La filosofía es ante todo un modo de ser, una forma de vida, si bien alimentada teóricamente y con la aspiración
de convencer racionalmente a otros de que
es la mejor porque acarrea una serie de ventajas para uno mismo y porque a
la vez sería universalizable. La filosofía
que sigue define a un ser humano, como decía Fichte, porque en esa doctrina ‒sea
explícita o implícita‒ se encierran una serie de elecciones fundamentales. De hecho, escoger el camino de la
filosofía como “profesión” ya es una importante elección fundamental. Sea como
sea, cada filosofía proyecta un mundo.
Es antes una forma de praxis cotidiana
que una teoría, ciertamente, pero sin esa reflexión se quedaría en nada o
derivaría en formas rituales o religiosas. El argumentar en términos
estrictamente racionales y con apoyo en una consolidada tradición intelectual es
lo que la diferencia de vagas formas de religiosidad, autoayuda o mindfulness.
Aunque siempre me he reconocido teóricamente próximo al
idealismo alemán y a consecuencias intelectuales suyas como Nietzsche o
Heidegger (sólo en tiempos relativamente recientes me he escorado
definitivamente del lado del materialismo, decantándome por una comprensión del
mundo en términos económicos y tecnológicos), lo cierto es que, si analizo mi
forma de ser, si hago examen de conciencia y miro en perspectiva mi día a día,
soy más un estoico que otra cosa. Nunca
he sentido una gran predilección teórica por esta corriente ‒para mí, un
producto de la decadencia de la gran filosofía clásica, una vez llegada la
crisis de la pólis como unidad
sociopolítica, y la consiguiente crisis de lo colectivo‒, pero me
llega una influencia indirecta a través de Spinoza, Kant y Nietzsche (al que
siempre he tenido por bastante más estoico que hedonista, pese a las lecturas
que suelen hacerse de lo dionisíaco, a mi entender totalmente desencaminadas). Estoico,
insisto, desde un punto de vista puramente
práctico, aunque teóricamente sea, ya alcanzada la madurez intelectual,
materialista. Es cierto, podrá objetarse, que los estoicos fueron
materialistas, pero lo fueron en un sentido muy ingenuo, irrelevante para la
comprensión del mundo actual. Lo importante del estoicismo son sus
planteamientos éticos.
Los estoicos defendieron un ideal de imperturbabilidad del
ánimo (la ataraxía, que nada tiene de
“indiferencia”) basado en depender lo menos posible de las comodidades
materiales y de los factores externos; una vida guiada por la razón (lógos), que conduce a la virtud ‒y con
ella, a la felicidad‒ en la medida en que nos permite entender el orden de la phýsis y adecuarnos a su ley. Ahí radica
el “materialismo” estoico, en hallar un orden universal, una “razón divina” de
la cual nuestra razón participa (con la cual puede, por tanto, armonizarse). El estoicismo convirtió la
naturaleza humana ‒algo terriblemente
impopular en estos tiempos de culturalismo desbocado‒ en el patrón con el que
medir y criticar toda norma e institución social, lo cual constituyó un paso (tan
influyente en Roma, y por tanto en el devenir posterior de Occidente) hacia la
idea de una legislación y una ciudadanía universales
(cosmopolitas), más allá de todo particularismo étnico.
La idea fundamental es la de entender la felicidad como comprender y plegarse a un orden que en lo
esencial escapa a nuestro control. Aun a riesgo de una excesiva
simplificación, creo que se puede decir que hay dos posturas básicas ante la
cuestión primordial de la felicidad, de la realización
de la existencia humana: una que podríamos llamar “occidental” y que defendería
que consiste en la satisfacción del deseo,
y otra “oriental” que encontraría la felicidad en el hecho de aquietar el deseo. Esto es, consumar el
deseo o intentar no desear; gozar o no sufrir; un concepto positivo y otro
negativo de la felicidad, podríamos decir (un dilema que no es ajeno, por
cierto, al modo en que encauzamos la sublimación cultural de nuestras necesidades
biológicas).
Ambos espíritus se reflejan en algo más que la posición en
relación al modelo de felicidad y a la satisfacción del deseo: la propia moral puede entenderse como una moral
basada en la ley (obediencia) o en el
equilibrio (armonía). Esto es, una
ley basada en una instancia externa a nosotros (trascendente o no) frente a otra
interna. Mientras que Occidente se ha caracterizado históricamente más por morales
de obediencia a la norma, Oriente lo ha hecho por la búsqueda del equilibrio ‒la
influencia de los marcos religiosos sobre las filosofías posteriores es enorme
en este terreno‒. Esto podría ser una simplificación todavía mayor que la
anterior, ciertamente; pero creo que, como idea general, puede sostenerse sin
dañar mucho a la particularidad de la verdad. Así, frente al politeísmo y al
deísmo (que había originariamente en Europa, como en Extremo Oriente), los
cuales responden más al segundo modelo ‒y así lo atestiguó la filosofía grecorromana‒,
el monoteísmo (procedente de Oriente Próximo y Medio) responde en lo esencial al
primero. El Dios único teísta es un correlato del rey, impone la obediencia al
acabar con la “división de poderes” metafísica ‒politeísmo‒ o con todo ideal de
equilibrio con la naturaleza ‒deísmo‒; ésta ya no se identifica con Dios, sino que es su Creación y por tanto su
propiedad, su patrimonio. Éste es un
concepto mundano de lo religioso, tosco, pragmático, frente a la espiritualidad
mucho mayor que se encuentra en el politeísmo y sobre todo en el deísmo. El
triunfo del monoteísmo es el triunfo de la moral de la obediencia, de la
imposición de una ley y de la renuncia a
la búsqueda personal de un camino. Afortunadamente, la filosofía ha
mantenido esos caminos abiertos y ha velado por ellos durante dos milenios,
pues incluso bajo el monoteísmo cristiano, judío o islámico ha buscado siempre
la forma de llamar Dios a “otra cosa”.
Pues bien, ahí me sitúo yo: en relación a estas cuestiones
soy más bien “oriental”, si bien siempre a través de una tradición de
pensamiento occidental que “tiñe” mi forma de entender la vida. En efecto, me
guío ‒lo repetiré: de una forma mucho más práctica
que teórica‒ por el aquietamiento del deseo que por su satisfacción. Es por eso
que siempre he sido muy austero y detesto el consumismo y el condicionamiento individualista
y hedonista de nuestra sociedad (tan alejado de aquel hedonismo que propugnó
Epicuro). Siempre he sido reservado en los placeres, y me gustan ante todo los
más sencillos y baratos, y aun éstos en dosis muy pequeñas. No puedo dejar de
plantearme que son exigencias de mi cuerpo animal, y a veces hasta reparo en
ellos como algo de lo que sería deseable que un ser racional pudiera prescindir,
pues en general sólo constituyen ataduras y fácilmente se convierten en fuente
de vicios.
Prefiero los placeres intelectuales o estéticos, e incluso
éstos vengo desde hace tiempo viéndolos como algo caprichoso e impostado, las
más de las veces, de lo que puedo prescindir en gran medida. A menudo sólo son
formas de sofisticación tan artificiosas que me saturan, y prefiero dedicarme a
la contemplación más absoluta, a la relajación, al paseo o al cuidado de mis
animales, en los que veo una pureza que desearía para el ser humano ‒empezando
por mí, por supuesto‒. La satisfacción de demandas
crecientes de placer sólo lleva al enfrentamiento entre seres humanos por
unos recursos que son insuficientes para todos, y la única forma de que
halláramos un estado de paz y justicia sería la renuncia (sobre todo por parte
de los occidentales) a un nivel de vida absolutamente insostenible y basado en
los excesos, una forma de felicidad
efímera y contraproducente, tanto para el individuo como para el colectivo.
Pero preferimos ser pobres y que haya ricos, con la esperanza de llegar a ser
uno de ellos, a vivir modesta y dignamente y que no hubiera ricos que nos
dieran un horizonte vital inalcanzable por todos, lo cual es una comprensión
enfermiza de la existencia.
Si quieres leer mis libros, puedes encontrarlos
tanto en versión impresa como digital
(ebook, Kindle, PDF, etc.) en...
tanto en versión impresa como digital
(ebook, Kindle, PDF, etc.) en...
... y en Iberlibro, Barnes & Noble y otras librerías online.
Y búscame en las redes.
Y búscame en las redes.
© David Puche Díaz, 2017.
Contenido protegido por SafeCreative.
Contenido protegido por SafeCreative.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión, ¡gracias!