En la costa de los Países Bajos se levantan los gigantescos diques que protegen los pólderes, tierras ganadas al Mar del Norte; se trata de algunas de las obras de ingeniería hidráulica más impresionantes del mundo. Complejísimas construcciones que vienen levantándose desde el siglo XII, y que en el siglo XX han alcanzado una sofisticación tecnológica que es uno de los máximos exponentes de lo que el ingenio humano es capaz de hacer. Diques, en ocasiones, de decenas de kilómetros de largo, que forman una red que mantiene emergida una cuarta parte de la superficie del país, a la postre una de las más fértiles del mundo. Gran parte de su economía depende de la agricultura intensiva que se practica en los pólderes, por no hablar de que en estas tierras robadas a las aguas vive un porcentaje significativo de la población. De ahí el dicho local: “Dios creó la Tierra, pero los neerlandeses crearon Países Bajos”. Teología aparte, éstos podrían hoy pensar que sus tierras son perfectamente seguras, olvidarse del milagro técnico que las hace posibles, y confiar en que el mar no será más una amenaza, que lo han derrotado para siempre con su industria. Pero los neerlandeses no son tontos; recuerdan en todo momento que su existencia se la deben a esos diques, y saben otra cosa: que un día fallarán. Lo han hecho en el pasado, de hecho. Los diques han cedido a la presión del mar y enormes inundaciones, como la de 1953, han provocado miles de muertos y una inmensa destrucción material. Pueblo pragmático donde los haya, no se limitan a rezar para que eso no vuelva a ocurrir, sino que tienen planes de contingencia para cuando lo haga, que lo hará. Dichos planes incluyen previsiones de destrucción controlada: redes de canales artificiales y compuertas capaces de desviar las aguas hacia unos valles u otros, teniendo que decidir cuáles se perderán y cuáles se salvarán, con el fin de minimizar bajas y pérdidas materiales. Los neerlandeses asumen que sus pólderes ‒al menos los más cercanos al mar‒ no son conquistas definitivas, sino que, a pesar de la seguridad que les dan sus diques, al otro lado está el Mar del Norte, que quiere tragárselos y recuperar lo que se le ha arrebatado. Nada puede existir bajo el nivel del mar y no temerle. Lo contrario sería estúpido.
Me parece que es una comparación adecuada
con lo que sigue.
Llamaré culturalismo o construccionismo
cultural a la tendencia hegemónica ‒un conjunto de teorías, en realidad,
pero con una clara filiación‒ en ciencias sociales y humanas. El culturalismo sostiene
que toda conducta humana es aprendida, convencional,
artificial, en suma; se debe a dispositivos sociales que condicionan
nuestro pensar y sentir, nuestra percepción incluso, y configuran esos modos de
existencia transmitidos a los que llamamos “culturas”. En ellas no hay nada que no sea relativo, variable, histórico;
cada una consiste en un conjunto de prácticas estrictamente coyunturales, y de ese conjunto surge una “narrativa”
específica que establece cierta identidad
normalizada. En última instancia, lo que el culturalismo mayoritariamente considera
determinante en la formación de estas narrativas e identidades, y ello desde
los años setenta (la influencia de Foucault es clave), es el poder. Las culturas ‒y sus subsistemas‒ son
entendidas como formaciones de poder:
el del capitalismo sobre la clase trabajadora, el del patriarcado sobre la mujer,
el de la metrópoli sobre la colonia, el de la heteronormatividad sobre otras
formas de sexualidad, etc. Dispositivos de vigilancia, sujeción y normalización
que establecen una serie de cesuras sociales, diferenciando así clases dominantes y
dominadas, ya sean económicas, raciales, sexuales, etc. Todo es cultural, y la cultura siempre es poder. Ergo, todo es un juego de poder. La existencia
humana no es otra cosa. Cabría preguntarse si el propio culturalismo puede
escapar de este diagnóstico.
El culturalismo no se habría
impuesto de no ser por la reacción radical que se dio en el ámbito de las ciencias
sociales y humanas tras la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, a la
biología se le venía dando una importancia crucial en la comprensión de todo
fenómeno humano. Desde Darwin, en efecto, la biología era la “ciencia rectora”
de las ciencias sociales (psicología, sociología, antropología, etc.), y por
extensión de las humanas (pese al fuerte rechazo de las Geisteswissenchaften alemanas). La intelectualidad occidental
estaba muy influida por las diversas formas de darwinismo aplicado a lo
sociocultural ‒el evolucionismo social spenceriano de forma destacada‒, que
eran los “motores teóricos” de la reflexión que se hacía en general en la época.
No hace falta ser prolijos, todos sabemos la historia: los nazis aprovecharon este
enfoque teórico para armar su ideario de la raza aria, la raza pura superior
que debía dominar a las demás y hasta exterminar a las que considerara
inferiores, lastres para la supervivencia de la especie, mermas de la selección
natural. Ese biologicismo extremo e irracionalista arrampló con todo aquello
que sonara a sutilezas culturales en la determinación de lo humano, y llevó al
delirio genocida.
Tras la caída del nazismo se
inició una repulsa académica, intelectual, cultural en general ‒no poco
alentada institucionalmente‒, contra todo enfoque biologicista (radical o no),
esto es, aquellos que pretenden hallar los factores fundamentales de la
conducta humana en su base orgánica, evolutiva. Desde luego, purgar la ciencia
y la filosofía de consideraciones racistas es un paso que no puede ser
desandado; pero, en su empeño de huir del biologicismo más craso, las ciencias sociales
y humanas, y no digamos ya los “estudios culturales” (ensayística, en general,
más literaria que otra cosa, pero que se hace pasar ante el público por
investigación y descubrimiento), describieron el típico movimiento de péndulo: de unos excesos
se pasó a otros. Es cierto que los primeros condujeron al campo de exterminio y
los segundos sólo a errores teóricos de bulto, solidarios de una asfixiante
corrección política (= autocensura), pero, pese a esa abismal distancia ‒que lo
es‒, no son menos criticables en términos
estrictamente epistemológicos. De reducir toda cultura a la biología se
pasó a reducir toda biología a la cultura, y ello de forma totalmente acrítica.
Es notable que este enfoque suela
ser defendido por la izquierda cultural, que tanto más denuesta el influjo del platonismo
y el cristianismo cuanto más cae en sus supuestos. Así, el ser humano es su alma (“mente”) antes que su cuerpo,
que es algo totalmente secundario; y por ello, la existencia social, colectiva, es ante todo espiritual, y la
materialidad es considerada una especie de “secreción” de ésta. Esto,
filosóficamente hablando, es idealismo puro, pero además mal entendido ‒está
más próximo a Berkeley que a Kant o Hegel‒. Más allá del mero soporte orgánico
que el cuerpo representa, el culturalismo está empeñado en negar el papel de la
biología en nuestra conducta, creyendo haber dejado la naturaleza muy atrás,
cuando dicha conducta es en lo esencial una función
adaptativa, un modo extremadamente sofisticado de satisfacción de necesidades biológicas (en las que la alimentación,
la reproducción, así como los condicionantes ecológicos, demográficos, etc., son
tan relevantes como en el resto de la biosfera). También le gusta negar que la
constitución orgánica de nuestro cerebro pueda influir decisivamente en nuestro
comportamiento. En realidad, decir
“cultural” es a menudo un eufemismo para “espiritual”, en una época en que la
teología o la metafísica ya no pasan por socialmente homologables. Hoy en
día, sacar a relucir lo biológico al hablar de cualquier proceso sociocultural
sigue levantando ampollas y da pie a respuestas coléricas, irracionales y hasta
histéricas. Al parecer, supone regresar a una “predestinación naturalista” que
niega la libertad humana, nuestra capacidad de decidir arbitrariamente lo que somos y lo que queremos hacer. Se
nos quiere imponer algún tipo de esencialismo mediante la coartada de “lo
biológico”, cuando la cultura se rige por
el más puro decisionismo: es la esfera de lo convencional, y por tanto de lo
que siempre se puede cambiar; basta con querer. Se puede hacer al gusto. Y cuando
no se hace, es que hay algún interés en que no se haga. Algún poder que toma las decisiones. Porque todo es decidible.
Para este paradigma ‒insisto:
hegemónico en ciencias sociales y humanas‒ todo
es cultura y sólo cultura, algo aprendido
y relativo, lo cual permite a los
“expertos en cultura” creer que toda
realidad es modificable a voluntad. Por si fuera poco, las más de las veces
se piensa que la clave para ello está no en lo material (lo económico y
tecnológico, que ya de por sí tienen sus límites transformadores), sino en lo lingüístico, en modificar nuestras
formas de designar la realidad (“visibilizar”) para así cambiar la realidad
misma. Pésimo idealismo, como decía. Más aún: puro pensamiento mágico. Y el pensamiento mágico siempre odia la
ciencia, la ciencia de verdad, porque
le recuerda lo que es. Así, según el culturalismo, introducir lo biológico en
la comprensión de lo psicosocial es reaccionario, sospechoso, turbador de un
artificial consensus intelectual que
nada debe alterar. La “naturaleza humana” no existe, ella misma es una construcción cultural. Con semejante noción
siempre se pretende imponer algo. No existe
lo “natural”. Defender que lo biológico nos inclina (no ya que nos determine)
supone que el ser humano no sería libre
de ser lo que quiere ser. Así lo cree el culturalismo. Pero negar una
verdad “x” porque si fuera cierta no nos gustaría la consecuencia “y” es una
vulgar falacia. Desde el punto de vista lógico, no es un argumento: es una
pataleta. Y en cualquier caso, es simplista y fruto de la ignorancia pensar que
ésa sería la consecuencia de aceptar el peso específico de lo biológico en lo cultural.
Mientras tanto, en el ámbito de las ciencias naturales no se hace ni caso de
estas polémicas y diatribas: la propia biología, medicina y psiquiatría, algunas
ramas de la antropología, genética, neurociencia, etc., esto es, ciencias duras
que demuestran lo que dicen, saben
que sí hay una “naturaleza humana”, que no es como la programación de un robot,
pero que influye decisivamente en
nuestro comportamiento ‒porque no todo es
ambiental‒. Negar la forma en que predisponen
(lo cual no exime nunca de “responsabilidad” al sujeto) a actuar ciertos genes
y hormonas, o la correlación entre ciertas conductas y el funcionamiento diferencial
de algunas áreas cerebrales, es hoy el equivalente “progresista” a la ultraconservadora
defensa de que la Tierra es plana; la actitud de gente que cree ir muy por
delante de la ciencia cuando se ha quedado muy atrás (gente que entiende que
los científicos nos pueden explicar lo que pasa fuera de nuestras mentes, pero jamás lo que ocurre dentro, porque
pertenece al reino de nuestra inviolable subjetividad…).
Los científicos no se ven turbados, en su quehacer diario, por semejantes discursos,
pero sólo porque no son mainstream;
si sus resultados fueran comprensibles por la mayoría y se les diera la
resonancia que a otras “investigaciones”, empezarían a tener problemas con la corrección
política y sufrirían censura ‒nunca abiertamente, claro, porque nuestras
sociedades son libres; la censura hoy tiene la forma de la retirada de fondos.
Negar la relevancia sociocultural
de la naturaleza humana viene a ser lo mismo que negar que al otro lado de los
diques neerlandeses está el Mar del Norte. Es como pensar que los diques están
ahí porque sí, por el mero capricho o por la “imposición” de alguien que quería
alterar el paisaje. No hace falta cuidarlos; quizá hasta podríamos echarlos
abajo. Es ésta una postura obviamente errónea, dado que el mar sigue ahí,
amenazador, siempre dispuesto a anegar la tierra tan trabajosamente ganada. En efecto,
la cultura es un pólder, un frágil espacio ganado a la biología, que pretende
recuperarlo. El ser humano es un depredador domesticado, como decía Hobbes, no
el “buen salvaje” roussoniano. Más bien es un homínido violento y altamente sexual,
lo cual no es una “construcción cultural” (el fruto de la “educación patriarcal”),
sino al contrario, la naturaleza que debe
ser corregida culturalmente. Pero, en cuanto naturaleza ‒ésta es la clave
del asunto‒, no es expurgable: se
reproduce una y otra vez. Son las condiciones materiales de existencia las
que permiten que haya “islas de civilización” donde esa naturaleza parece haber desaparecido (y podemos
pensar que fue el fruto de un mal modelo
cultural ya pasado), pero el fallo de aquéllas nos puede devolver con toda
su fuerza el embate de esta última. Algo de eso se huele ya hoy. Nuestro pólder
(“cultura”) será tan grande como lo permitan los diques (economía y tecnología)
que lo separan del mar (“naturaleza”). Luego podremos plantar en él tulipanes o
tener vacas pastando, quizá abrir un museo de pintura flamenca, pero esto es lo
último, no lo primero. Y al mar le daría igual, a la hora de anegarlo.
Dicho de otro modo, la naturaleza
humana sigue ahí, recelando de toda conquista cultural, capaz de hacernos
involucionar a la más tosca barbarie si los diques culturales fallaran.
Guerras, graves crisis económicas, fanatismo religioso, entre otros, pueden lograrlo
en cualquier momento de la historia, y de hecho lo hacen. Vemos cómo ocurre en
lugares del mundo ciertamente más lejanos que Países Bajos. Puede ocurrir, de
modo que hay que saber qué nos protege y cómo (al margen de todo voluntarismo),
y tener el plan de contingencia preparado por si los diques fallan: ¿hacia
dónde desviaremos las aguas? ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar si el
horrible día llega? Entretanto, un Occidente ingenuo y amnésico, que cree que lo
ganado se ha ganado para siempre y no puede entender que el actual estado de cosas es un milagroso y frágil equilibrio de
factores, piensa que ésta es la situación “normal” e “irreversible”. Los europeos
de antes de las dos guerras mundiales pensaban igual. Qué peligrosa forma de
pensar. Quien yerra en sus análisis, en sus diagnósticos de los problemas, como
lo hace el culturalismo, yerra necesariamente en las soluciones que propone
para éstos.
tanto en papel como en digital
(epub, PDF, Kindle, etc.).
(epub, PDF, Kindle, etc.).
© David Puche Díaz, 2017.
Contenido protegido por SafeCreative.
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