Pues no, no la respeto. Esto es lo que pienso de muchas
de las cosas que escucho en conversaciones personales o a través de los medios
o de las redes sociales. Sí, ya lo sé, en nombre de la tolerancia tenemos que
soportarnos y llevarnos bien y aceptar lo que dicen los demás, porque no hay
una sociedad pacífica y libre donde esto no es así; pero ello no quiere decir
que encima tengas que respetar cada tontería que dice cualquier hijo de vecino.
De hecho, la estultización del discurso común está alcanzando tales cotas en
esta “sociedad de la información” (en la que la posibilidad de difusión de
opiniones es inversamente proporcional a la calidad media de las mismas) que se
hace tarea necesaria el oponerse abiertamente a las opiniones borreguiles que
contaminan el espacio público con sus miasmas de pensamiento fanático y enfermizo.
Una mezcla de estupidez, maldad y locura en proporciones variables que amenaza
seriamente el decurso de dicha sociedad “pacífica y libre”. Ésta no puede
sostenerse sobre tanta porquería. Lo que ahora se llama posverdad ‒aunque siempre ha existido y se ha llamado de muchas
formas‒, convertida en estándar social, o lo que es igual, que cada cual se
queda con la tontería que prefiere porque la verdad no importa (tan sólo importa
la reafirmación de una subjetividad que se impone sobre toda objetividad), es
una amenaza gravísima que nos retrotrae a situaciones pretéritas. Desde la
destrucción de la Biblioteca de Alejandría a Auschwitz, pasando por la
Inquisición y lo que usted quiera. Esta involución al magma de las opiniones infundadas
es un regreso del lógos al mito ‒entendido
en la peor de sus acepciones‒ que constituye una auténtica amenaza
civilizatoria. Esas opiniones (o mejor: el hecho de opinar así) son como un
virus que se contagia exponencialmente, y lo malo es que luego esa misma gente
tiene derecho a votar y arruinarnos la existencia a todos. Así que enfrentarse
a esos discursos y hacerlos pedazos es un derecho y una obligación; es cuestión
de higiene mental y social, y hasta de autodefensa.
Una de sus formas más frecuentes es la cháchara de los magufos
que quieren devolvernos a una especie de medievo (digital, eso sí) y dudan de
todo resultado científico. Son todos unos fanáticos religiosos, aunque los de
la variante laica creen que son otra
cosa; pero únicamente han sustituido unas vocecillas por otras en sus cabezas
huecas, porque su finalidad y sus métodos son los mismos. Se los huele a leguas.
Donde unos ven a Dios, otros ven conspiraciones masónicas o ecologistas, o a
los alienígenas que dominan a la humanidad en silencio y levantaron las pirámides
e hicieron los dibujos de Nazca para no perderse. Todos ellos vienen a ser lo
mismo, tanto argumental como psicológicamente. Chalados con mucha labia. No
tienen ni idea de nada (“la ciencia aún no ha podido explicar…”, dicen ante
cosas perfectamente explicadas hace décadas), pero se han leído una decenita de
artículos en internet, o alguien les prestó un libro una vez, y ya hablan ex
cátedra de todo. Ellos, sin necesidad
de estudiar ni de saber, pueden mantener cualquier discusión como buenos
todólogos que son, y en su necedad resultan infatigables. Que las opiniones
estén socialmente blindadas es su truco para enrocarse en cualquier disparate.
“Bueno, yo opino esto, y la ciencia opina esto otro. Y todas las opiniones
valen igual”. Bum. No entienden que la
ciencia no opina nada, que opinar es básicamente hablar sin saber, o sea, lo que ellos hacen, mientras que la
ciencia demuestra lo que dice, o sea,
pone pruebas encima de la mesa. Muchas pruebas, no una ni dos ni diez. En la
variante religiosa del asunto, el argumento suele ser: “bueno, yo creo en Dios,
y tú en la ciencia. Es lo mismo, todos creemos en algo, todo es cuestión de fe”.
Pero no, no es fe, no tiene nada que ver con eso. Tú crees en algo irracionalmente, y yo no, porque hay evidencias;
no tiene nada que ver con cerrar los ojos y caminar sobre el vacío. En la
ciencia, todo está claro y afianzado ‒y si no, se reconoce como hipótesis, no
como dogma‒. Otra cosa es que tú no lo entiendas, bien porque eres tonto o bien
porque no lo quieres entender.
Y aunque el catálogo es extenso, aún sumaría a los crédulos
religiosos y a los conspiranoicos laicos un tercer tipo importante de
opinadores profesionales, de desvirtuadores de la verdad y del conocimiento.
Son toda esa panda procedente del ámbito humanístico, con un 0 % de
conocimiento e interés científico, que lleva desde los años sesenta haciendo
pedazos la cultura occidental con sus disparates (“bueno, yo no tengo nada que
decir, así que voy a dedicarme a desvirtuar a los que sí lo hacen”). Son esos teóricos
acomplejados, intelectualmente inanes, que desde la plataforma vacía de los “estudios
culturales” y otros sectores de la mercadotecnia ideológica posmoderna han
sembrado la duda en la ciencia y la han querido reducir a uno más entre los múltiples relatos que componen la cultura; un
relato sospechoso, además, de ser una
imposición del poder, un aparato de transmisión de ideología, etc. ‒la
posmodernidad, que es pura ideología tardocapitalista, siempre encuentra en los
demás lo que ella misma es‒. En fin, esto ya ni lo comento; ya le he dedicado mucha
atención en anteriores páginas, querido lector. Pero tanto unos como otros (meapilas,
new age, post-lo-que-toque) son,
realmente, unos hipócritas que dicen todo esto a través de unos medios tecnológicos
que son pura ciencia cristalizada, aplicaciones del acervo intelectual de la
humanidad que no funcionan ni mediante la fe, ni mediante la voluntad, ni por
las opiniones de sus desarrolladores, sino gracias a millones de horas de
trabajo acumuladas y a un conocimiento riguroso y contrastado, basado en leyes
científicas. Es muy fácil echar lodo sobre la
verdad, cuando uno se sirve de ella
para a continuación negarla y poner sus santos cojones por encima. Estos tipos se benefician todo el tiempo de una ciencia
que niegan, lo cual les permite seguir diciendo las tonterías que dicen.
Una sociedad basada en sus opiniones nos devolvería a los tiempos del Homo erectus, porque desconfiarían hasta
de los que hacen fuego y creerían que son demonios, o que forman parte de una
conspiración para dominarnos, o por lo menos que se creen mejores, dado que “yo
no sé hacer fuego”. En efecto, su argumento implícito es: “si yo no lo entiendo
es que no hay nada que entender; si resulta muy complicado es que me quieren
engañar”. Y a continuación lo mismo lo ponen en Twitter o WhatsApp, porque ya
se sabe, los mensajes llegan a su destino por arte de magia; la ingeniería informática
depende de la fe o las opiniones de los usuarios.
Así es como van por la vida los negacionistas del Big
Bang, de la evolución de las especies, del cambio climático, de las vacunas, y
de tantas otras cosas (a la vez que, por lo general, defienden cualquier forma de paraciencia). Al menos, entre los fanáticos religiosos, los hay que
son coherentes y prefieren morirse antes que usar dichas vacunas; quizá habría
que dejarles, para que la selección cultural hiciera el trabajo que la natural
no podrá hacer con ellos. Todos estos alucinados cada vez son más, como señalan
las encuestas. No falla: en épocas de crisis graves y prolongadas, ante la
falta de expectativas de futuro y la crisis identitaria que suele ir asociada (la
cual se agrava ante la inmigración masiva, la amenaza del terrorismo, etc.),
resurge el pensamiento tribal, y con éste, el pensamiento supersticioso y
mágico. Hoy, eso sí, todo está mediado por internet; es un milenarismo 2.0. La
falta de confianza de la humanidad en sí misma la devuelve una y otra vez a los
brazos de la religión y la superchería, y ello además está fomentado institucionalmente, porque la gente con semejante perfil
psíquico débil es más acrítica y fácil de controlar. Muy útil cuando estás deconstruyendo
la democracia y tus planes de futuro son probablemente aún más oscuros. Así que
más vale que la población no piense mucho. Y es por ello que hay que volver a emprender,
cada pocas generaciones, el paso del mito al lógos, pues el primero resurge todo el tiempo, incluso en el “ilustrado”
Occidente. Por eso mismo la filosofía no deja de ser imprescindible, por
cierto.
“¿Dónde están las pruebas? Porque a mí la ciencia no me
convence”, repiten una y otra vez los dementes que niegan, p. ej., la
esfericidad de la Tierra, o que el hombre haya pisado la Luna. Da igual cuántas
pruebas o argumentos les des; siempre los negarán con su mala fe y te remitirán a su libro sagrado (ese que a su vez no
necesita ser probado, porque para eso es sagrado) o al pasaje de Heidegger
donde dice que la ciencia es la forma moderna de metafísica (frase que no han
entendido en absoluto, pero la van a repetir toda su vida). “Como no puedo
demostrar nada de lo que digo, tengo que hacer dudar a terceros de lo que dices
tú”; echar la mierda en el ventilador es la técnica argumentativa que mejor se
les da, la táctica preferida de la religión y de los políticos de la
“democracia espectáculo”. La cultura de masas, de hecho, se asienta sobre esa
táctica. Pero lo cierto es que los demagogos tienen razón en algo: todas las opiniones valen igual, ciertamente.
O sea, nada, porque opinar sale
gratis y lo hace cualquier ignorante, a diferencia del que se prepara durante
años para hablar de un tema ‒y normalmente sólo de uno‒, lo cual le da el derecho a hacerlo. La sofística de hoy
en día pasa por sembrar la duda acerca de todo discurso, por hacerlos pasar a
todos por iguales, por homogenizarlo todo
como mera opinión. Y ya se sabe, todas son igual de respetables. Pero no,
no lo son. Muchas son pura inmundicia, y cada vez más, disfraces del fascismo.
¿Por qué habría que respetarlas? Frente a la sofística ‒la absolutización de la opinión‒, se convierte en un deber ético de
todo aquel con formación la disolución de las opiniones, en el sentido
platónico del término “opinión”. Sin embargo, se dirá que esto es poco
democrático; que hay que defender el derecho a opinar. Pues no. Hay que
defender el derecho a razonar, no a
decir tonterías. Para que haya democracia el espacio público ha de estar depurado
de errores y mentiras. Difundirlas es lo más nocivo ‒y antidemocrático‒ que se
puede hacer. Conduce a la involución de
la inteligencia colectiva (es absolutamente falso que todas las opiniones “sumen”),
y por tanto a su maleabilidad. Por
eso se está haciendo, y a un ritmo frenético, desde las leyes educativas a los
parlamentos, pasando por los medios de comunicación y por la “industria
cultural”, etc. Ríanse ustedes si quieren de la importancia que les doy a estos
chalados, pero luego llegan los gobiernos occidentales y quieren meter poco a
poco la homeopatía en la medicina, o cavar túneles desde las sacristías a las
aulas de los sistemas educativos nacionales. Y es lo mismo. Por eso hay que defender la verdad ‒que es objetiva, contrastable,
basada en la razón y en evidencias empíricas‒ ante cualquier desvarío de la
subjetividad psicótica posmoderna que se autoimpone a la realidad. Esa verdad que,
por ello mismo, por bajar esos humos, siempre ofende.
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© David Puche Díaz, 2017.
Contenido protegido por SafeCreative.
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En general, estoy de acuerdo con el contenido de lo que aquí se dice. No tan de acuerdo con el modo en que se desarrolla de texto, que me parece un poco ofensivo. Con "ofensivo" entiendo a lo que se refiere improperios hacia una determinada persona y no a su creencia. Por su puesto que las creencias u opiniones no son respetables per se, pero sí deben ser sagradas la vida e integridad (física y psicológica) de las personas que dicen esas opiniones contrarias a lo que uno piensa. Espero que se haya entendido lo que quise decir.
ResponderEliminarRepito, estoy en general de acuerdo con el contenido del artículo, incluyendo la parte que es nuestro deber de algún modo intentar convencer a razonar a la gente que no lo hace. Pero en modo alguno tenemos derecho a menospreciar la persona.
Le entiendo y valoro su comentario. Quizá este texto muestre mucha vehemencia. Pero, de verdad, que en Occidente, en el siglo XXI, haya gente que afirma que la Tierra es plana, me parece como para referirme a ellos como dementes. No es fe, que nada tiene que ver con eso. Es locura. Y una socialmente peligrosa, por cierto. A veces hace falta cierta beligerancia contra posturas que están enlodazando debates sociales de importancia.
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