El ser humano occidental e
hipermoderno no deja de evocar una naturaleza de la que se siente desarraigado.
Lo hace a través del arte o de la filosofía, o simplemente en la forma de una
añoranza “vulgar” ‒reflejada en la publicidad de multinacionales alimentarias o
en películas hollywoodienses pretendidamente profundas‒, que nos remiten a algo
que siempre se ve como ya pasado,
algo perdido o enajenado. Esas bucólicas imágenes nos conectan con algo
imprescindible, vital, con un sustrato que de perderse supondría nuestra ruina;
un cordón umbilical que nos conecta a lo primigenio y que parece (hoy ya definitivamente)
a punto de romperse, con lo que nuestra “humanidad” se perdería del todo. La ciencia
y la tecnología sólo son una huida hacia delante de nuestros problemas ‒nos
proporcionan algunas comodidades, pero nada realmente
importante‒ que nos van alejando de eso primigenio, del último poso de autenticidad, del suelo nutricio que nos
permitiría, si volviéramos a él, ser verdaderamente
felices (algo muy distinto del “bienestar”); nos lanzan a un frío mundo de
alienación instrumental en el que, de “lo humano”, va a quedar poco o nada.
Es éste un discurso tan tópico y manido,
pero sobre todo tan ingenuo, que sólo por reiterativo y hueco debería causar el
rechazo de cualquiera que teóricamente aún aspire a estar a la altura de su
época. La demonización de la ciencia y la tecnología, que son pintadas como lo
fáustico, aquello a lo que el hombre ha vendido su alma, no deja de ser sino un
motivo romántico surgido en el contexto de la primera Revolución Industrial y
que sólo como tópico literario puede
seguir siendo vendido por cierta “intelectualidad”. Eso de que nos volvemos
inhumanos y hemos “olvidado” cómo vivir (al final, ¿no viene a resumirse en
esto el olvido del ser heideggeriano?)
suena muy bien, hasta que preferimos estar en contacto constante con seres
queridos, irnos de vacaciones unos días a lugares tan distantes que antes
no hubiéramos podido llegar en menos de unos meses, o no morir de la primera
enfermedad que se nos cruce en el camino, momentos en los cuales el auxilio de
lo tecnocientífico pierde su negritud ontológica. Entonces sí que optamos por
lo fáustico, y no por lo natural y de toda la vida, aunque luego,
hipócritamente, nos justifiquemos diciendo que “el sistema” (“el capitalismo”,
etc.) nos ha obligado a beber ese veneno moderno. Confundir lo humano con ese primitivismo impostado
y paranoide lleva a cada vez más gente a reivindicar el regreso a formas de vida
pasadas y obsoletas, lo cual es imposible y absurdo; máxime cuando ese neorromanticismo
propone renunciar a las vacunas o a los alimentos transgénicos, sin los cuales
cientos o miles de millones de seres humanos perecerían. No deja de ser una
cháchara autocomplaciente de irresponsables incapaces de deducir las
consecuencias de sus posturas teóricas.
En realidad, y pese a las
apariencias, no hay en todo esto ninguna rememoración
de la naturaleza. Lo que se rememora aquí ‒y sí, esto vale también para pensadores
como Heidegger‒ no es la naturaleza, inexperienciable
por el ser humano; nosotros hemos sido “expulsados” de ella, no podemos
conocerla sino como objeto, ya sea
puramente pragmático (su explotación y consumo), gnoseológico (el de las ciencias
naturales) o estético (desde la representación artística al mero “ir al campo”;
ése al que uno, por más “de pueblo” que sea, no termina de pertenecer, pues no somos un animal con medio, sino con mundo).
El ser humano puede vivir/estar en la naturaleza, pero no reintegrarse/ser en
ésta, pues nuestra condición inteligente y tecnológica nos expulsó de ella (el
pecado original que conduce fuera del Edén), como poco, en el tránsito al Neolítico.
Somos ese “animal enfermo”, que decía Nietzsche, arrojado de la physis, que no se adapta al medio para
sobrevivir, sino que lo adapta a sí
mismo, lo transforma técnicamente, y por eso lo percibe y siente como algo ya
mediado culturalmente, como algo de lo que se ha distanciado de forma
irreversible.
No. Lo que se evoca no es la naturaleza,
sino niveles tecnológicos anteriores, que
sostenían un mundo sociopolítico y cultural que uno recuerda con nostalgia
(o que, a menudo, se inventa). Eso es
lo añorado; no es el trato todavía virgen e incontaminado con la flora y la
fauna, sino un entorno sociocultural ‒un trato entre seres humanos, en suma, que siempre ha estado bastante “contaminado”‒
que respondía a otras relaciones materiales y a otras exigencias
socioeconómicas. No deja de ser el inevitable poso conservador que arrastramos
como especie, algo que tiene que ver con el funcionamiento mismo de nuestro
cerebro y su necesidad adaptativa de aferrarse a algo estable (= predecible),
aunque sólo se encuentre ya en el pasado, en la memoria. En realidad, lo que
nos hace sentir el “desarraigo” no es ni siquiera el haber cambiado de mundo
histórico, sino el hecho de que éste
cambie demasiado deprisa, sin darnos tiempo a adaptarnos psicosocialmente de
modo eficiente; es la insuficiencia de nuevos enlaces simbólico-afectivos. “Naturaleza” es el nombre que le damos al
deseo de que la tecnología de una determinada época quedara estancada para
siempre, perpetuando un determinado mundo que nos es familiar, con un horizonte
de expectativas estable. Un mundo cuyas reglas no cambien cada pocas
generaciones (o cada generación, o varias veces en una misma generación),
destruyendo así las posibilidades de comprensión y comunicación intergeneracionales
‒lo cual hace que los mayores queden obsoletos porque pertenecen a mundos ya caducos.
Lo que llamamos “naturaleza” no
deja de ser un mundo simbólico correspondiente a relaciones materiales que han
cambiado; pero, socializados en él, no deja de ejercer exigencias emocionales y
de sentido sobre nosotros. Lo “natural” ‒ese criterio de orientación práctica que
“hoy nos falta”‒ es el modo en que ha quedado registrado en el espíritu (que dirían los idealistas
alemanes) o en el inconsciente colectivo
(por usar un lenguaje psicoanalítico) un pasado que quiere eternizarse. Es la propia cultura añorando su pasado,
cifrado simbólicamente; algo que las ciencias tienden a destruir, al convertir
la naturaleza en objeto despojado de tales investiduras. Por eso el
pensamiento reaccionario suele rechazar la ciencia y niega puerilmente sus
resultados, ya se trate del Big Bang o la teoría de la evolución o el cambio
climático o el uso de células madre: nos traen a un presente absoluto (la realidad) para el que el pasado idealizado
(la mitología) no existe; dos versiones
antagónicas de una y la misma naturaleza.
Sin embargo… el ser humano necesita una conexión con el pasado, con
su mundo simbólico, con el espíritu reificado como “naturaleza”. Sin ella se
encuentra desarraigado, sin horizontes
existenciales, sin un por qué, el cual difícilmente obtendrá de la razón pura ‒puede hacerlo a título
individual, pero nunca colectivo‒. Requiere,
en efecto, relacionarse con su pasado a través de mediaciones simbólicas,
orientadores del pensamiento y la acción. Que éstas sean falsas, desde el punto
de vista de su contenido, no las hace menos necesarias; hay falsedades necesarias para la vida, como decía Nietzsche (aunque
los “nietzscheanos” lo han confundido con que la falsedad no existe y por tanto todo es igual de verdadero). Prescindir de ellas, como hace la
ciencia ‒no puede hacer otra cosa, por otro lado, pues no es ése su trabajo‒,
conduce al nihilismo. Mientras, la
religión, que se hace cargo de ellas, pero entendiéndolas literalmente, como
verdades, lleva al fanatismo. La filosofía
debería ser su mediación, su comprensión conceptual desde el punto de vista del
mundo en cuanto tal (el ámbito del sentido, la construcción de una posición racional más allá de la cultura
propia, pero atenida a las necesidades culturales), que las sabe falsas
pero dialoga con ellas, estableciendo una dialéctica
de lo mítico y lo científico que es imprescindible para la salud psíquica y
social. La sabiduría nunca ha dejado
de ser eso.
(epub, Kindle, PDF, etc.).
© David Puche Díaz, 2018.
Contenido protegido por SafeCreative.
Contenido protegido por SafeCreative.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión, ¡gracias!