Una persona con la que hasta
hace unos años hablaba mucho de filosofía, y especialmente de Nietzsche (habíamos
sido compañeros de facultad, y aunque seguimos caminos muy distintos, los dos terminamos
especializándonos en él, para cuando volvimos a encontrarnos), estaba
absolutamente en desacuerdo conmigo en este punto, que iba más allá de lo meramente
teórico para convertirse en algo personal, muestra de ese sesgo que suele
enturbiar las discusiones acerca de cualquier tema. El punto en cuestión era el
carácter último de la obra de Nietzsche. Éste, como es sabido, se refería a su
pensamiento como "optimismo trágico". De esa expresión yo subrayaba
el carácter trágico, mientras que esta persona subrayaba el optimismo. De ahí
surgieron muchos malentendidos. Y no sólo acerca de Nietzsche, claro; había un
asunto más complejo detrás.
Esta mujer, de naturaleza
vital, aunque con un patente fondo depresivo esperándola a la vuelta de cada
esquina ‒del que intentaba escapar, desesperada, huyendo siempre de sí misma‒,
había hecho del optimismo, de lo cómico,
de hecho, su Leitmotiv filosófico. Se
dedicaba al estudio de este concepto en distintas vertientes filosóficas, y en
Nietzsche tenía la gran veta, por supuesto. El Modelo. Para ella, había que
plantar cara a la vida con una actitud de reafirmación, casi de desafío, y esforzarse
por acumular experiencias de cuya plétora extraer los futuros recuerdos que le
darían sentido unitario y valor a nuestra existencia. Este empeño, el suyo, lo
veía más que obvio en la obra de Nietzsche, que se alejaba de todo "pesimismo"
existencial en pos de la risa, el baile y la afirmación dionisíaca de la
vida.
Yo, por el contrario, siempre
menos vibrante, hallo en Nietzsche, y creo que como escenario de la filosofía
en general, un fondo profundamente trágico. Para mí, la filosofía tiene mucho
de esa "ciencia melancólica" que Adorno, desde la perspectiva
histórica del Holocausto, contraponía a la "ciencia jovial" de
Nietzsche. Bien, pues yo lo melancólico
lo encuentro ya nítidamente en Nietzsche. De éste me quedo con lo trágico, con
la apelación al fondo oscuro y brutal de la naturaleza, con los abismos de
oscuridad que observa dentro del hombre, y con la (entre estoica y hedonista) aceptación
del dolor y del sufrimiento como condiciones de la perpetuación de la vida. Lo
dionisíaco no es alegría y risa, o mejor dicho, sí lo es, pero en cuanto éstas
son lo que nos queda para soportar el
horror resultante al quitar las consoladoras máscaras apolíneas que encubren la
realidad. La vida es absurda, un juego sin propósito, salvo repetirse
ciegamente, algo sin sentido. Que Nietzsche diga "sí" a semejante
vida (y así le dé un sentido), no pretende cambiar el carácter de la misma: es su aceptación con lo que tiene de
terrible, simplemente porque no hay otra.
El malentendido al que llegué
con esta persona, que como decía, trascendió como mucho a Nietzsche y lo puramente
hermenéutico, consistió en que confundimos la actitud de quien teníamos delante
con su postura filosófica. Ella creía que yo era trágico, pesimista, alguien
incapacitado para disfrutar la vida. Y no, nunca me he considerado tal cosa;
otra cosa es que, filosóficamente, cuando hablo del mundo, lo haga en esos términos.
No hablo de mi propia existencia al
expresarme así: hablo de un mundo atroz lleno de sufrimiento, pavoroso.
Pero no necesariamente para mí. En lo tocante a mí mismo, siempre he sido bastante
optimista; sin embargo, no confundo mi propia vida con la marcha del mundo, aunque
quizá lo dé a entender... Ella, en cambio, creo que sí veía la vida de forma optimista porque la identificaba
con su vida; porque no era capaz de ver el mundo desde una
perspectiva que no fuera la suya propia ‒o lo que ella, en cualquier caso, necesitaba pensar acerca de sí misma‒.
Al parecer no entendía por qué no todo el mundo quiere vivir la vida
intensamente y afirmarla en mitad de su sufrimiento. Pero es que a ella no le
iba demasiado mal, supongo; al menos no en la superficie. Una postura, la suya,
profundamente narcisista: cuando
contemplaba las aguas del mundo, era incapaz de verlas; sólo podía distinguir su
propio reflejo en ellas. Y lo que veía le parecía ciertamente bello, claro.
Son estos sesgos, de los que
uno sólo se da cuenta mucho tiempo después, los que impiden que las personas lleguen
a comprenderse.
© D. D. Puche, 2019
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