El sistema educativo, en el sentido moderno del término,
surgió por exigencias económicas y políticas en el siglo XVIII, de manera
destacada en Francia, aunque también notable en Alemania. Después se ha
extendido a otros países occidentales y ha tenido desarrollos significativos a
lo largo de los siglos XIX y XX (sólo en éste ha llegado a ser universal),
acompañando a las sucesivas fases de la Revolución Industrial. En paralelo a
dicha educación ‒básicamente instrumental, aparte de una cultura muy básica y
centrada ante todo en despertar el sentimiento nacional‒ nacía una Ilustración que
iba más allá de aquélla y que tenía que ver no tanto con necesidades
infraestructurales como con exigencias supraestructurales. Esto es: mientras
que la simple instrucción sirve para preparar al trabajador, la Ilustración sirve para formar al ciudadano. Ambos conceptos han ido en
paralelo, confundiéndose incluso, durante más de doscientos años; la exitosa noción
de “cultura”, de hecho, surge en este contexto ‒no existía antes, por mucho que
nos pueda sorprender hoy‒. El problema surge cuando dichos conceptos empiezan a
estar claramente fracturados. Un problema que afecta a la semántica de todos
ellos.
Las transformaciones del mercado (o sea, el ciclo vital
del capitalismo) han ido modulando los estándares educativos e ilustrados, al establecer
la división de las clases sociales y los mecanismos de ascenso entre éstas.
Pero a partir de cierto momento, debido a los requerimientos del mercado y a la
fuerte la inestabilidad social (especialmente los movimientos sociales del 68),
dichos estándares han ido disolviendo la relación orgánica entre instrucción e
Ilustración. La primera sigue siendo imprescindible para un sistema cada vez
más avanzado técnicamente, aunque se modifica en gran medida el estatus social
que puede proporcionar, a partir de los 80. La segunda, en cambio, empieza a
ser contraproducente para dicho sistema y a revisarse en profundidad llegados
los 90.
La gran transformación de las democracias liberales
occidentales, en el contexto de la derrota del bloque comunista (de 1989 en
adelante) y la consumación de la globalización (con la espectacular irrupción
de China, India y otros), que lleva a una devaluación interna de las antiguas
metrópolis para ser competitivas frente
a los países emergentes, así como a un “capitalismo autoritario” que poco
a poco se va imponiendo mundialmente, ha tenido como consecuencia un drástico recorte
de esa Ilustración que genera ciudadanos conscientes, autónomos y críticos, en
favor de una creciente masa difusa y populista. El carácter y las intenciones de
ese populismo ‒neofascista o de izquierda‒ no obvian el hecho de que surge como
consecuencia de esa devaluación interna (ideológicamente llamada “crisis”). Hacen falta trabajadores técnicamente
competentes, pero todo lo incultos en general que sea posible. Así serán
fácilmente manipulables y menos contestatarios. La posverdad sólo puede triunfar
en un contexto de desilustración de
la ciudadanía.
Kant, en su texto canónico sobre la Ilustración, dice que
ésta consiste en «la salida del ser humano de su autoculpable minoría de edad»,
siendo tal minoría de edad «la incapacidad de servirse del propio entendimiento
sin la guía de otro»; sostiene asimismo que no vivimos en una época ilustrada, «pero
sí en una época de Ilustración». Hoy habría que plantearse lo esperanzador que
resulta el rumbo de la sociedad, en este aspecto. Quizá más que nunca, en los
últimos doscientos años, vivimos en una época de desilustración, o por analogía
con el término que se ha hecho tan popular, postilustrada;
una época en la que esa mayoría de edad de la que habla Kant es ya un concepto
tan retórico como cualquier otro (“democracia”, “libertad”, “justicia”, etc.).
Un concepto tan enfangado por la intervención
político-cultural que se ha visto reducido al de “opinión individual”, la cual
nunca es tal, pues no consiste habitualmente sino en “la defensa cerrada de los
creadores de opinión pública de los que soy partidario”, o sea, todo lo
contrario de lo que era para Kant. Pensar
por uno mismo, el ideal ilustrado de la autonomía del individuo, no es ya
otra cosa que servirse (sin reconocerlo) de
la guía de otro, de un “tutor” ‒esto es, por definición, la “minoría de
edad”‒, a cuya facción se pertenece. Ya ni siquiera se trata de la verticalidad que separaba a tutores de menores
de edad (siendo por lo general los primeros también menores de edad, sólo que
socialmente privilegiados), sino de la horizontalidad
que separa a bandos de minoría de edad,
como si de equipos de fútbol se tratara. Eso sí, cada cual reclama para sí la
independencia, el criterio y la madurez que niega a los de enfrente, en un
juego estéril retroalimentado por los medios de comunicación que alimentan la
propia opinión, que te proporcionan una visión del mundo a medida, que siempre
te confirman en tus supuestos.
Ésa es la cuestión clave: el acceso al conocimiento
estaba reservado a ciertas capas sociales en los siglos XVIII y XIX ‒incluso a
principios del XX‒, pero era bastante sólido e integral. Su universalización en
la era de la sociedad de masas y de la información, sin embargo, lo ha reducido
a dosis de información, a dato, a bite
de conocimiento, que no conforma “conocimiento” alguno si no es asimilado, estructurado
y totalizado, si no puede transformar al individuo (de ahí lo de “formar”, esto
es, “dar forma”, “transformar”). Semejante conocimiento no abunda, y donde no hay conocimiento no puede haber Ilustración.
La construcción de la realidad a través de los mass media ‒que son empresas tras las cuales hay intereses
económicos‒ nos pone ante un collage
que cada cual tiene que armar sin herramientas para ello; los propios medios, a
través de sus creadores de opinión, nos facilitan gentilmente esa tarea… pero
manteniéndonos en una minoría de edad mental mucho más difícil de superar que
la de los tiempos de Kant (por lo que quizá ya no sea tan “autoculpable”), cuando
un chico que fuera a la escuela tenía ya un pie en el mundo ilustrado. Hoy los
tutores ‒periodistas, escritores, políticos, etc.‒ se confunden con los
ilustrados, como en tiempos de Sócrates la gente no distinguía al sofista del
filósofo, y te convencen así de que te liberan cuanto más te atan en corto. McLuhan
ya diagnosticó bien esta situación, y todavía hablaba de un mundo mediatizado
por la prensa, la radio y la televisión; ahora internet, el acceso universal a
toda la información del mundo (pero también a toda la desinformación), es un mecanismo de homogenización que inhibe
toda estructuración de contenidos, toda elaboración de un “mundo”, de modo
que produce ‒como una fábrica ubicua‒ meros individuos opinadores, aislados y desmovilizados.
Gente poco y mal ilustrada (y por tanto, ciudadanos “de mala calidad”), pero ‒y
éste es el gran peligro‒ que cree estar ilustrada como el que más, dado que
tiene acceso a la información… que recibe pasiva y dócilmente. Una mezcla de información
“cocinada” y demagogia sentimental que es puro condicionamiento colectivo.
Por todo ello, aunque los dispositivos de implantación de
esta Ilustración 2.0. son institucionales, educacionales y mediáticos (los
sistemas educativos nacionales y esa rama de la industria publicitaria a la que
llamamos “la cultura” están terriblemente intervenidos, los medios desinforman
sin el disimulo de antaño, y el peso de la religión no deja de crecer en todos
los ámbitos), hoy cobra un papel central la revolución digital. Inmersos en
ésta, resulta ciertamente más importante lo que sale del otro lado de una
pantalla (el “black mirror” de Charlie Brooker) que lo que dice un profesor en el
aula o el escritor consagrado en su columna semanal. La utilización de las
redes sociales es decisiva, y la facilidad para hacerlo, es pasmosa: ni siquiera
hay que intentar controlar lo que se dice en ellas, lo cual sería imposible;
basta con verter en ellas tal cantidad de porquería que todo quede mezclado y confuso
y nadie sepa en realidad a qué atenerse. Unos cuantos iluminados, unos cientos
de trols, unos miles de bots, y el
componente “revolucionario” de las redes ha quedado amortiguado, si es que
alguna vez existió. Así es como surgen tal cantidad de movimientos ‒como
docente, lo veo entre chicos de bachillerato y jóvenes universitarios‒ que,
tras todas las buenas intenciones del mundo, sólo parecen buscar la escisión de
las luchas colectivas (viejas y desacreditadas, “analógicas”). Movimientos que
son básicamente formas egoístas de un individualismo
hedonista (al margen de la “causa” que defiendan) que se autocondiciona y
retroalimenta mediante los resortes infopsicológicos creados con tal propósito.
Efímeras porciones de transversalidad social y minorías siempre agraviadas, y
siempre apoyadas mediáticamente ‒lo cual debería hacerlas recelar‒ que fragmentan
más, si cabe, ese metacolectivo denominado “pueblo” que todas se arrogan ser y que
nadie puede representar ya. Cuando el pueblo está atomizado en individuos y
pequeños colectivos que van a lo suyo, el poder es omnímodo. No necesita ni
mostrarse.
Por otro lado… ¿quién puede hoy afirmar que sí es ilustrado?
¿Quién puede eximirse a sí mismo de esta situación y sostener sin pudor que ha
alcanzado la “mayoría de edad”? ¿Qué es “ser un ilustrado” en una época de cambios
acelerados, tanto tecnológicos como económicos, y por tanto de una enorme flexibilización
sociolaboral, que hacen que el saber de hoy esté obsoleto mañana? ¿Qué te hace un
ciudadano competente y responsable si ya
no perteneces al mundo que cambia vertiginosamente frente a ti? No está nada
claro el porvenir de ese ideal ilustrado, que empezó enfrentando a la burguesía
con la aristocracia y luego a la burguesía triunfante con la masa obrera.
Cuando se es masa trabajadora de clase baja o media, en un mundo en que el horizonte
existencial es la autoperpetuación del consumo, ¿qué actitudes puede generar la
Ilustración? Quizá sea un criterio a defender la aspiración a lo perdurable, el conocimiento sólido de
una condición humana que siempre retorna
pese a tales transformaciones (un conocimiento brindado por la historia, la
literatura, la filosofía, la historia del arte, etc.). Pero cada vez va a ser
más difícil hacerlo en la era de la inmediatez, del dato, del estímulo
instantáneo, de la amnesia programada. Por no hablar de que defender un
concepto serio de la cultura es casi imposible ante tanta titulitis. Nadie discutía su condición de ilustrado al que lo era
en los siglos XVIII, XIX y durante la primera mitad del XX; pero, habiendo
tenido acceso a una cierta instrucción,
el ciudadano medio actualmente no distingue entre sí mismo y el que tiene una amplia
formación. Cree estar tan ilustrado como
el que más (“sé todo lo que hace falta saber”), y para ello denigra el conocimiento
del resto (“no tienen ni puta idea”). Éstos tienden a juntarse para hacer
prevalecer esa postura ‒acallar o insultar al que piensa por sí mismo, al que
ven como un ejemplo de soberbia‒. Raro
es escapar de este fango. Lo que la Ilustración ha ganado en extensión, lo ha
perdido en intensión; ya no sabemos ni lo que es, qué significa. Se ha
desdibujado por completo, y por eso ya no es ni un ideal.
Las necesidades materiales del siglo XVIII pusieron en
marcha procesos que despertaron una conciencia
que ahora choca con las necesidades materiales del siglo XXI. O para ser más
exactos, una conciencia que ahora es reservada para clases privilegiadas, resultando
contraproducente ‒como antes fue productivo‒
que la posean las clases no privilegiadas. Somos (si es que lo somos)
ilustrados por encima de nuestras
posibilidades, Quijotes en un mundo que ya no necesita Ilustración, porque la democracia ya no es el proyecto a
construir, sino a desmantelar. La Ilustración es más un problema que una
respuesta, hoy en día. Cuando las discusiones terminan girando en torno a quién
tiene más títulos, o expedidos por qué institución educativa; o cuando éstos
dejan de valer, así como la propia calidad argumentativa, ante la nivelación de
todas las opiniones, que son “democráticamente iguales” ‒los conceptos
democráticos ya sólo se usan contra
la democracia‒, la Ilustración ha quedado inoperante. Tenerla no sirve de nada.
Un conocimiento indisolublemente ligado a la idea de ciudadanía deja de tener valor y sentido cuando la propia noción de
ciudadanía se hace pedazos. La posdemocracia y la posverdad, así como la
disolución de la cultura en industria del entretenimiento de masas, anulan la Ilustración,
la dejan inerte, reivindicándose a sí misma en un mundo en que nadie escucha a
nadie.
Antes, cuando se quemaban libros, quería decir que la
Ilustración servía de algo, y por ello mismo era una amenaza. Era real.
Hoy en día no hace falta quemar libros. Simplemente, da igual leerlos. Si Bradbury
reescribiera Fahrenheit 451, ya no
trataría de la prohibición de la lectura, sino de cómo, estando los libros a disposición de todos,
nadie los lee (best sellers aparte), porque es una pérdida de tiempo. Y los que leen discuten entre
ellos, pero da igual, porque a ellos nadie
les va a preguntar nada. La Ilustración está fuera de lugar, fuera de
juego, en un mundo de individuos aislados, así que su futuro dependerá del
futuro que tenga la noción de “comunidad”. Porque si no es una actitud que contagiar, un proyecto de transformación individual y
colectiva, es que, sencillamente, no es.
© David Puche, 2017. Contenido protegido por SafeCreative. Se permite y agradece su difusión, siempre que su procedencia sea debidamente reconocida y enlazada.
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