La ontología, a la que se suele dar por muerta –y ciertamente, cuando se la defiende, suele ser desde posturas teóricamente reaccionarias–, no sólo no está obsoleta, sino que está hoy más desarrollada de lo que lo ha estado jamás. Lo que ocurre es que ya no es, por supuesto, “cosa de filósofos”, sino de científicos. Mejor dicho: siempre fue así, pero en nuestro tiempo es ya explícito, y seguir confundiendo ambas funciones conduce a un impasse del pensamiento filosófico por el que su propio sentido y finalidad no pueden sino ser cuestionados, al estar haciendo un trabajo que ni le corresponde ni puede hacer, y así, además, evidenciar una grave carencia de sustantividad.
Ciertamente, si los filósofos se han dedicado históricamente
a cultivar la ontología –y no podían
hacer menos– ha sido porque, como científicos
que eran (pues tradicionalmente la actividad científica y la reflexión teórica
iban siempre de la mano), necesitaban determinar la base de sus
investigaciones, esto es, acotar con claridad el marco categorial de lo real y
el modo en que puede ser parcelado para su estudio. El problema es que, a
partir del siglo XVIII, y sobre todo del XIX, el filósofo se va convirtiendo en
alguien “de letras”, con la progresiva separación de la filosofía y de las
ciencias, pero por hábito profesional cree que podrá seguir haciendo lo mismo
que antes; y ello, además, desde un punto de vista transgenérico que le otorga
“poder” o “autoridad” sobre la praxis científica –lo cual todavía durante cosa
de un siglo fue tácitamente aceptado, pero ya no lo es más.
Actualmente ya no caben discusiones –desde luego, no
discusiones serias– acerca de que “lo
que es, en tanto que es”, el “ente”, o como se quiera llamar [1], es la materia, la cual se organiza en
sucesivos niveles de complejidad (físico-cuántico, físico-relativista, químico,
biológico, etc.) que delimitan lo que podríamos llamar ontologías regionales –en torno a las cuales realizar cortes
epistemológicos que establecen ciencias
particulares–. La noción de materia actúa como la ontología general que las une entre sí y permite la comunicabilidad de sus resultados. Sin
embargo, esta ontología general no está explícitamente elaborada –no es a su
vez ninguna ciencia, y no puede serlo, porque es lo común a todas ellas–; si no puede conectarse con investigación
empírica alguna que le sirva de hilo conductor para el despliegue de sus
categorías, no se puede concretar como tal (pues tampoco es algo lógico-formal,
sino el correlato de una experiencia empírica posible). Y esto que no pueden hacer las ciencias, tampoco lo hará
la filosofía. Ésta no “legisla” en este terreno –de hecho, no legisla en
ninguno–, sino que, como cualquier ciencia particular, ha de presuponerlo. La filosofía no tiene nada
que imponer a las ciencias, y es absurdo que pierda el tiempo pretendiéndolo,
cuando puede beneficiarse de sus resultados (formales y empíricos), y cómo no,
también de estos presupuestos metodológicos.
Hablar de “presupuestos” no quiere decir que la base de las
ciencias no sea perfectamente sólida (no se trata de ninguna forma de
desfundamentación hermenéutica o de pensamiento débil), sino que ha sido
obtenida reflexivamente desde el trabajo empírico –no en un orden deductivo a
partir de “primeros principios”–. Al conjunto
de productos reflexivos de ese trabajo, en la medida en que son composibles
entre sí, y han de ser por tanto aplicables a cualquier otro campo [2] (y
por ende también al filosófico, en la medida en que quiera ser “real”), lo podemos denominar precisamente “materia”.
La materialidad no es otra cosa que el correlato ontológico de la racionalidad.
Desde luego, no se trata aquí del concepto “trascendental” de materia de
Gustavo Bueno, esa trasposición de la metafísica wolffiana a la epistemología,
según la cual hay un concepto negativo,
crítico pero vacío, de la materia (M),
obtenido por el regressus de un Ego
trascendental (E) desde la práctica científica concreta, concepto a partir del
cual llevar a cabo operaciones de delimitación de un conjunto de materias M1
(física), M2 (psíquica) y M3 (eidética), ninguna de las
cuales puede imponerse como M a secas (hipostizaciones de las ontologías especiales
sobre la general que darían lugar a algún tipo de metafísica, fuera ésta mecanicista, psicologista o idealista,
respectivamente). El punto de vista aquí sostenido es que las ontologías
especiales o regionales no son otra cosa que las propias ciencias particulares,
y aunque todas ellas remiten al concepto de materia, ciertamente –que ejerce el
papel de ontología general–, lo hacen en un sentido de fundamentación (positiva) muy alejado de las operaciones de corte epistemológico (negativas) de
Bueno. Naturalmente, las intenciones de una teoría y otra son distintas, y
mientras que a Bueno le interesa singularmente la cuestión del “cierre
categorial”, aquí nos interesa más mostrar el orden de interdependencia teórica del conjunto de la ciencia, lo
cual se centra en torno a la cuestión ontometodológica.
Así, no hay reparo en afirmar que lo físico precede a lo psíquico en el orden
de fundamentación, y en cuanto a lo ideal, es un problema a resolver –un enorme
problema que aquí no podemos ni plantear–, pero no se aclara nada diciendo que
es un “tercer tipo de materialidad irreductible a los otros dos”, salvo oscurecer
el asunto [3]. Si cabe seguir hablando de una ontología filosófica (digamos ya al margen de Bueno) es como elaboración teórica que sirva de transición
de las ciencias –especialmente de las “duras”– a otros ámbitos y como articulación de un método de análisis y construcción
de propuestas coherente (que es todo lo que se le debe exigir) con los
resultados de aquéllas.
Llegamos así a la cuestión esencial, y es que la ontología no puede ser otra cosa que el
propio método empleado en el estudio de lo real, esto es, la forma de
delimitarlo conceptualmente y abordar los principios y categorías con que aprehenderlo.
Ninguno de los dos es “anterior” al otro. Y no es que deban estar “relacionados”:
es que son una y la misma cosa. Tal y
como se mostraba en las Reglas para la
dirección del espíritu de Descartes, el camino (méthodos) que seguimos para la indagación de la realidad no es otra
cosa que el establecimiento de las condiciones para aceptar algo como real, así
como de las condiciones de verdad de nuestros enunciados sobre ello (máthesis). Toda reflexión metodológica
es ya, por tanto, una “ontología gris”, como dijo Marion en su obra sobre este
texto decisivo. Por eso la idea de una ontología al margen del método (que se
cree ajena a éste o por encima de él, como se ve en Heidegger o Gadamer) es una ilusión de “humanistas”: la de poder “intuir”
precategorialmente “el asunto del pensar”, sea éste lo que sea, sin necesidad
de seguir un recorrido homologable por otros en condiciones de estricta
racionalidad –lo que desemboca siempre en planteamientos estéticos o místicos,
y por tanto en el fracaso de la filosofía
como forma de conocimiento–. Pero dicha “ontología a priori” es imposible.
Ni la ontología puede ser anterior al método ni éste a
aquélla (todo método lleva a cabo siempre una toma en consideración, explícita
o no, de aquello que cae bajo sus reglas). Lo que permite que así se identifiquen
(“lo mismo son ser y pensar”), sin caer con ello en principios idealistas como
el del Yo fichteano o sin partir de asunciones trascendentes como el Dios de
Leibniz o el Absoluto de Schelling –todo ello acientífico e inverificable, ni
siquiera asumible como hipótesis, porque sus
consecuencias tampoco lo serían–, es precisamente la noción de materialidad.
El ente, lo que es en tanto que es, en efecto, es la materia (el método
hipotético-deductivo de las ciencias empíricas presupone dicha noción, sin la
cual no tendría sentido). Sólo partiendo de la materia pueden converger la
objetividad y la intersubjetividad que son exigibles a la ontología y al
método, respectivamente –el sujeto de conocimiento es él mismo materia
altamente organizada–, que se muestran como caras de una misma moneda, y no
como dos aspectos que tenemos que ingeniárnoslas para hacer casar por haber
partido de principios mutuamente inconciliables (v. g.: “materia” y “espíritu”).
Nada es más terco y dañino, hasta el punto de impedir el carácter acumulativo
del conocimiento y con éste el “progreso” en alguna dirección, que la
pretensión que suele tener la filosofía (por afán de originalidad, por soberbia
teórica o simplemente por tener “algo que decir”) de empezar siempre de cero, que Adorno ya criticaba duramente. La
filosofía no funda el orden científico, sino que resulta de éste en un estado determinado de su historia –aunque sea
para intentar llegar, especulativamente, adonde la ciencia no puede llegar–, y
por eso mismo puede y debe beneficiarse
del trabajo teórico ya acumulado, tan absolutamente evidenciado que es
ridículo cuestionar [4]. La ontología está dada desde hace siglos y es el materialismo.
Partiendo de esta base el trabajo puede encaminarse decididamente hacia su
objeto, en vez de girar siempre en torno a principios abstractos de los que
nunca se consigue salir por otras vías.
La noción de materia, una vez ganada, es la base teórica que
aplicar a ulteriores análisis –o mejor dicho: aparece presupuesta en ellos–,
sea cual sea la naturaleza de su objeto (de nuevo, en contra del planteamiento
de Bueno acerca de la inconmensurabilidad de los géneros particulares de
materia). Podría surgir la pregunta –tal y como la planteó Hegel, contra el
formalismo trascendental kantiano– de si es posible un método anterior al tipo de objeto del que ha de
hacerse cargo. Y la respuesta es que sí, pero sólo en la medida en que no es un
método puramente formal, extrínseco a la cosa, sino que se ocupa precisamente de lo material en cuanto tal de
lo que consta ésta, que es lo que comparte toda realidad que pueda llamarse
así. Decíamos antes que la materia no es un punto de partida del conocimiento,
sino de llegada, el resultado de la reflexión a partir del trabajo empírico (de
ahí que no fuera cara a Platón, que era un geómetra). Es ontológicamente primera, pero gnoseológicamente última. No es un “concepto
evidente” del que deducir propiedades por especificación, como si del género
supremo se tratara –no hay tal–, sino que sus propiedades genéricas, como el
concepto mismo, se han extraído del trato con las cosas. Ahora bien, dichas
propiedades tienen que ser aplicables
a todo cuanto hay. La materialidad es el postulado
filosófico fundamental [5], sin el cual ni siquiera habría kósmos, esto es, ensamblaje de lo real
en un todo de sentido. Sólo la materialidad
de todas las cosas que son garantiza
su racionalidad y la composibilidad del conocimiento en un edificio (“la
ciencia”), con independencia del nivel de organización en que se trabaje. En el
caso de la filosofía, éste siempre será muy alto (ético, político, estético,
etc.), y por ello mismo más impreciso y especulativo, pero habrá de remitir a
condiciones de posibilidad materiales articulables –y habrá que mostrar dicha
articulación– con las de otros niveles en un todo sistemático nunca cerrado, pero sí coherente. Los
hallazgos empíricos de las ciencias naturales y sociales no determinan las
construcciones filosóficas, pero sí las encaminan; asimismo, la filosofía no puede ir contra las ciencias, pero
tampoco se agota en ellas, como la ley de la gravedad o la temperatura de
ebullición del agua requieren una base matemática para su formulación, pero no
son deducibles de las matemáticas. En suma, de la materia se puede decir,
spinozianamente, que es la sustancia,
no en la medida en que es algo indeterminado, soporte de determinaciones, sino
en cuanto es aquello que: a) es común a todo género sin ser uno de ellos, b) es
límite de toda determinación n+1, sin poder dotarla de contenido
concreto, y c) garantiza la composibilidad de todos los géneros (convergencia
de la que depende la unificación de los enunciados científicos).
Las propiedades ontológicas de la “materia en general” deben
poder aplicarse metodológicamente al análisis de cualquier campo, y así debe
proceder una filosofía que quiera ser no
científica, pero sí estar a la altura de las ciencias. De lo contrario, se
“desrealiza” y se convierte en un discurso nacido obsoleto e inerte, salvo
quizá como ideología. Una construcción
teórica del concepto de materia arroja estas propiedades fundamentales –que se
derivan unas de otras–, que son marcos categoriales y por tanto principios metodológicos
de todo ulterior análisis particular concreto. Insistamos en que se trata del
concepto abstracto de materia (μ), aplicable siempre a géneros materiales empíricos
(μ1, μ2, μ3… μn), no algo que
exista aparte o además de éstos. Ello supone un concepto filosóficamente monista de lo real:
1. Localizabilidad:
lo real se puede localizar en el espacio y en el tiempo, y por tanto, tiene ciertas
dimensiones.
2. Devenir: lo
real es cambiante; no hay nada eterno ni inmutable.
3. Determinación:
lo real está siempre determinado, pudiendo sus cambios alterar parcial o
totalmente el sujeto de las determinaciones (tanto más cuanto más sencillo sea
éste). No hay nada sin determinaciones.
4. Magnitud: lo
real posee determinaciones cuantitativas, y por lo tanto, es medible (lo
cualitativo es aquello que aún no ha podido ser medido). Su cantidad es
constante (aunque es convertible en otros estados), y siempre está sujeto a
leyes.
5. Pluralismo: lo
real, al poseer una magnitud, se caracteriza siempre por la exterioridad y la
multiplicidad; no hay unicidad última posible. Nótese que esto no va contra el
monismo, que sostiene que todas estas características se dan por igual en cada
una de sus formas.
6. Interacción: los
diferentes quanta de lo real interaccionan
entre sí.
7. Intersubjetividad:
lo real es intersubjetivo, perceptible (si no lo es ahora, lo es potencialmente,
cuando los medios teóricos o técnicos lo permitan). Es la materia la que determina
la conciencia, no al revés.
8. Organización: lo
real tiende a organizarse, cuando se dan las circunstancias adecuadas, en
sucesivos niveles de complejidad creciente e irreductible. Todo nivel n–1
ejerce de límite de determinaciones de un nivel n. Éste no se explica sólo por
aquél, pero tampoco puede rebasar ciertas restricciones que aquél le impone.
Cualquier cosa que no cumpla estas características, siquiera
algunas, no podrá ser admitida como real (p. ej., Dios, el alma, la nada, etc.).
Reiteremos que no son solamente descriptivas, sino hilos conductores para el trabajo empírico (o incluso especulativo) en
áreas concretas. De esta forma, si nos atenemos a la categoría de “interacción”,
deberemos examinar cómo los elementos con los que contemos en un campo concreto
(como pueda serlo la investigación psicológica) se relacionan, interfieren o
combinan entre sí, produciendo determinadas sinergias. Si los elementos no son
susceptibles de tal articulación, siquiera en el plano teórico –si hay algo que
de ninguna manera pueda interaccionar con lo demás, esto es, producir algún tipo de
efecto–, es que el análisis maneja elementos irreales, o que no se está
procediendo del modo adecuado.
Notas:
[1] Ahora bien, hablar del ser como hace Heidegger, para plantear la diferencia entre éste y el ente (no porque sea el ente supremo,
sino porque es lo absolutamente otro de
lo ente) es sólo un expediente teológico
que de nada sirve, a nada conduce, del que no cabe esperar ningún resultado.
Ese ser que no es ente alguno finalmente es, como Heidegger dice, la nada, y la nada no es un concepto positivo del que
se pueda extraer ninguna indicación teórica o práctica, que es lo que sin
embargo pretende. La nada no es nada, y retorcer la sintaxis (“el ser [o la nada,
que da igual] no es”, pero “se da” [“das
Sein ist nicht”, aber “es gibt…”]) es sólo jugar con palabras vacías. Ex nihilo nihil fit, como ya sabían los
clásicos, y todo lo demás es mitología
filosófica. La historia avanza por los procesos que se dan en ella, no por
la “donación del ser” –de la que el hombre, en el claro de su apertura (Lichtung) debe permanecer a la escucha–,
entendido como acontecimiento (Ereignis).
[2] Permanece aún el gran problema de articular la física
relativista con la mecánica cuántica, dos paradigmas que aún no terminan de
unificarse (lo cual es una exigencia epistemológica);
pero ese problema sólo la física lo
puede resolver, y en todo caso, no afecta a la noción de materia en cuanto tal.
Nótese que si alguien puede llamarse hoy en día “ontólogo” es el físico –lo
cual se compadece con el pensamiento de Aristóteles, para el que la física es
lo que posteriormente se ha llamado ontología–, pues éste determina en última instancia
qué es “lo real”.
[3] Lo físico determina, o cuanto menos condiciona, lo psíquico,
pero no a la inversa. En cuanto a si lo psíquico determina lo ideal, o a la
inversa, o si lo ideal determina lo psíquico pero se ve a su vez determinado
por lo físico, o si incluso determina lo físico, es cosa que habrá que investigar
(porque lo psíquico es parte del universo, naturaleza
naturada, cabría decir, pero lo ideal parece ser más bien naturaleza naturante, algo ontológicamente
“simultáneo” a la materia). Ésta sí es una cuestión genuinamente filosófica. Las
posturas ante ella, que desbordan lo que aquí se trata, definen un planteamiento
simplemente materialista o, por el
contrario, ideomaterialista.
[4] La filosofía constituye un determinado nivel de
análisis, el de aquello que todavía no ha
podido ser cuantificado y demostrado –pero que es tratado por medios
estrictamente racionales, interpretativos
si se quiere–. Así pues, su contenido se modifica históricamente en paralelo a
dichos progresos empíricos. Que haya cosas que “nunca serán demostrables” es
algo que no podemos saber y que hasta resulta dudoso, por no decir ingenuo;
ahora bien, la cuestión relevante es que en
nuestro tiempo aún no lo son. La filosofía, por lo tanto, es “real”, y su
proceder legítimo. Y aunque pierde
parte de su territorio frente a los progresos científicos, éstos la dotan de
nuevos territorios por explorar con sus nuevos descubrimientos, que abren
problemáticas nuevas. Nunca le faltará trabajo, por tanto, a no ser que
consideremos que algún día la ciencia
resolverá todos los problemas. Pero eso obliga a un constante trabajo
teórico y a permanecer tan al día de la investigación científica como de la prensa
o de la producción artística, más caras a la concepción posmoderna de la filosofía.
[5] Y lo es incluso al hablar de las ciencias, pues éstas definen niveles de teorización que cabe llamar “filosóficos” y hasta “metafísicos”, pero no porque se los brinde la filosofía entendida como disciplina, sino porque exceden sus posibilidades actuales demostración, para moverse en niveles especulativos. Es la filosofía como disciplina la que se beneficia de ese trabajo, no la que lo lleva a cabo.
[5] Y lo es incluso al hablar de las ciencias, pues éstas definen niveles de teorización que cabe llamar “filosóficos” y hasta “metafísicos”, pero no porque se los brinde la filosofía entendida como disciplina, sino porque exceden sus posibilidades actuales demostración, para moverse en niveles especulativos. Es la filosofía como disciplina la que se beneficia de ese trabajo, no la que lo lleva a cabo.
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