no hay mecanicismo que valga; pero hay una "selección cultural", análoga a la natural en el terreno biológico, que decidirá qué productos supraestructurales "triunfan" y cuáles "fracasan". Y esa selección depende de lo económico-tecnológico. En dicha batalla simbólica (lo que hoy todo el mundo quiere llamar "la hegemonía", término ya de por sí equívoco), así, están ganando por goleada, por ejemplo, Apple o Uber, que crean nuevas prácticas cotidianas mucho más potentes (mucho más eficientes a la hora de redefinir el propósito y la carga hedónica de nuestra existencia) que cualquier bandera morada o lazo amarillo o discurso de imán radical. Ésa es la auténtica hegemonía, con efectos a largo plazo, y lo otro simple residuo del malestar que será barrido por la siguente gran ola histórico-política, como las dos Guerras Mundiales barrieron tantas cosas de finales del siglo XIX y principios del XX que hoy la sociedad ya ni recuerda. Las exigencias racionales (supraestructurales) no respaldadas por transformaciones materiales (como sí hizo la burguesía con sucesivas Revoluciones Industriales) no llevan a nada. Diseñar una app que ayudara a los taxistas a competir con los conductores de Uber o Cabify sería más efectivo que defender sus derechos en abstracto, pretendiendo limitar la tecnología que otros ya emplean con éxito (lo cual nunca ha dado resultado). Tal vez los sindicatos deberían reenfocar así gran parte de su actividad, dedicándose a coordinar el desarrollo de tecnologías libres que facilitaran su labor a los trabajadores sin hacerlos prescindibles.
La disputa de los símbolos es relevante, cómo no, juega un papel destacado en el complejo socio-político-económico, pero siempre en torno al sentido que se le da a realidades materiales previas (esto es, la forma cultural en que se derivan de ellas, a posteriori, modos de vida concretos). Si lo identitario-simbólico no se incardina en esas prácticas materiales, sólo produce retórica y poesía; a lo sumo, una rapidísima obsolescencia social que deja mucha frustración tras de sí. Victorias mediáticas como las de las redes sociales o las de manifestaciones en las que no se sabe ni lo que se exige (sólo se muestra la disconformidad de los reunidos con lo dado) no se traducen en nada real; no hay mayor muestra de mal idealismo que ése, hoy en día. Marvin Harris, que no era marxista precisamente, pero sí más materialista que cualquiera de estos etéreos post-izquierdistas, lo explicaba muy claramente: la supraestructura no es reflejo o copia de la infraestructura, no hay mecanicismo que valga; pero hay una "selección cultural", análoga a la natural en el terreno biológico, que decidirá qué productos supraestructurales "triunfan" y cuáles "fracasan". Y esa selección depende de lo económico-tecnológico. En dicha batalla simbólica (lo que hoy todo el mundo quiere llamar "la hegemonía", término ya de por sí equívoco), así, están ganando por goleada, por ejemplo, Apple o Uber, que crean nuevas prácticas cotidianas mucho más potentes (mucho más eficientes a la hora de redefinir el propósito y la carga hedónica de nuestra existencia) que cualquier bandera morada o lazo amarillo o discurso de imán radical. Ésa es la auténtica hegemonía, con efectos a largo plazo, y lo otro simple residuo del malestar que será barrido por la siguente gran ola histórico-política, como las dos Guerras Mundiales barrieron tantas cosas de finales del siglo XIX y principios del XX que hoy la sociedad ya ni recuerda. Las exigencias racionales (supraestructurales) no respaldadas por transformaciones materiales (como sí hizo la burguesía con sucesivas Revoluciones Industriales) no llevan a nada. Diseñar una app que ayudara a los taxistas a competir con los conductores de Uber o Cabify sería más efectivo que defender sus derechos en abstracto, pretendiendo limitar la tecnología que otros ya emplean con éxito (lo cual nunca ha dado resultado). Tal vez los sindicatos deberían reenfocar así gran parte de su actividad, dedicándose a coordinar el desarrollo de tecnologías libres que facilitaran su labor a los trabajadores sin hacerlos prescindibles.
Pero lo realmente bochornoso de una izquierda en la que cada vez me cuesta más reconocerme es que, en un alarde de
incoherencia máxima, y llevada por un afán de amasar el descontento social al precio que sea, coquetea ambiguamente (cuando no apoya con descaro) con todo nacionalismo disgregador. O sea, con los intereses de las burguesías locales. Identifica sin más Estado y capitalismo, y siente simpatías por cualquiera que vaya contra el primero, cuando un Estado fuerte es lo único que puede servir de freno para el segundo, y en todo caso, no se entiende por qué los nuevos Estados iban a ser mejores que los viejos. Frente al
internacionalismo ilustrado de la izquierda clásica, ahora se lleva el tribalismo,
rebautizado por los teóricos posmodernos como "populismo" (que, no es casualidad, es donde también
mete cuchara la nueva extrema derecha). Un populismo que confunde la inevitable pertenencia
a una comunidad ("pueblo") con la participación política en una sociedad plural ("ciudadanía"); dos conceptos pertenecientes a niveles organizativos distintos, cuya
confusión (considerar "ciudadano" al "miembro de un determinado pueblo") lleva directamente al fascismo. Sólo han pasado setenta años, cuarenta en el caso de España, y ya nos quieren vender otra vez ese discurso (¡gente que se dice de izquierda!), justificándose en que así se
oponen a la disolución de los pueblos en el capitalismo global. Lo mismo que decían Mussolini y Hitler, vaya. Para este tipo de "revolución", que así es como se quiere maquillar el "cosmopolitismo xenófobo", mejor quedarse con el reformismo socialdemócrata, que al menos protege algún derecho laboral y social de vez en cuando. Pero volvemos a lo mismo: la izquierda identitaria necesita pescar en algún caladero electoral, y como se le han agotado casi todos, se entrega a cualquier causa que le salga al paso, aunque sea una que pretende utilizarla para luego deshacerse de ella a la primera ocasión.
Al hacer de su causa esa y otras luchas identitarias (la izquierda post-obrerista sólo es el sumatorio de todas las transversalidades, no tiene contenido propio), e instalarse en las redes sociales como en su casa, ha asumido como propia la vomitiva marea de indignación-por-cualquier-cosa que crece sin parar. Parece que, impotente ante todo cambio real, siempre a la espera de saber qué dice o hace la derecha para contestar (porque ahora la izquierda es la reacción), carente de iniciativas e ideas originales que no sean ocurrencias peregrinas, sólo sabe participar en la indignación general para capitalizarla, a menudo de formas vergonzosas. Se suma a todo, a ver qué consigue; le da igual lo que sea. La izquierda posmoderna no suelta esa retórica tan suya del goce y los afectos positivos, pero es un catalizador de resentimientos sociales y una máquina de la culpa. Como no consigue nada en el plano político-económico, se esconde en "la cultura", esto es, la supraestructura falsamente abstraída de la infraestructura, y se erige como la censora en ese terreno. Ésa es su guerra de guerrillas. Ha hecho de la "corrección política", esa Inquisición 2.0 de origen estadounidense, su paradójica bandera, si bien de una forma muy caprichosa: un chiste machista o racista es cobrado en sangre, mientras que pedir que alguien asesine de un tiro en la nuca a un concejal de la derecha se ve como un ejercicio de libertad de expresión que ha de ser defendido a capa y espada. Y a cualquiera que cuestione este contradictorio puritanismo de la izquierda identitaria, en los propios círculos de la izquierda se le pone en cuarentena ideológica y se le tacha de "vieja guardia obsoleta", "fósil soviético", "comumacho", etc. Son los mismos que hacen pasar al obrero varón blanco occidental (un tipo humano muy frecuente por estos lares) por un privilegiado, explotador, racista y maltratador que tendría que estar todo el día disculpándose por existir (o sea, por deslomarse trabajando) y luego se extrañan de que éste termine votando a engendros como Trump, y se marcan sutilísimos análisis psicosociales y de composición de clase para saber por qué lo hace. Así nos va.
Al hacer de su causa esa y otras luchas identitarias (la izquierda post-obrerista sólo es el sumatorio de todas las transversalidades, no tiene contenido propio), e instalarse en las redes sociales como en su casa, ha asumido como propia la vomitiva marea de indignación-por-cualquier-cosa que crece sin parar. Parece que, impotente ante todo cambio real, siempre a la espera de saber qué dice o hace la derecha para contestar (porque ahora la izquierda es la reacción), carente de iniciativas e ideas originales que no sean ocurrencias peregrinas, sólo sabe participar en la indignación general para capitalizarla, a menudo de formas vergonzosas. Se suma a todo, a ver qué consigue; le da igual lo que sea. La izquierda posmoderna no suelta esa retórica tan suya del goce y los afectos positivos, pero es un catalizador de resentimientos sociales y una máquina de la culpa. Como no consigue nada en el plano político-económico, se esconde en "la cultura", esto es, la supraestructura falsamente abstraída de la infraestructura, y se erige como la censora en ese terreno. Ésa es su guerra de guerrillas. Ha hecho de la "corrección política", esa Inquisición 2.0 de origen estadounidense, su paradójica bandera, si bien de una forma muy caprichosa: un chiste machista o racista es cobrado en sangre, mientras que pedir que alguien asesine de un tiro en la nuca a un concejal de la derecha se ve como un ejercicio de libertad de expresión que ha de ser defendido a capa y espada. Y a cualquiera que cuestione este contradictorio puritanismo de la izquierda identitaria, en los propios círculos de la izquierda se le pone en cuarentena ideológica y se le tacha de "vieja guardia obsoleta", "fósil soviético", "comumacho", etc. Son los mismos que hacen pasar al obrero varón blanco occidental (un tipo humano muy frecuente por estos lares) por un privilegiado, explotador, racista y maltratador que tendría que estar todo el día disculpándose por existir (o sea, por deslomarse trabajando) y luego se extrañan de que éste termine votando a engendros como Trump, y se marcan sutilísimos análisis psicosociales y de composición de clase para saber por qué lo hace. Así nos va.
Qué tiempos tan penosos, y qué pereza, la de discutir con el típico "izquierdista" actual sobre cualquiera de estos temas. Suele estar demasiado embebido en su discurso selectivamente anticientífico, maldiciendo la Ilustración, diciendo que Occidente (y el hombre blanco) es el Mal, que la mujer liberada es la islámica con el hiyab antes que la occidental enseñando lo que le apetece, dando la razón a las regiones ricas que quieren separarse del resto más pobre de sus países, persiguiendo a las prostitutas cuando quieren sindicarse, y un inacabable etcétera. Es lo peor del sesentayochismo, convertido en discurso dominante de la izquierda derrotada. Pero no por perder batallas, que las perdió siempre; sino por haberse convertido en la franquicia de la industria cultural y del ocio del capitalismo que quiere limpiar su mala conciencia.
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