La materia autoconsciente –hasta donde conocemos, el ser humano–, ¿puede ser libre? Hablo de libertad no en un sentido político, sino ontológico, esto es: la capacidad de iniciar una cadena causal nueva en el mundo. ¿Es acaso posible, o lo que quiera que se haga será siempre la prolongación de otros procesos, determinada por ellos? Ésta es la pregunta fundamental que formuló la filosofía moderna (concibiera o no al ser humano como materia) y que culminó con el idealismo alemán, la mayor construcción filosófica jamás elaborada, cuya razón de ser fue reflexionar sobre cómo tiene que ser el mundo para que el sujeto pueda ser libre en él. Porque para el idealismo, el sujeto es (lo) libre; esto no es un punto de llegada, sino de partida, y a él se acomoda todo lo demás. La libertad era siempre el presupuesto que la teoría debía demostrar, lo cual daba lugar a ontologías en las que la legalidad natural, sin ser alterada en absoluto por “lo subjetivo”, fuera sin embargo composible con un tipo de causalidad iniciada por el sujeto, no causada a su vez por otra cosa que su propia naturaleza. Incluso se llegó a mostrar (Fichte, Schelling) cómo es la libertad lo que establece la legalidad entera de la naturaleza. Fue una respuesta a la metafísica mecanicista de los siglos XVII y XVIII, según la cual el orden imperturbable del mundo (fuera la materia o Dios) aniquilaba la libertad, pues el individuo, como parte de ese vasto engranaje, estaría tan determinado por éste como una piedra lanzada al aire lo está por la gravedad. Hacer a Spinoza compatible con la libertad ‒no entendida como la aceptación de lo que, en cualquier caso, uno va a hacer‒, podría decirse, fue la obsesión de los pensadores idealistas.
Las derivas posteriores del idealismo, entre las que destaca
Heidegger, no han hecho sino desarrollar esta línea de trabajo. La pregunta por
el ser no es otra cosa que una desubjetivización de ese planteamiento que
pretende retrotraerse a algo previo al dualismo ontológico de materia y espíritu,
o incluso al monismo del espíritu, pero siempre de modo tal que la libertad se
vea salvaguardada. Ciertamente, parece un motivo de profunda inquietud para el
hombre moderno –no lo fue para el antiguo– el saberse o no en última instancia
libre. El asunto tiene un trasfondo teológico: la cuestión del libre albedrío y
la salvación del alma, la conciencia de la pecaminosidad. Pero no se puede
reducir a él, sino que evoluciona por líneas divergentes, relacionadas sobre
todo con los descubrimientos de la física moderna. No nos deja vivir, al parecer
(y esto no es un mero problema teórico, pues está detrás del auge contemporáneo
de ciertas formas de religiosidad que sólo se entienden como la reacción
anticientífica), el sabernos parte de un mundo absolutamente cuantificable y
determinado, en el que “yo” no sería “yo”, sino una suma de factores extrínsecos
que en cada momento me constituyen, un mero haz pasivo de percepciones. Hay una
pertinaz rebeldía contra la deconstrucción del ser humano ‒rebeldía cuyo paladín
ha sido el idealismo‒, en todas sus formas. Lejos de tratarse de un
planteamiento gnoseológico sobre cómo el sujeto se representa el objeto (lo que
empezó como el problema cartesiano del escepticismo), se trata de un problema ontológico, dado que ese conocimiento
parte de una legalidad puesta por el primero, que, al ser fuente de ésta, no se
somete a ella, y queda por tanto fuera de esa legalidad determinista que lo natural
(objetivo) sí debe cumplir. El sujeto cognoscente, así, es libre, en la medida
en que no comparte naturaleza con el
resto de las cosas. Esto es lo que escandalizaba al único autor que vio el
asunto desde un punto de vista radicalmente distinto, Spinoza, quien negó la
primacía de la conciencia (el sujeto no es sustancia, sino modo finito de ésta)
y afirmó lapidariamente que «no se puede considerar al hombre como un imperio
dentro de otro imperio».
Toda esta problemática remite, en efecto, a problemas
políticos (el surgimiento del Estado moderno) y científicos (modelo mecanicista)
que en el mundo griego, basado respectivamente en la comunidad y en una
cosmovisión cualitativa, no podían surgir. Pero ahora el sujeto, que es como se
entiende a sí mismo el ser humano en cuanto sustrato del pensamiento y la
acción, ha de examinar el modo en que está determinado por sí mismo, por la
sociedad y por la naturaleza, pues desea verse libre de todas sus
determinaciones –y desea ser libre,
no lo olvidemos, porque no se siente
así–. Sin embargo, surge así una importante cuestión: ¿no es tal libertad una
petición de principio? ¿Puede ser ésta el punto de partida del análisis que precisamente
quiere demostrarla? ¿No debería ser más bien la consecuencia del análisis que, describiendo el mundo, resulta en
que en él hay algo sujeto a otra legalidad, algo ontológicamente distinto?
La cuestión de si el ser humano está determinado en el mismo
sentido que cualquier otra entidad nos remite a nuestro sistema nervioso –aquí
no vale recurrir a la Lichtung del
ser ni a hueras místicas–, particularmente al cerebro. Está claro que el cuerpo
está determinado por causas extrínsecas, como cosa que es; la cuestión es lo
que ocurre en la mente. Mientras que las cosas en general están determinadas
por una serie de causas lineales y simultáneas (una, dos, cinco o las que sean),
como decía antes de la piedra afectada por la gravedad, pero también por la
fuerza con que ha sido lanzada, o del viento que sopla perpendicularmente, etc.
‒y esto hablando tanto de las leyes físicas como de las químicas, biológicas…‒,
en el cerebro se acumulan miles, cuando
no millones de causas, presentes y pasadas, algunas de las cuales ni
siquiera nos afectan directamente, sino que actúan a través del lenguaje, símbolo de lo ausente, transmisor de todo el
sedimento colectivo de experiencias al que llamamos cultura, esto es, el
conjunto de lo aprendido. La interacción de todas esas causas en el cerebro
produce una sinergia de la que resultan las respuestas particulares de cada
individuo, ajustadas siempre a una experiencia
precedente y a un contexto concreto.
Hay algo nuevo, distinto de la suma de cada una de esas
causas (ya operen de forma directa o latente), en la respuesta final. Esa sinergia,
esto es, cómo he reaccionado yo ante esta
causalidad, ante la suma de factores que me hacen ser quien soy, es lo que
podríamos llamar “libertad”. E incluso aunque hubiera un superordenador capaz
de tener todos los factores en cuenta, y por tanto de predecir la respuesta
final de un individuo –ese ordenador hubiera sido Dios para el pensamiento
clásico–, lo cual es imposible porque a cada instante nuevos factores
desestabilizan el cálculo total de causas que me afectan, estaríamos ante una cuestión de definiciones: lo que yo hago
“determinado” por todos esos factores es lo mismo que hago “libremente”, porque
es el resultado de lo que yo soy, de una mezcla única de factores que me
diferencian, siquiera en un sentido ontológico –el problema de los
indiscernibles–, de cualquier otro (el ordenador antes citado podría a lo sumo obtener
un “patrón de decisión” único para cada individuo); y ello con independencia de
que en la práctica todos actuemos de formas muy parecidas. Identificar el ser libre con ser absolutamente impredecible, desde luego, no es una
buena forma de plantear la cuestión, porque las decisiones libres pueden ser
predecibles en gran medida, no sólo por los elementos en común que compartimos
todos los seres humanos, sino además en la medida en que esas decisiones son
las ajustadas a una situación en la que otra decisión sería ilógica e iría
contra la propia libertad. De modo que la predictibilidad no es un argumento
contra la libertad.
Pero hay más, algo que las teorías que estudian la correlación
mente-cuerpo suelen pasar por alto: y es que el flujo de información del
cerebro no consiste en meros impulsos electroquímicos, sino que éstos tienen un
sentido subjetivo para el individuo, que los “experimenta” como recuerdos, o sensaciones,
sentimientos, pensamientos abstractos, etc. Esto es: que las causas de nuestro
obrar no son los impulsos en sí (como
si se tratara de resortes mecánicos), sino las representaciones que miles y miles de éstos producen en red en el
cerebro. Si estamos inducidos a pensar, sentir o actuar de cierta forma lo es
por nuestras representaciones, que conforman todo un mundo interior irreductible
a una causalidad lineal exterior. Nuestros productos cerebrales pueden relacionarse
con causas externas, pero no reducirse a ellas, en efecto, porque siempre
podemos responder a un número de causas n con un número de respuestas n+1.
Que el contenido de los procesos psíquicos retrocausa sobre
otros procesos (y no el simple darse o no de un estímulo neuroquímico, según el
modelo binario 0-1, o la magnitud de los estímulos dados), introduce una
dimensión teleológica, esto es, una reorientación de la psique hacia un estado
de cosas que aún no es y que no tiene por qué ser. En esa reorientación
consiste precisamente la forma de causalidad a la que cabe denominar
“libertad”. En principio se trataría, si de la intencionalidad de un animal
cualquiera se tratara, en un actuar adaptativo cuyo sentido biológico estaría
en eliminar aquel estímulo que lo provoca; esto es, el restablecimiento homeostático
de las funciones vitales, que se ven afectadas por el medio externo, lo cual
produce ciertas respuestas conducentes a reequilibrar el medio interno. En
última instancia se trata de volver a un estado inicial, lo cual definiría la
esencia misma de los procesos biológicos a diferencia de los físicos o los
químicos.
Pero la materia viva y –siquiera parcialmente–
autoconsciente, como el ser humano, es capaz de un actuar no enfocado al retorno a estados pasados, sino hacia estados futuros
que nunca se han dado, que sólo existen como posibilidades en su capacidad
de representación; la libertad es posible en la medida en que la evolución
orgánica ha dado lugar a formas cuya conciencia produce representaciones de un
futuro posible, el cual no derivaría de estados de cosas inmediatamente
anteriores, sino de la propia inmanencia de dicha conciencia. Un actuar, por
tanto, no causado, sino motivado,
esto es, impelido no por la tendencia a la repetición del pasado sino a la
obtención de algo aún no sido, cuyo esquema puede haber sido tomado de
representaciones anteriores, pero que es capaz de trascender éstas. La inmanencia de la conciencia es el espacio
de trascendencia de lo dado, que no debemos buscar fuera de nosotros ‒en
Dios, o en lo Absoluto, en el Ser, etc.‒, sino que nosotros mismos somos en
cuanto pensantes. Las mentes son los
fascinantes lugares del universo, consecuencias de la organización cada vez más
compleja de éste, donde existen futuros
alternativos (función de la imaginación) pero a la vez composibles con su
legalidad (trabajo del entendimiento); así, la inteligencia, que es el
soporte ontológico de la libertad, introduce otro sentido de los fenómenos –otra forma de causalidad– en el
universo, aunque ridículamente humilde e inmersa en la causalidad distinta de
lo físico –que tiende a aplastarla–; breves destellos de libertad que se
extinguen casi tan rápido como aparecen.
Esa capacidad de reorientación, la teleología que introduce
la capacidad de representar ‒esto es: la acción motivada‒, es una forma de causalidad invertida, por la que la
representación del organismo (siempre investida culturalmente, a su vez) se
convierte en estímulo para éste y
provoca una respuesta. Por ello mismo, al no ser un mero proceso de causa-efecto
lineal, o responde a un contexto de
comprensión del individuo o no ejercerá la misma capacidad de auto-determinación,
pues el ser humano no decide meramente determinado por lo físico-químico. Así, cuando,
por ejemplo, se le administran drogas que le inducen estados de ánimo que no
cuadran con su circunstancia, alcanza a comprender que no es él quien así
siente, sino que esos estados proceden “de fuera”, como “invadiendo” la
inmanencia de la conciencia. Hay estados que se integran en la red de estímulos
que define ésta y otros que no, que se detectan como algo “artificial”,
precisamente por no tener esa capacidad de integración
con sentido que es la vida, por lo que se experimentan como meras
distorsiones. Incluso estados que surgen de la propia inmanencia biológica, que
sí están integrados, pueden ser –y son– vistos con desprecio por lo que la
conducta animal meramente causal (la conducta “patológicamente determinada” de
la que hablaba Kant), la animalidad bruta, tiene de denigrante para la especie misma ‒desde un punto de vista cultural‒,
que no se reconoce como libre, propia de
sí, en el mero abandono a esas actividades.
Desde un punto de vista meramente biológico, la acción
motivada sólo tendría sentido como conducta compleja (mediante rodeos y
estrategias cognitivas) que pretende, como cualquier otra, la obtención de una
satisfacción ya experimentada en el pasado; otra cosa sería difícil de explicar
desde un punto de vista adaptativo. Pero es que lo biológico, por su propio
desarrollo, que da lugar a formas cada vez más eficientes adaptativamente, da
el salto a la inteligencia y se autotrasciende
en cierta medida. La motivación ‒la materia pensante experimentando la libertad‒ no se guía sólo por representaciones satisfactorias
de estados de cosas anteriores, sino que puede producir otros nuevos, en
función del conocimiento alcanzado de la realidad. Se trata, en efecto, de modificar
la realidad a partir del conocimiento de lo
que es posible en ésta: una adaptación al medio de segundo orden,
consistente en adaptar la materialidad
del medio a las necesidades del organismo, aunque siempre según la legalidad
del primero.
Y, sin embargo, la libertad puede llegar a ir contra lo
adaptativo, si halla su satisfacción en representaciones que no lo sean. La
experiencia de la verdad, de la belleza o de un bien más allá de lo solamente adaptativo
pueden llevar a ello. Esto únicamente es posible porque la voluntad (que define la conducta motivada y libre) es la interacción del deseo y la inteligencia.
Esta última introduce una dimensión totalmente nueva en lo biológico, aunque es
preciso recuperar aquí una clásica distinción entre el “entendimiento” (lógos, Verstand), capacidad adaptativa de resolución de problemas, y la “razón”
(noûs, Vernunft), capacidad supraadaptativa de comprensión y formulación
de fines. Mientras que el primero siempre se moverá en el círculo de la
extinción de los estímulos conducente a regresar a estados anteriores, la
segunda es capaz de romper ese círculo e introducir
algo cualitativamente distinto en las cadenas causales. Aquí es donde
verdaderamente se juega la cuestión filosófica de la libertad; aún hoy, el gran
problema de la neurociencia (que no resuelve aquélla) sigue siendo explicar en
qué momento la estructura biopsíquica E–O–R da lugar a algo que rompe esa
linealidad, esto es, cuándo surge y qué es exactamente la conciencia; cómo se
pasa de lo causado a lo motivado por el incremento exponencial
de representaciones debido a la progresiva complejidad del sistema nervioso ‒esto
es: cómo diferencias cuantitativas
terminan dando lugar a diferencias
cualitativas.
El desarrollo de esa razón no es posible sin el lenguaje, factor adaptativo clave una
vez alcanzada cierta complejidad evolutiva; éste permite una infinitud de
combinaciones (que contribuye de manera decisiva a la introducción de lo cualitativo en el universo material) que
dan lugar a formas de pensamiento que exceden
con mucho lo adaptativo. Aparecen así otras respuestas como posibles. La
razón no es una mera forma de adaptación al medio, sino que revela algo más que
puede irrumpir en las cadenas causales. Así, el alma, lo espiritual, lo divino,
etc., no son sino la experiencia de la conciencia
que encuentra en sí misma algo que trasciende la inercia de lo material. Algo
no causado ni espaciotemporal, lo cual nos recuerda el planteamiento kantiano
del homo noumenon, pero no entendido como
“cosa en sí” fuera del espacio y del tiempo y de las relaciones de causalidad (cuyo
reverso fenoménico se vería afectado por éstos no se sabe cómo), sino como un cerebro orgánico inserto en la naturaleza
mediante un cuerpo; cerebro que no se limita a ser “espejo” de realidad, sino que
es “productor” de ella en la medida en que es racional ‒y no sólo inteligente,
aunque definir este límite es un problema filosófico de primer orden‒. Kant,
desde luego, se quedó más cerca que nadie en su formulación. Pero yo diría más
bien que el ser humano añade a las
causas que lo determinan ‒extrínsecas e intrínsecas‒ lo racional, a saber, contenidos no espaciotemporales que
interactúan en la mente con los procedentes del espaciotiempo y los modifican
(los “desvían”, al modo del clinamen
de Lucrecio, más que sobreponerse a ellos, pero nunca como una desviación
azarosa). Ésta es una postura teórica a la que, siquiera de forma provisional,
denominaría raciomaterialismo.
El conocimiento de facta
racionales no me determina, sino que se compone con mi pensamiento y así
aumenta el repertorio de mis posibilidades intelectuales. Incrementa con ello
mi posibilidad de interacción con la
realidad, esto es, mi libertad
(con independencia de lo que después pueda realizar, en función de limitaciones materiales). Esas verdades
‒que no “cosas”‒ racionales (relaciones objetivas y universales) facultan nuestra
mente para una variabilidad no reductible
a relaciones de causa-efecto. Nuestro cerebro es la vasta red material que
nos permite conectarnos a esa otra red inteligible; al fin y al cabo, es un
producto evolutivo de una naturaleza estructurada por ese mismo orden ‒lo
lógico-matemático establece los límites
(aunque no proporciona el contenido)
de lo físico, como éste de lo químico, y éste a su vez de lo biológico, etc.‒. La
armonía entre ambos no es casual, «pues una misma cosa es la que puede ser
pensada y puede ser»; si bien el pensar debe hallar el camino correcto para elevarse
hasta la estructura lógica que comparte con el ser, cosa que ni la biología ni
la psicología le pueden mostrar. En suma, no sólo hay causas biológicas y
condicionamientos ambientales (psicosociales) de lo que pensamos y hacemos,
sino también contenidos racionales (eidéticos) que introducen factores nuevos
en las cadenas causales a través de los
seres inteligentes. Aun así, el ser humano tiene una gran tendencia a entregar su libertad, pues es más fácil
no ser libre. Pero eso ya es un ejercicio de la misma: la “mala fe” de la que
hablaba Sartre, la “conducta patológicamente determinada” de Kant. No deja de
ser una voluntad pasiva que no quiere
ser libre porque serlo, tan sólo de forma intelectual, supone un terrible
esfuerzo.
Ninguna hipótesis dualista, que hable de la mente, el alma,
etc., con independencia de un soporte físico, es científicamente aceptable, por
no ser compatible con otras teorías científicas (no porque sea contradictoria
con ellas, sino porque no se puede extraer consecuencias prácticas de dichas
hipótesis). Lo que quiera que sea la libertad, en este sentido ontológico, ha
de ser composible con la tesis monista de que lo que existe es la materia y las
determinaciones lógico-matemáticas inseparables de ella, esto es, el plexo de
materia y espaciotiempo. Nuestro cerebro, que a su vez no es comprensible sino
como parte de un organismo biológicamente evolucionado, es materia capaz de conocer el mundo y autocomprenderse (siempre
dentro de los límites que la biología nos ha impuesto, pero que quizá la
tecnología nos permita rebasar en dirección a un Homo supersapiens). El pensamiento abstracto –capaz de ir más allá
de las limitaciones perceptivas espaciotemporales– y la libertad son dos caras
de la misma moneda; comprender el misterio y la belleza de uno es comprender los
de la otra.
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© David Puche Díaz y
Daniel Puche Díaz, 2016
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