Uno de los temas a los que más importancia ha concedido la filosofía posterior a la Segunda Guerra Mundial es la teoría de la identidad; algo lógico, en ese momento de destrucción y desorientación totales, en que la propia crisis identitaria de las naciones se agudizó al máximo ‒en algunas por el fracaso del proyecto totalitario, en otras por los subsiguientes períodos de descolonización y “final de imperio”, etc.‒. Más tarde la consolidación de la cultura de masas y la culminación de la globalización, con el contexto multicultural resultante, añadirían muchos materiales a esta reflexión. Y no hay que olvidar la tremenda influencia que la psicología y la psiquiatría han ejercido desde esas mismas fechas, tanto en los planos terapéutico como laboral y educativo. La identidad personal (y colectiva) se ha hecho centro de reflexión desde entonces precisamente porque se ve amenazada; antes, dicho problema, en cuanto tal, no existía, pues dicha identidad en gran medida se presuponía. Eso que en un sentido muy amplio podríamos llamar “posmodernidad” es un síntoma, de hecho, de esta época histórica en que la identidad tiende a diluirse en la misma medida en que nos aferramos desesperadamente a ella. En el plano estrictamente teórico, filosofías de muy diversos linajes han hecho de ello su asunto central; pensemos, por ejemplo, en autores tan heterogéneos como Foucault, Ricoeur o Taylor, cuyo pensamiento gira en torno a la construcción de la subjetividad.
Tener una identidad (que no hablar
de ella, lo cual indica que se está dejando de tener) es algo indispensable
desde un punto de vista antropológico; una necesidad,
de hecho, pues sin ella probablemente la vida se muestre desnuda y sin sentido,
con las consecuencias nihilistas que ello conlleve. Se trata de un imperativo
grupal enraizado en nuestra biología, un factor adaptativo estrechamente atado a la supervivencia ‒puede que hoy
no, pero las exigencias biológicas se nos presentan con independencia de las
condiciones concretas en que vivamos‒. Por ello, da igual lo sofisticada y
cosmopolita que sea la postura desde la que se pretende (re)construir tal
identidad ‒ilustrada, posmoderna, etc.‒: siempre será algo, en el fondo, tribal y atávico… o
será una farsa poco convincente (toda identidad es construida, devenida, artificial, pero algunas resultan convincentes
y otras, en cambio, impuestas; la
vinculación con lo antiguo, verdadera o falsa, es imprescindible para su
aceptación).
De raíz menos biológica (por
no decir que contraria a la biología) son las prácticas de recogimiento e
introspección que se dan en todas las civilizaciones, con distintos nombres ‒meditación es uno que todos entendemos‒,
y que consisten precisamente en la disolución
de la identidad. Frente al éx-tasis, al “salir de sí” que Nancy pone en la
comunidad, en los Otros gracias a los cuales Yo soy, nos encontramos aquí ante
ese énstasis, el “ensimismamiento”
activo y consciente que Eliade llamaba “inhumano” (¿quizá suprahumano, en el
sentido nietzscheano del término?). En realidad es muy humano, pero poco animal. Es un ejercicio a contrapelo de lo
orgánico y sus funciones ‒y ello con independencia de que resulte beneficioso para éstas;
pero ni es su prolongación ni responde a su finalidad‒. El ser
humano también necesita recogerse, retirarse del mundo y del bombardeo
constante de la percepción. Éste satura, dispersa la atención, aleja al
individuo de sí. El fondo ontológico del ser humano, eso que la filosofía ha
dado en llamar (hay en ello una remisión al concepto de sustancia, no del todo correcta) el sí mismo, se diluye en el entorno, se desparrama en una multiplicidad
infinita, no retorna a sí. Pierde su unidad funcional entre las cosas, desperdicia
esfuerzos, olvida sus fines. El “yo” que somos no es más que la configuración
particular de esa dispersión, el modo en
que nos enajenamos.
Se ha escrito lo indecible sobre
estas prácticas, en cualquiera de sus formas (yoga, meditación budista o
taoísta, misticismo cristiano, oración en general, etc.), tanto a favor como en
contra. Para algunos, la panacea universal y vía de la autorrealización
personal, cuando no de la comunión con Dios; para otros, una forma de
relajamiento sin mayores consecuencias, cuando no un autoengaño o simplemente una
tontería new age. Creo que ninguna de
estas posturas pone el acento donde es debido. Las primeras tienden a
extraviarse en elucubraciones religiosas y hasta en formas de fetichismo; las
segundas ignoran resultados fisiológicos y neurológicos perfectamente objetivos
y mensurables, por no hablar de los efectos beneficiosos para sus practicantes,
que no se pueden descartar sin más como “falsos” o “placebos”, porque lo beneficioso es beneficioso con
independencia de sus mecanismos operativos.
La clave para entender estas
prácticas adecuadamente ‒y regresar con ello al tema de la subjetividad‒ quizá pueda
encontrarse en Freud, aunque de una forma insospechada. Éste plantea, de un modo
un tanto especulativo (suele introducir así conceptos para después dar esa
posición teórica por ganada, lo cual es aceptable en términos filosóficos, pero
no científicos), y especulativo será por tanto lo que sigue, que todo organismo tiende a volver a momentos
anteriores y más simples. Al igual que los procesos físico-químicos en
general tienden a la entropía, la vida misma tiene una tendencia a la regresión a estados anteriores, de un
equilibrio con el medio más fácil de mantener (de un consumo energético
menor, podríamos añadir), y en última instancia al equilibrio perfecto, a la muerte, el regreso a lo inorgánico. El
ser humano, obviamente, no es ajeno a este impulso primordial, a este
contrapeso ontológico del Eros (el impulso a la composición, al crecimiento y
la multiplicación, y en esa medida al desequilibrio), y alberga, como cualquier
otro ente biológico, una pulsión de
muerte (o Tánatos) que haría crecer en su interior un oscuro y confuso
deseo de no ser, de saborear la inexistencia, la muerte.
No recuerdo haber leído o
escuchado en ningún sitio una conexión como la que propongo, pero creo que esta
pulsión de muerte es la raíz misma de aquello que se experimenta en el en-simismamiento,
que en realidad no es tal (no es una tendencia egótica), sino más bien un de-simismamiento:
en él se vislumbra el dejar de ser.
Por eso Eliade, cuando describe las prácticas yóguicas, habla de una postura y un
gesto “inhumanos”, pues no son asimilables a ninguna conducta animal ni
explicables en términos adaptativos ‒son ejemplos de lo que en otro lugar he llamado conductas antropopoiéticas‒. Se trata de experimentar,
en la medida de lo posible, el no-ser un organismo, el prescindir de toda necesidad, excepto, claro está, la respiración; ésta,
de hecho, se convierte en clave del proceso, pero al modo, digamos, en que el
oxígeno alimenta una llama: como un mero proceso físico-químico, no ya biológico.
El objetivo es detenerse en el límite de lo vivo y lo inerte, atisbar ese “otro lado”. El yo es la
suma de nuestra herencia genética y de lo que nos rodea, de nuestro medio.
Pero el sí mismo, que le sirve como “telón de fondo”, es todo lo contrario: es
vaciamiento, no-yo. Por eso, mientras que las teorías de la identidad actuales
se centran en el Eros ‒con una especial atención, en los últimos tiempos, a su
elaboración lacaniana‒, esto es, en el principio
yoico, siempre relacionado con la autoconservación
y el placer, la pulsión de muerte va
en dirección opuesta y se presta a otros rendimientos filosóficos.
Según formulaciones
tradicionales, el énstasis consiste en aquietar la mente hasta alcanzar una conciencia
pura y vacía, sin representaciones; consiste en experimentar la nada. La mente, totalmente concentrada, se
identifica plenamente con su objeto, y deviene así ella misma nada, se abisma,
se nihiliza. Ahora bien, no es “la nada”.
Es un tanto mitológico el sostener que en la experiencia meditativa se produce una
experiencia positiva de la nada (el atman que se disuelve en Brahman, la
mente vaciada en el Tao, el alma unida a Dios, etc.). En realidad, no “hay” tal
cosa como la nada, ni es experienciable. La nada sería la ausencia de materia y energía, pero también de espacio y tiempo.
No puede haber la nada, ni podría experimentarse, en cualquier caso. Es
una contradicción, de hecho. Lo que se alcanza a intuir en el énstasis,
aun en un grado ínfimo, es la nada para
el ser humano, la muerte; no en un sentido absoluto, claro ‒lo cual sería
otra contradicción‒, sino como el dejar
de ser yo. Una disolución, una des-identificación que permite acceder a un
nivel ontológico previo al de mi
conciencia, esto es, al de una conciencia
vaciada de representaciones, de contenidos. La vivencia de una estructura
ontológica (suele asociarse con el sentimiento de “lo oceánico”) en la que se vislumbran un
vaciamiento y una serenidad absolutos ‒la sensación de comunión con el todo‒. Adentrarse en esa profundidad no es experimentar
la plenitud del yo, siempre “falso”,
sino precisamente su falta. Pues dicha
estructura ontológica no es “mía” (no es algo “psicológico”), sino universal, un
adentrarse en sí para experimentarse como “cualquier otro”. Ni siquiera ya como
ser humano, sino como pura actividad
homeostática ‒decía antes que aquí no sirve el concepto de sustancia, sino más bien el de actividad, el conatus spinozista‒, como vida a
secas, equilibrio, en el límite, justo donde desaparece todo lo otro más allá del límite mismo. Un retorno a sí
que no es un retorno al yo, sino a algo ontológicamente anterior y fundante (la
muerte como tal no se puede experimentar, pero el Tánatos guía esta “involución”).
La conexión estructural entre la muerte y el ser que fue abordada por
Heidegger, pero nunca bien resuelta, en su Fundamentalontologie.
Sólo en la existencia vivida como énstasis, como abismamiento en sí (¿dónde si no?), radica la
posibilidad de refundar el yo ‒a lo
que aspiran todas las filosofías de la identidad, por no decir todas las
religiones‒, liberándolo de la masa de representaciones y condicionamientos que
lo atenazan. En ello consiste, en efecto, la libertad misma.
Y es ahí donde cabe
experimentar la mayor cercanía al ser
mismo. En el límite de la nada/muerte se intuye lo que la experiencia cotidiana
vela por completo, siempre dispersa en mil percepciones, deseos,
preocupaciones, etc.: el existir en
cuanto tal, como unidad. Se “refresca” la vivencia de tal existir, olvidada
por la multiplicidad objetiva y subjetiva ‒incluso por las “experiencias intensas” que tanto buscamos‒
en que estamos envueltos. Este “tenerse a sí mismo” en el existir nos abre a una forma de percepción distinta del mundo;
la comunión con el ser constituye un “salirse del ente” ‒las “diez mil cosas”
de las que habla el Tao Te Ching, la
absoluta dispersión en la multiplicidad‒.
Como la ontología siempre será el conocimiento del ente, en esa comunión hay
algo que no tengo problema en llamar “metafísico”: una intuición del ser/nada, que
no es sino otro punto de vista sobre la (misma)
realidad. El énstasis, cuando es efectivo, nos permite entender las cosas de un modo distinto, y por tanto conducirnos de un
modo distinto. Nos proporciona un punto de vista ampliado, consistente en ser
menos nosotros y más lo otro. Una des-individuación
y de-subjetivización que tiende a una mirada global, descentrada (la cual tiene
muy poco que ver con las ridículas “deconstrucciones del yo” preconizadas hoy
por el neoliberalismo individualista y hedonista disfrazado de multiculturalismo,
feminismo, etc.). Probablemente nuestra convivencia mejoraría si los individuos
cultivaran el énstasis, como complemento
de otras inevitables conductas (antropopragmáticas) de arrojamiento mundano. El
necesario recordatorio de una actividad vital ‒la libido freudiana,
desexualizada; o lo dionisíaco nietzscheano, que aúna el Eros y el Tánatos‒ que
se percibe y comprende a sí misma como tal, al margen de su particularidad, en
el umbral de la existencia y la no existencia, del ser y la (su) nada, la
muerte.
Sólo por este camino veo
compatible la pregunta por el ser heideggeriana con un planteamiento
materialista; una forma de conjugar la reflexión filosófica más pura con una
filosofía natural y social estructurada y rigurosa (con sus respectivas ontologías
regionales, es decir, niveles de progresiva organización de la materia). Ambas son
complementarias, pues no somos más que materia
autoconsciente, el ser experimentándose a sí mismo, aunque desde un punto de
vista absolutamente parcial y fragmentario que es necesario trascender.
Puedes encontrar nuestros libros,
tanto en versión impresa como digital
(epub, Kindle, PDF, etc.), en
También en Iberlibro, Barnes & Noble
© 2018 David Puche Díaz y
Daniel Puche Díaz.
Contenido protegido por SafeCreative.
Es una reflexión de alta lucidez. Gracias por compartir. No obstante me distanció de la hipótesis central a la que apela con Freud. Pienso que en el énstasis es todo lo contrario: el organismo tiende a volver a momentos anteriores y más complejos.
ResponderEliminar