Suscríbete a Caminos del lógos (confirma suscripción
en tu bandeja de entrada) y échale un vistazo a esto.
No voy a escribir sobre Ready Player One porque no lo merece,
porque la he visto con absoluto desinterés y ya casi la he olvidado por
completo, pasadas sólo veinticuatro horas. No hay nada digno de mención en esta
película; es una mera sucesión de efectos visuales hilados por una trama sin
sentido que vive de las rentas de esa nostalgia de los 70, 80 y 90 que ahora lo
llena todo, esas “glorias pasas” de las que, con buen tino, se reían en South Park, donde las relacionaban con
la ola de neoconservadurismo que pretende devolver a las sociedades
occidentales a los “buenos viejos tiempos” (con independencia de la ironía, a
la que la ideología es inmune, de que esas décadas fueron mucho más libres y
progresistas que el presente; pero la nostalgia siempre se queda con aspectos
muy concretos y desecha el resto). No, no tengo ningún interés en escribir
sobre esta película vacía, sin contenido narrativo alguno, ni siquiera
técnicamente destacable ‒hoy los únicos CGI buenos son precisamente los que no
se notan, y en esta cinta ni siquiera hay innovaciones técnicas en su uso‒. Una
obra decadente de un genio del cine que ya sólo vive de imitar a sus propios
discípulos, el más triste final para todo creador.
Si escribo hoy sobre algo es
sobre la narrativa para adolescentes que recurre a la misma plantilla que esta
película, un género que me parece, probablemente, el más irritante que puede
haber. Historias como Divergente, Los juegos del hambre, El corredor del laberinto, La quinta ola (los “malos” son
extraterrestres, pero la idea es la misma que ahora comentaré), Ready Player One y tantas otras ‒ni
entro en las series de televisión‒ son la
misma historia. Y no sólo porque todas sean plagios descarados de historias
ya existentes (lo que Los juegos del
hambre hace con Battle Royale
supera, de hecho, todo descaro), sino porque, con independencia de ello, aunque
fueran productos originales, su trasfondo no podría ser más falso, por no decir
embaucador. Sus tramas “revolucionarias” únicamente disfrazan su carácter
legitimador del mismo sistema que supuestamente critican. La idea siempre es la
misma: un grupo de adolescentes se enfrenta al mundo de los adultos (“el
sistema”), que es decadente y corrupto y por ello debe ser destruido; tras una
serie de peripecias, terminan por conseguirlo, y lo transforman para ser ellos
los que crean un mundo nuevo en el que, por lo general, van a ejercer algún
control más o menos decisivo como nuevos líderes. Los nuevos Padres Fundadores.
Tras estos argumentos, de lo que llamaría el “marxismo hollywoodiense” (¡si
Dalton Trumbo levantara la cabeza!), uno podría ver a primera vista,
ciertamente, un ideal revolucionario. Pues no. Nada más opuesto a la realidad.
Un momento, antes de
seguir. Cabría decir, es cierto ‒y ello va tanto por su contenido como por su
carácter esquemático y repetitivo‒, que estas sagas de adolescentes son el
nuevo “viaje del héroe”, actualizado para tener sentido para los jóvenes de hoy
en día, en una versión quizá muy simplificada. Así como para los niños, en los
cuentos populares, el mal ha estado representado tradicionalmente por la bruja
malvada (o el Coco, etc.) que quiere comérselos tras cebarlos, o ‒más
explícitamente‒ por el lobo que persigue a la niña que se interna en el bosque
con sus dulces (o sea, un violador), para los adolescentes es necesario un giro
argumental. El mundo al que están a punto de enfrentarse es el de los adultos, quienes
por tanto son, en cierto modo, “el enemigo” ‒cuanto más inmaduro es el
adolescente, tanto más así los ve‒. El poder, visto como “la capacidad de
impedirme hacer lo que me apetece”, lo ostenta esa generación de mayores ya
situados que conforman “el sistema” (el cual los adolescentes, por lo general,
no entienden, y lo simplifican al máximo en sus tempranas conceptualizaciones
maniqueas). Hay que combatir a éstos para llegar a ser el que uno ha de ser ‒o
sea, como se dice ahora en pseudocastellano traducido de pseudoinglés,
“empoderarse”, esa palabra cobarde para evitar decir lo que se quiere decir,
que es “apoderarse”‒. La metáfora de fondo de este viaje generacional, que
podría verse como algo relativamente sano, es: vas a tener que madurar y pelear por las cosas, porque ya no te lo van
a dar todo hecho papá y mamá.
Pero volvamos al asunto, pues a
partir de ahí empieza lo psicopolíticamente falso, y yo diría que hasta insano. Estas narrativas presentan
siempre a los adultos como los malos
(salvo alguno, “aliado” de los adolescentes, que tendrá que morir
convenientemente para dar más legitimidad aún a la lucha de éstos), y no sólo
eso, sino además estúpidos. Unos
tontos ‒que evocan la imagen distorsionada que los jóvenes tienen de sus
propios padres, siempre “desfasados”‒ a los que la sobrada rabia y preparación
de los adolescentes sabrá cómo derrocar con algún plan genial del líder de
turno. Los mayores poseen ejércitos y toda clase de recursos, pero gracias al “efecto
stormtrooper” (Roger Ebert dixit), éstos nunca les valdrán de nada,
pues ese ejército sólo actúa de cinco en cinco, está formado por lerdos y
torpes, y el resto nunca está donde se lo necesita. Así que la muchachada
triunfará en su alzamiento contra el orden
capitalista-patriarcal-antiecologista-gerontocrático representado por (todo sea
dicho de paso) varones blancos heterosexuales de aspecto nazi ‒aunque a veces se
introduce una mujer blanca, para demostrar que ellas también pueden mandar y
que el mensaje de la peli no sea netamente machista‒. Frente a ellos, los
jóvenes aspirantes al trono representan lo contrario: son multiétnicos, cumplen
las cuotas de género y representan los valores de la salud (nunca fuman ni beben, y si alguno lo
hace, es el que muere o es el traidor), el ecologismo, y la cantidad apropiada
de tradicionalismo socialmente aceptado como “moderno”.
Al contrario que en El Señor de las moscas, donde se
mostraba cómo una sociedad formada por niños y adolescentes en un entorno
aislado reproduciría los patrones de jerarquía y crueldad de los adultos,
porque ésa es la naturaleza humana, aquí se les muestra corrigiendo el mundo de los adultos. Rousseau derrota a Hobbes. Una
vez más, ese adanismo que hoy en día lo impregna todo. El ser humano es bueno
por naturaleza, pero la sociedad lo ha hecho malo. Esa sociedad está resumida
en la figura del Malo, normalmente un gobierno despótico, imagen absurdamente
simplificada del Estado. Destruyendo el Estado, se arregla todo: la naturaleza
humana, liberada, volverá a ser buena. Por tanto, hay que imponer la anarquía adolescente
para que todo funcione. El Pueblo vivirá
libre, sin un Estado opresor que lo gobierne. El mensaje increíblemente
simplista y preñado de peligrosa ideología que se esconde en estas historias es
que la mejor sociedad no sería aquella con buenas leyes, sino aquella en la que
el poder lo tuviera uno, o un puñado, pero con
buenas intenciones. Los males provenían de que mandaba alguien moralmente malo; pero si gobierna
alguien moralmente bueno, y éste se hace con todo el poder subvirtiendo el
orden establecido, sin duda hará lo que
debe. O sea, fascismo puro.
No hay nada revolucionario ‒y quizá
deberíamos dejar ya de pensar en términos de revolución‒ en la sacralización de
la imagen del adolescente. El cambio nunca provino de ellos, por más ñoñerías
románticas que se digan; sólo cuando se incorporan a la vida adulta y aceptan
los compromisos inherentes a ésta entran a formar parte del juego sociopolítico,
y entonces pierden ese carácter puro e incontaminado que la mitología del
adolescente vende. El mundo no se arregla como ellos creen, como estas historias
venden, por la sencilla razón de que no hay una Estrella de la Muerte que
volar, con la cual te cargas al Imperio entero; no hay un malo al que derrotar
en combate singular o un botón mágico que permita “reiniciar” la sociedad. Ésta
es un sistema de interdependencias tan terriblemente intrincado que los jóvenes
no alcanzan a imaginárselo siquiera, y semejantes mitologías sólo perpetúan la nociva
farsa de una simplicidad cuyos problemas se podrían solucionar de un plumazo (hay un nudo
gordiano que no se corta porque no se
quiere, por pura maldad, la de
los adultos; pero llego yo y lo corto y asunto arreglado; a nadie se le había
ocurrido antes). La idea de la revolución como fetiche, como puro pensamiento
mágico.
“Vamos a acabar con vuestro puto
mundo de adultos”, me escribió una vez una exalumna muy creativa y original ‒creía
ella‒ en un trabajo. No había entendido, y no sé si lo habrá hecho ya, que no
hay un “mundo de adultos”, pues éste es, sencillamente, el mundo, sin más. No se contrapone a un más auténtico mundo de adolescentes, pues no hay tal; se trata de
una burbuja de irrealidad. Una
pseudolibertad ficticia sostenida por la manutención de sus padres. Y, en
cualquier caso, ese mundo de adultos es en el que querrán vivir y ganarse la
vida, mejorándolo en la medida de lo posible, no finiquitándolo. Estaría muy
bien que un revisionismo inteligente de estas historias de adolescentes mostrara
a esos héroes de la juventud rabiosa años después, cuando sean adultos y tengan
que subsistir y aceptar responsabilidades, y los adolescentes furiosos de
entonces vengan a desbancarlos. Como en Rebelión
en la granja, cuando los líderes de la revolución, los cerdos, llegan al
poder, se comportan exactamente igual (o peor) que los que les han precedido. Todo
adolescente, pese a su lema “yo nunca seré así”, lo será. El destino consiste en terminar pareciéndote a tus padres tras toda una
juventud intentado no ser como ellos. La estructura misma de la tragedia
griega. Lo que intentas evitar es justo lo que ocurre.
Al final, cómo no, los que se entusiasman
creyendo que son el nuevo sujeto revolucionario están comprando la principal
mercancía que la industria cultural vende hoy: la adolescencia misma, que es de por sí un producto psicosocial. Consumismo puro. Comprar imagen de adolescencia, de subjetividad verde y
desarticulada que cree estar por encima del mundo de los adultos al que le
compra la entrada de cine (o el videojuego, o la suscripción a Netflix), la
coca cola y el merchandising que
le dicen cómo hacer caer dicho mundo. El método más sencillo para la
autoperpetuación de todo estado de cosas. Adolescentes del mundo, ¿queréis ser
revolucionarios? Pues lo primero de todo, no consumáis artículos para
adolescentes. La revolución, o lo que más se le parezca, sólo viene del mundo
de los adultos.
Puedes encontrar nuestros libros
en versión impresa y digital
(epub, Kindle, PDF, etc.) en...
en versión impresa y digital
(epub, Kindle, PDF, etc.) en...
© David Puche Díaz y
Daniel Puche Díaz, 2018
Contenido protegido por SafeCreative
Contenido protegido por SafeCreative