Definiría la actual como una sociedad histérica, en la cual todo el mundo reclama para sí el
derecho a sentirse agraviado por todo, todo el tiempo. Se diga lo que se diga o
se haga lo que se haga, siempre va a haber alguien que se ofenda, siempre va a
haber un determinado colectivo que se diga perjudicado por unas declaraciones,
una manifestación, una ley que reconoce derechos a terceros o un programa de
televisión, da igual. El derecho (y el placer)
de ser víctima se ha consolidado como
uno de los más apreciados por los miembros de la sociedad post-ilustrada y meta-cultural
(y tiene que tener que ver con esa “post-verdad” de la que se viene hablando),
donde diferentes nacionalidades y etnias, religiones, preferencias sexuales e
ideologías políticas ya no conviven, sino que están atrapadas las unas con las otras, a su pesar. Y es que,
ciertamente, la sociedad contemporánea ya no es un compuesto de personas, sino
un agregado, algo extrínseco, desarticulado y sin vida propia, con inercias
poderosísimas, donde se reclama la individualidad y la diferencia tanto más
cuanto más masa repetidora se es. No hay ningún tipo de proyecto común, ninguna
dirección en la que avanzar como sociedad, salvo estar apagando constantemente
los fuegos que provoca nuestra fallida convivencia.
La sociedad histérica no deja de presumir de libre,
democrática y moderna, pero es absolutamente reaccionaria, y los derechos y
libertades han retrocedido varias décadas en muy poco tiempo; en los años
ochenta, por ejemplo, la libertad de expresión y la audacia cultural eran mucho
más grandes que hoy en día. Hay una férrea censura que con tanto más ahínco se
atribuye a regímenes extranjeros y a teocracias atrasadas como se impone en
nuestros medios de comunicación, en las redes sociales y hasta en las
conversaciones en la barra del bar; de ciertos temas no se puede ni hablar, y
si se hace en público uno puede acabar en la cárcel, o cuanto menos sufrir un
linchamiento mediático, siempre en nombre de la libertad y la igualdad. La censura actual a veces es directa, cuando los grandes medios
declaran anatema ciertas cuestiones que no deben ser mentadas pase lo que
pase; pero a menudo es indirecta, la censura de lo diplomático mal entendido
‒eso a lo que nos referimos con el horroroso anglicismo de lo “políticamente
correcto”‒ que impide hablar o atemoriza a los que lo hacen, porque una mayoría
irreflexiva que se siente ofendida inmediatamente se lanza sobre los ofensores
con todo lo que tiene. Toda libertad empieza por la libertad de expresión, y en
nuestra sociedad histérica la libertad de
expresión en la práctica no existe, pues está vigilada y amenazada constantemente.
Es un derecho nominal, pues hablar con miedo constante a las represalias,
midiendo cada palabra como si de un compuesto químico explosivo se tratara, es lo mismo
que no tener tal libertad.
Es pasmoso cómo el cine, la música, los videoclips, la televisión,
la literatura, etc., de hace veinte o treinta años nos retrotraen a una época
en que la libertad, comparada con hoy, manaba a raudales; nos resultan ‒salvo
por el efecto atenuador de la costumbre‒ escandalosamente libres, originales, rompedores,
mientras que hoy todo tiene un barniz gris y conservador, apagado y apático. El
experimentalismo y la transgresión de entonces se recuerdan ahora ‒aunque, en
realidad, prácticamente no se recuerdan, porque apenas hay memoria colectiva‒
como productos de una época de fiesta que dejó una resaca muy grande en el
espíritu. Violencia, sexo y lenguaje inapropiado están desterrados del ámbito
generalista y la gente de hoy es increíblemente más mojigata y puritana de lo
que era entonces. El mundo posterior al 11-S y a la crisis global es un mundo sin
gracia, donde la falta de respeto a lo establecido y la ironía no se pueden ya
ni entender y hasta son proscritas (hay ejemplos recientes de cómo la sátira y
la ironía han sido perseguidas judicialmente), y cuyos post-alienados
habitantes se escandalizan por todo y creen tener el derecho a ir poniendo
denuncias a cualquiera que no comulgue con su way of life. Hoy en día, los Monthy Python estarían encarcelados. La
sociedad histérica es una manifestación más de la sociedad del miedo, un miedo por lo general vago y difuso, no reconocido,
pero que se extiende a todas las cosas; no ya al enemigo externo, como antes ‒aunque
siempre fue falso, construido‒, sino a cada faceta de la vida interna de una
sociedad. Así, en la era de las comunicaciones, cada colectivo habla deliberadamente
un pseudolenguaje propio con el que le es imposible entenderse con otros, y
ante esa falta de entendimiento, cuando no puede imponer su lenguaje, quiere convertir en agresión el hecho mismo
de que otros no hablen igual.
Esta disgregación es el resultado del capitalismo victorioso
que ya no tiene Exterioridad a la que enfrentarse; tras la caída del Telón de
Acero y el desplome de la URSS y el bloque del Este, el mundo globalizado ‒el
mundo devenido íntegramente capitalista‒
ya no necesita vender (¿qué no es mercancía?) una imagen de libertad, de derechos
individuales y colectivos, ni mucho menos de fiesta intelectual y artística. De
hecho, todo eso ahora es un obstáculo, en el marco del nuevo diseño autoritario
de la sociedad que empieza a fraguarse en los noventa pero que se impone de
manera abierta a partir de 2001 y recibe el espaldarazo con la ofensiva neoliberal
que comienza en 2008. Un neoconservadurismo que se ha decidido a devolver a las
clases trabajadoras ‒a las que ha regresado mucha “clase media”‒ a la
disciplina y la moralidad de otras épocas, porque era demasiado libre, y eso sobra en la fase socioeconómica en la que
entra el planeta entero; una sociedad que se transforma día a día en un proletariado
altamente tecnificado pero inculto y temeroso, tan interconectado como vigilado,
cumpliendo así los vaticinios de Orwell, pero no precisamente de manos del comunismo,
sino del infocapitalismo. El Gran Hermano lo llevamos ahora encima, en cada
dispositivo electrónico: es nuestro
tiempo libre, nuestro ocio, nuestras relaciones sociales en red. Lejos de ser
ésta el Gran Foro, el Ágora donde la libertad de expresión se realiza, es un
ámbito restringidísimo ‒controlado por un oligopolio estadounidense‒ donde
decir cualquier cosa puede ser delito y donde la conciencia implantada, ese superyó de la era de las
telecomunicaciones, reprime toda genuina individualidad (sustitutivamente lleva
también a la aparición de trolls que,
desde el cobarde anonimato digital, vociferan todas las barbaridades que en
público no se pueden decir). En efecto, como decía antes, el individualismo que
se cultiva hoy no consiste sino en repetir
lo que dice y hace la masa creyendo cada cual que al hacerlo es único y que eso
“sale de él”, mientras que los demás son una masa compacta y homogénea. Pero
en ese consenso artificial se advierte que no hay libertad, que nadie decide. Cuanto más se presume de
ser un yo, menos se es.
Entretanto, en una inquietante alianza con el capitalismo, no
entendida por sus propios fieles, se extiende un fanatismo religioso (tanto el occidental,
cristiano, como el musulmán; uno con ejércitos invasores y el otro con comandos
terroristas, dos caras de una misma moneda) cuyos cegados partidarios creen que
la fe les va a devolver lo que el capitalismo les ha quitado ‒su mundo tal y
como lo conocían, su comunidad, su modus
vivendi‒, con lo cual no dejan de echar gasolina al fuego. Se culpa a Otros
de cómo va todo, pero esos Otros son ficticios, pues es el capitalismo que se
defiende (desde los oligopolios industriales y financieros de Europa y Norteamérica
a las teocracias petrolíferas árabes) el que provoca esa destrucción. Se dice
que el libertinaje (reconocimiento de los homosexuales, emancipación de la mujer,
uso de anticonceptivos, legalización del aborto y la eutanasia, etc.), el
exceso de libertad y el relativismo moral ‒entendidos como el Pecado‒, son lo
que ha dejado el mundo como está, y que hace falta purgarlo y retroceder a
condiciones de vida pretéritas. Así es como el neoconservadurismo y el fanatismo
‒entre los que sólo hay una línea muy fina‒, máximas expresiones de la histeria (pero ni mucho menos las únicas), le hacen el juego al capitalismo,
que ofreció todas esas libertades cuando le vino bien y ahora quiere que “se le
devuelva el producto”, sin ofrecer siquiera compensación alguna; quiere que el tecnoproletario
actual trabaje por un salario miserable y no tenga vida, sino que reinvierta lo
poco que ha ganado vía redes sociales y televenta; que la mujer se encierre en
casa a parir y a cuidar de los niños, porque no hay trabajo para todos, etc. Es
una perspectiva francamente negra la que se abre ante nosotros, incapaces ya, como las generaciones
precedentes, de imaginar un futuro. No sabemos: la sociedad histérica tiene miedo de pensar, y ha perdido la
imaginación. Querer recuperar lo perdido ya nos parece demasiado radical.
Qué bien planteado. Gracias.
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