Este texto es un extracto de mi tesis doctoral:
David Puche, La ontología de la historia
de Nietzsche, J. M. Navarro Cordón (dir.),
Madrid: UCM, 2010.
David Puche, La ontología de la historia
de Nietzsche, J. M. Navarro Cordón (dir.),
Madrid: UCM, 2010.
A Nietzsche siempre le fascinó la figura de Cristo, y hacia el final de su producción intenta realizar una cierta rehabilitación de la misma, una reconstrucción no histórica, sino moral, práctica, de Cristo, de semejante tipo humano (AC 29). Una reconstrucción que, evidentemente, queda muy lejos de la que hace el protestantismo, al que considera una forma totalmente reaccionaria de cristianismo –el cual ya es, en sí, una clara desfiguración del mensaje de Cristo–. La supuesta “depuración teológica” que el protestantismo habría realizado partiendo de los evangelios no es en realidad, para Nietzsche, más que otra vuelta de tuerca de la impostura teológica –el «ideal ascético» (GM III 25)– que se ha aferrado desde el comienzo a la moral, a la praxis cristiana. El filósofo se refiere a menudo a los sacerdotes y teólogos como las “arañas” que tejen sus redes en los rincones y atrapan y envenenan al pueblo con su mensaje (Z, “Von den Taranteln”).
Lo fascinante del
cristianismo originario, tal y como Nietzsche lo entiende, es que se trata de
una práctica sin un dios
trascendente, para la cual Dios ya ha muerto.
Una “religión” en la que lo adorado es, en realidad, el propio hombre. Cristo es el hombre-dios
mortal, imagen de lo que todo dios debería ser –y a lo que todo hombre debería
aspirar: «él negó todo abismo entre Dios y el hombre, vivió esa unidad de Dios como hombre como su “buena nueva”… ¡Y no
como privilegio!» (AC 41). Dios está,
en efecto, dentro del hombre, en cada uno de ellos; es un estado del alma. Ésta sería la idea fundamental que predica Cristo.
La salvación no es algo trascendente, sino que se debe alcanzar en vida: es la reconciliación del hombre con su alma,
de su exterior con su interior, lo cual recuerda la embriaguez con que Nietzsche describe la experiencia dionisíaca:
«con la palabra “hijo” se expresa el ingreso
en el sentimiento de transfiguración global de todas las cosas (la
bienaventuranza); con la palabra “padre”, ese
sentimiento mismo, el sentimiento de eternidad, de perfección. […] El
“reino de Dios” no es algo que se aguarde; no tiene un ayer ni un pasado mañana,
no llega dentro de “mil años” –es una experiencia en un corazón; está en todas
partes, no está en ninguna…» (AC 34).
O, dicho en palabras de la Escritura: «No viene el reino de Dios
ostensiblemente, ni cabría decir: helo aquí o allí; porque el reino de Dios
está dentro de vosotros» (Lc 17, 20-21). La imagen que Nietzsche elabora del
superhombre, al igual que tiene mucho del “hombre noble” griego, tiene mucho
también de la figura de Cristo, que Nietzsche aborda de un modo más o menos
sistemático en El Anticristo, su
última gran obra. Cabría decir que el superhombre sería un hombre que guiara su
vida como Cristo: es decir, no como el seguidor de un credo, sino como
practicante libre y sincero de las palabras y acciones de un hombre-dios. Como
en el caso del spoudaîos, la norma de
acción no proviene de una supuesta objetividad trascendente –la idea del Bien,
o la voluntad divina–, sino del hombre mismo, que escucha en sí la voz de lo
sagrado que él mismo es, en cuanto
atiende a su propia naturaleza; lo sagrado es el fundamento de la comunidad venidera, aquello que religa a los hombres con la naturaleza y
entre sí.
En este sentido, no
es de extrañar que Zaratustra sea presentado como el profeta del superhombre que está por llegar, y que Nietzsche se refiera
a menudo a Así habló Zaratustra como
su “evangelio”, como un “quinto evangelio”. Ciertamente, las referencias a los
evangelios en el Zaratustra, directas
o indirectas, son copiosas; y en muchas ocasiones lo que Nietzsche hace es
citarlos en contra del cristianismo,
es decir, enfrentando las palabras atribuidas a Cristo con la lógica de la
religión pretendidamente sostenida sobre ellas. Nietzsche intenta distinguir la
“auténtica psicología” del tipo Cristo
de lo dicho por Pablo, el «sacerdote» (AC
42), que lo habría reconducido todo al discurso decadente del judaísmo, la
religión de la negación de la vida. En el sentido de su “historia efectual” –por
emplear la expresión de Gadamer–, el cristianismo no sería más que el modo en
que la lógica nihilista del judaísmo habría prolongado su existencia
transformando el mensaje de Cristo (a saber, la práctica del amor que busca la serenidad) en la creencia en un más allá redentor, en la
religión de la caridad, de la compasión. Y así, se habría terminado convirtiendo
en el «disangelio» (AC 39), en el culto mórbido a la cruz y
en la paralizadora espera del
advenimiento de Cristo, que ya resucitó una vez (1 Cor 15, 14), dogma que
justificaría retrospectivamente la propia praxis de éste. Con ello el
cristianismo se muestra, para Nietzsche, claramente inferior al budismo.
Pero Cristo no
predicaba esto; lo que Cristo encarnó
es un nuevo modo de vivir y sentir, una forma de alcanzar la libertad y la
superioridad espiritual. De hecho, afirma que el suyo es un su mensaje de guerra, no de paz (Lc 12, 49-51), lo
cual recuerda inmediatamente a la “guerra espiritual” de la que habla
Nietzsche, así como a todos los paulatinos cambios en el modo de pensar –los
«mayores acontecimientos», que «no son nuestras horas más ruidosas, sino las
más silenciosas» (Z, “Von grossen Ereignissen”)– que han de
precederla, antes incluso de la llegada de la gran política. Esa guerra es
necesaria para eliminar las cadenas
(Mt 23, 4) que han sido puestas por la religión y la moral sobre el hombre, la
pesada carga (Lc 11, 46) de la que
Cristo viene a liberar al hombre. Igualmente, Zaratustra habla de eliminar las
cargas que pesan sobre el hombre –en varios pasajes le vemos, precisamente,
desprendiéndose del lastre que
suponen diferentes figuras humanas, todas ellas formas nihilistas: el payaso, el
enano, los propios hombres superiores…–, de aligerar la existencia, de modo que
el hombre pueda bailar, saltar. El objetivo de todo ello es el renacer del espíritu (Jn 3, 3 ss.), lo
cual exige negarse a sí mismo (Mt 16,
24); esto nos lleva a la Selbstüberwindung,
puesto que habrá nihilismo mientras haya seres humanos como los habidos hasta
ahora. Cristo pretendería superar el principio de toda voluntad reactiva, la Selbsterhaltung de las formas de vida
pequeñas, encogidas en sí mismas. Sin embargo, ni Cristo es “el hombre que
desea perecer” ni su crucifixión tuvo nada que ver con tal autosuperación, sino que se trató de un hecho contingente –además
de prematuro (Z, “Vom freien Tode”)–
que nada tuvo que ver con su mensaje, y en el que nada hay que adorar, pero que a posteriori fue convertido por Pablo
en el centro de toda su doctrina. Para
Nietzsche no tiene sentido el sacrificio de uno
para purificar a la humanidad: la víctima
propiciatoria debe ser ésta misma, si es que se ha de producir una renovación
real.
Cristo, en efecto –y
no con su muerte–, viene a hacer nuevas
todas las cosas, a dar al hombre la oportunidad de un nuevo comienzo, a anunciar la llegada del «tiempo propicio», del
«día de la salud» (2 Cor 5, 17; 6, 2). En este sentido, el hombre volvería a
nacer, volvería a ser como un niño
(Mt 18, 3), que es el único que tiene garantizada la entrada en el “reino de
Dios”. Éste consistiría, más allá de fantasías trascendentes, en la superación del resentimiento y de la
forma de ver el mundo –la metafísica, podríamos decir– resultante de él (AC 40). Lo que persigue la praxis de
Cristo es alcanzar la pureza, el renacimiento como persona. La negación del yo conduce en última instancia al propio
individuo, a su liberación. Se ha emancipado, a través de un duro camino –de
acción, no de mortificación–, de las
cargas nihilistas de la cultura: ha alcanzado la pureza (como Selbst). En ello consiste el “reino de
Dios”, la liberación, el devenir dios;
no sería otra cosa que la expresión simbólica de la experiencia del mediodía, de la eternidad. Mediante esa
experiencia se alcanza una sensación de “redención”, una serenidad («Heiterkeit»)
propia de espíritus superiores.
La clave de esa
superación del resentimiento, del renacimiento
a través de la negación del yo, es el perdón,
que nada tiene que ver con la compasión.
El perdón del que habla Cristo, y que es el corazón de su mensaje, no es especialmente
relevante en lo que concierne al otro,
al perdonado, sino que lo es ante todo para
uno mismo, para el que perdona. Eso trata de hacer ver Cristo a sus
discípulos, que no dejan de entenderlo como algo instrumental, para alcanzar un
fin –la inmortalidad–, cuando esa práctica sería el fin mismo, la liberación de
la culpa y del pecado (del resentimiento, en suma), en cuanto afectos negativos (AC 33). No entienden que la virtud consiste en la superación de la
compasión –hacia los demás y hacia uno
mismo– (EH, KSA 6, pág. 270). Sólo así podrá comenzar la libertad. El servicio
a los otros es un servicio a sí mismo, y viceversa. Y, sin embargo, la lógica
sacerdotal de la que habla Nietzsche convierte algo que se debe hacer por sí
mismo en algo que se debe hacer a cambio de una recompensa; en suma, por temor a
Dios. Así pues, la buscada santidad, la pureza de la voluntad,
se hunde por completo en un discurso no “moral”, sino “teológico”; se pierde
toda autonomía de la voluntad en favor de una sanción trascendente de nuestros
actos, y el carácter moral de los mismos se diluye en la esperanza o el miedo. Esto
es lo que ya habían criticado los verdaderos predecesores, en este sentido, de
Nietzsche: Spinoza en su Ética y Kant
en la Crítica de la razón práctica y
en La religión dentro de los límites de
la razón.
No en vano, Cristo se
hace llamar el “hijo del hombre”. Es el hombre-dios (y ello por haber
comprendido hasta sus últimas consecuencias la naturaleza humana y por querer
vivir conforme a ella, liberándola de las imposturas de la moral y la religión
tradicionales) que llega a serlo –el
único dios devenido– a través de su
propia acción. En esa medida, no es el “Salvador”, sino que encarna un posible tipo humano: «El concepto “hijo del
hombre” no es una persona concreta, perteneciente a la historia, algo singular,
irrepetible, sino una realización [Thatsächlichkeit]
“eterna”, un símbolo psicológico liberado del concepto de tiempo. Lo mismo
ocurre, y en el sentido más elevado, con el Dios
de ese típico simbolismo, el del “reino de Dios”, del “reino de los cielos”, de
la “progenie divina”. Nada es menos cristiano que las crudezas eclesiásticas de un Dios como persona» (AC 34).
Nietzsche se hace eco de ese carácter de “hijo”, de “niño” (tan frecuentemente empleado
por Cristo), que ha de tener el nuevo
hombre, el hombre que renace, que
vuelve a empezar, de forma inocente, más allá de la dinámica cultural del
nihilismo.
Así debe ser el
superhombre –los superhombres, los niños
con los que volvería a comenzar la historia, una nueva historia–. Nietzsche, decíamos al comienzo de este trabajo,
buscaba desde su juventud un renacimiento de la cultura, que consideraba
agotada, enferma, a causa de lo que con un lenguaje posterior llamará
nihilismo. Ahora esa cultura, la producción (poíesis) misma del hombre que es la paideía, puede al fin reconocerse como paidía (el juego, la libre invención de formas). «El hombre sólo es
hombre cuando juega, dice Schiller: el mundo de los dioses olímpicos y el
helenismo son representantes» (Nachlass
1869-1874, KSA 7, 3 [49]). Sólo así,
al entender de Nietzsche, puede superarse el nihilismo al que ha pertenecido el
hombre desde sus orígenes. El propio Nietzsche, rememorando el célebre discurso
de Kant acerca de la autoculpable “minoría de edad”, describe ahora la mayoría de edad del hombre, en cuanto
especie, como infancia recuperada.
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© David Puche Díaz, 2017.
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Tocará reelerlo un par de veces, pero la mar de interesante, en hora buena!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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