La historia, para Marx, no es sino la sucesión de los distintos modos de producción, es decir, que
consiste en una serie de transformaciones técnico-económicas que conducen
siempre –por encima de la voluntad del ser humano de ese período– al
sistema productivo más eficiente a partir de unas condiciones dadas. En efecto,
unas determinadas relaciones de producción han triunfado sobre otras y las han
sustituido porque liberaban y favorecían un desarrollo mayor de las fuerzas productivas;
porque incrementaban la capacidad de producción, para la cual la estructura
social precedente había llegado a ser un obstáculo. Este ciclo se repite una y
otra vez, aboliendo todas esas formaciones históricas, en la medida en que se han
quedado obsoletas. Ésta es la única “ley histórica” que cabe señalar en Marx. Cada
sistema crea unas fuerzas productivas que terminan desbordando su nivel de
autojustificación (supraestructura), lo cual implica que crea las fuerzas
que lo destruirán (lleva en sí su propia negación).
En cuanto al capitalismo, funciona aumentando de forma indefinida
la escala de producción, con lo que esa inestabilidad se convierte en una
constante. Todo aquel capital que no es competitivo es absorbido por otro; se
da así una concentración progresiva de la producción, que tiende a
integrarse en una planificación única, a “racionalizarse” totalmente
(una de las contradicciones del capitalismo, que tiende al monopolio por su
propia naturaleza y necesita de una instancia exterior al mercado, como es el
Estado, para impedírselo). Al alcanzar un alto grado de concentración, ciertamente,
se produce un efecto contrario al fundamento mismo del capitalismo –el libre
mercado–. Esto revela, para Marx, que el capitalista llega a ser un elemento
artificial que obstaculiza el propio proceso productivo, al esforzarse
con su legislación por impedir los monopolios. Y cuando advierte que la escala
productiva ha llegado a hacer superfluo al capitalista, se revela el auténtico
rol socioeconómico del proletario. Sólo le falta a éste comprenderlo, tomar “conciencia
de clase” (en términos hegelianos, que lo “en sí” llegue a ser “para sí”); la
masa debe dejar de ser la materia
social (lo inconsciente) para ser también
su forma (la consciencia social).
Ello implica prescindir del capitalista y organizar por sí mismo el proceso
productivo, el monopolio alcanzado. A la vez, prescindir del capitalista
implica destruir su aparato de poder, el Estado. Ello debe llevarse a cabo
mediante una revolución, la toma del poder por la clase obrera. Al destruir
el Estado, no tendría ya sentido hablar de “nación” o “patria” (que no son sino
constructos burgueses, formas ideológicas de separar y enemistar entre sí a los
trabajadores). En la dinámica revolucionaria habría, así pues, una tendencia a
la internacionalización –una recuperación, por otros medios, de la idea
ilustrada del cosmopolitismo.
El proceso por el que la clase sometida, liberada de
condicionamientos ideológicos (destruidos por el crecimiento de la propia base
material que los sustentaba), protagoniza una revolución que trastoca todo el
sistema social, es básicamente el que se ha repetido en cada cambio de modo de
producción. Así, como dicen Marx y Engels al comienzo del Manifiesto
comunista, la historia no es otra cosa que la historia de la lucha de clases. Una lucha entre la clase que
defiende el antiguo modo de producción –condenada a perder, y quizá hasta a
desaparecer, cuando aquél haya quedado obsoleto– y la que encarna las nuevas
fuerzas productivas. Según Marx (es decir, en el siglo XIX), el capitalismo ya estaría
tocando a su fin. La producción sufre crisis cada vez más fuertes, de las que
cada vez le cuesta más salir (lo que sólo puede hacer ampliando cada vez más la
escala de producción y buscando nuevos mercados), y que tarde o temprano
terminarán por hacerlo colapsar –cuando su dinámica de crecimiento se torne
imposible de mantener debido a que no haya nuevos mercados a los que expandirse
(cuando el capitalismo sea mundial),
y los ya establecidos sufran de sobreproducción–. Pero aun así hace
falta que una determinada clase social (el proletariado) tome conciencia de
clase –conciencia de sus posibilidades y de su rol histórico, así como de unos
objetivos concretos– y lleve a cabo la revolución (pues los cambios no ocurren
por sí solos; los modos de producción no se sustituyen unos a otros de forma
automática), que habrá de ser asimismo mundial si quiere triunfar. Para que todo
ello resulte, es preciso conocer científicamente
el funcionamiento de la sociedad (lo que implica conocer la economía, motor de todo otro proceso); de
lo contrario, cualquier intento de transformación sería vano, y a lo sumo lo
dejaría todo como estaba (el defecto, dice Marx, del “comunismo utópico” o del “socialismo
reformista”).
Ese conocimiento imprescindible para la praxis revolucionaria es
el que el proletariado llega a tener por las propias exigencias del sistema
productivo, lo que recuerda a la “dialéctica del amo y el esclavo” hegeliana.
Como señala Marx en El capital o en El manifiesto comunista –junto a Engels–, el imparable desarrollo
industrial exige al capitalismo (a través de legislaciones estatales) una cierta
instrucción del trabajador para poder seguir desarrollándose; la industria
requiere una renovación constante para ser competitiva, y por tanto la capacitación
del proletario, que tiene que saltar de una rama productiva a otra según
las necesidades del momento. La industrialización, a la vez que homogeniza a
los obreros, obliga a darles una formación que antes no tenían, lo cual va creando
una progresiva dependencia de los capitalistas hacia ellos. Por otro lado, el
rápido desarrollo industrial cambia la sociedad cada vez más deprisa,
destruyendo las relaciones sociales anteriores; pero al romper ese tejido
tradicional explicita que todo proceso social es en el fondo un proceso económico,
para el cual el obrero comienza a saberse necesario. De esta forma, y como
cualquier modo de producción pretérito, el capitalismo crea lo que lo
destruirá. Al crecer la industria, crece la concentración de obreros; al asociarse
éstos sindical y políticamente, van cobrando conciencia de clase. La
burguesía los necesita para competir en el mercado, y eso los hace poderosos;
con ello crecen los antagonismos sociales. En el período final del capitalismo,
la creciente concentración del capital resultante de la industrialización
permitirá al proletariado hacerse con el poder más fácilmente, al concentrar
también los puntos vitales del sistema.
El modo de producción que habría de sustituir al capitalista es el
comunista, esto es, aquel en que los
medios de producción son al fin colectivos. Este modo de producción sería hipotéticamente
el definitivo, pues al abolir la propiedad privada de los medios de producción
–y sólo de éstos, no la propiedad privada en
sí–, ya no habría desigualdad material ni, por tanto, esa lucha de clases
que para Marx es el motor de la historia. Ésta, por así decirlo, comenzaría de nuevo
sobre una base nueva. Además, esa misma razón (la ausencia de explotación de
unas clases a manos de otras) haría que no hubiera necesidad de ideologías, pues
las condiciones económicas de existencia serían absolutamente transparentes en
su funcionamiento y finalidad. El Estado, del que el proletariado tendría que
apoderarse en un primer momento, sería progresivamente desmantelado y dividido
en comunidades productivas autónomas, en las que la igualdad material daría
lugar, por vez primera en la historia, a la libertad real. Por todo ello
se ha dicho (aunque esa afirmación sea discutida por numerosos autores del propio
ámbito marxista, que quieren atenerse a lo estrictamente “científico” de su
teoría) que el marxismo constituye una forma de humanismo, en la medida en que es una teoría de la emancipación
humana. Quizá sería más oportuno decir que es una forma de Ilustración
consumada, liberada de los prejuicios burgueses que la del siglo XVIII aún
arrastraba. Cabría señalar, en este sentido, que la teoría de Marx i) lucha
contra la alienación del ser humano en favor de una sociedad libre,
igualitaria y racional, en la que se reconozca el carácter personal del hombre,
y no se vea reducido a cosa, a mercancía; ii) niega la existencia de un ser
superior al hombre que rija su vida (ateísmo). Defiende así, por tanto, la
autonomía absoluta del ser humano, y considera que la religión es “el opio del
pueblo”; iii) concibe al hombre, como hemos visto, como sujeto de la
historia, que puede llegar a hacerse a sí mismo de forma consciente, aunque
siempre a partir de unas condiciones heredadas que tiene que transformar.
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