Toda sociedad se resiste a aceptarse como un
sistema puramente económico; de hecho, su funcionalidad exige que se
conciba como “algo más” que eso. Por ello su autorrepresentación es siempre “ideológica”,
es decir, una naturalización de las relaciones de producción que
hace que éstas resulten invisibles. No se debe confundir, así pues, en
sentido marxiano, “ideología” con “ideas políticas”, pero tampoco con una mera
“mentira” –de la que sus creadores serían perfectamente conscientes–, pues es
un concepto mucho más complejo. Resulta más próximo al sentido genuino de la dóxa
griega, que tampoco significa mera “opinión”, sino un conocimiento práctico y
efectivo, el cual, sin embargo, nunca puede dar cuenta de sí mismo.
Se trata por tanto de una “falsa conciencia” (que afecta a todos por igual,
dominadores y dominados): no es un error particular de juicio, sino una
distorsión global de la percepción social. Desde el
interior de la supraestructura –el nivel simbólico e ideacional de la sociedad–
sostenida por el modo de producción no se puede reconocer la realidad “en sí” de
éste (es decir, las verdaderas relaciones entre los elementos del sistema, que
son siempre productivas), sino que se aprehende alterada. Toda institución (derecho, moral, religión, etc.) es
ideológica: un entramado de creencias, valores y prejuicios que contribuyen a
la consolidación del sistema y facilitan su funcionamiento. Las relaciones sociales de producción establecidas desfiguran
las causas reales de los fenómenos, al obviar su base económica y hacerlas
pasar por “naturales”; ello contribuye a asegurar la obediencia de las clases
explotadas, aunque las explotadoras son igualmente víctimas de esa “ilusión”.
No se trata de un engaño conscientemente orquestado, y la propia economía
liberal cree sinceramente –por lo general– lo que afirma.
La condición fundamental para que exista el
capitalismo es que haya inversores con libertad para invertir, es decir, “libre
mercado”. Pero el libre mercado (la libre relación de compradores y vendedores)
no funciona sin trabajadores: el
sistema capitalista se sostiene sobre la
ficción de una relación asimismo libre entre el proletario y el burgués (para
lo cual es indispensable que previamente haya división social del trabajo, la cual, en la medida en que es
profundamente ideológica, nunca es cuestionada; pero sin ésta, la idea misma
del libre mercado ni siquiera tendría sentido). El trabajador es libre de
aceptar o no las condiciones impuestas por el empleador, al contrario que los esclavos
o los siervos en modos de producción anteriores. Ahora bien, lo primero que ha
hecho el capitalismo es crear las
condiciones en las que los obreros tienen que vender su fuerza de trabajo al
precio fijado por el burgués, ya que ésta es lo único que les queda,
después de haber sido desplazados de las manufacturas en que trabajaban tradicionalmente
o de las tierras a las que estaban atados (pero que les permitían subsistir) y
que fueron expropiadas a la aristocracia y al clero por la burguesía al pasar
del medioevo a la modernidad –aunque esto depende del país–. Un pasaje esencial de El capital, titulado “La llamada
acumulación originaria”, muestra que el proletariado ha sido “creado” mediante
esta expropiación, que estableció las condiciones de posibilidad de la
implantación del capitalismo a gran escala, proporcionando las grandes bolsas
de trabajadores que requiere la industria. Allí donde estas condiciones no han sido establecidas, no existen “proletarios”
dispuestos a vender su fuerza de trabajo, como ocurre, por ejemplo, en las
colonias recién creadas (donde hay tierra libre que tomar), o en territorios conquistados
(al menos en los que aún rijan las antiguas formas de producción ligadas a la
tierra). En ambos casos los ocupantes de la tierra –sean nativos o colonos– tienen
que ser expulsados a la fuerza para
convertirlos en proletarios, dado que, si no, es imposible “exportar” el
capitalismo a esos territorios (éste será el proceso que, de hecho, creará ya
en el siglo XX el “tercer mundo”). Así lo expone Marx en otro pasaje fundamental de El capital
(“La teoría moderna de la colonización”), que describe cómo el verdadero funcionamiento
del capitalismo no se puede reconocer en los países en los que está desde hace mucho
tiempo implantado, ya que tiende a “naturalizarse” ideológicamente. En las
colonias, en cambio, se constata que la propiedad de dinero y de medios de
producción (maquinaria, tierras, etc.) no permite por sí sola que se consolide
el capitalismo, a falta de obreros que vendan su fuerza de trabajo en ciertas
condiciones creadas. El capital, en
efecto, no es una “cosa”, sino
una relación social de producción, basada en que existan
proletarios, es decir, gente que se ve obligada a venderse “voluntariamente”, al no quedarle ya otra forma de
subsistencia porque las demás les han sido arrebatadas. El capitalismo se cuida
de que haya gente que no pueda –a la que
no se permita, de hecho– tener más propiedad que su fuerza de trabajo. Así
es como la “libertad” puede aparecer para el capitalista como la absoluta movilidad del dinero (“liberalismo”),
es decir, su libertad, creada sobre una base invisible de explotación,
de violencia estructural. Ése es el “pecado original” del capitalismo: hay
que crear pobreza (de unos) para que pueda haber riqueza (de otros). Pero
ello no se reconoce como tal. Por eso en El capital los conceptos de
“alienación” (que Marx deja ya decididamente de emplear, al menos de forma explícita)
y de “ideología” convergen en el de “fetichismo” (que será llamado por el
marxismo posterior “cosificación”
o “reificación”), esto es, el
modo en que las relaciones sociales
son vistas como relaciones entre cosas, en que el resultado del
trabajo se aparece como una natural “propiedad privada”, algo que “siempre ha sido
así”. De ahí la célebre expresión marxiana: “no lo saben, pero lo hacen”.
Las verdaderas relaciones sociales, así pues, no pueden
aprehenderse –ni, por tanto, modificarse– desde el interior de la
supraestructura, en la que todo es
ideológico; sólo podrán alcanzarse conociendo la infraestructura económica,
nivel en el que habrán de hacerse los cambios precisos para poder así modificar
el conjunto de la sociedad. La ciencia
(como Marx pretende que sea la economía política, la verdadera “ciencia
de lo histórico”) debe descubrir las verdaderas condiciones sociales de
producción, las cuales encubren una violencia constitutiva. Al contrario
que la economía “clásica” (liberal), una teoría empirista que se limita a describir
su objeto tal y como éste funciona en condiciones “normales”, el análisis
marxiano pretende ser estrictamente
científico: tiene que poder explicar su objeto, con carácter predictivo,
por lo que no sigue un método empírico-genético, sino otro ideal-constructivo (esto
es, que produce un concepto del que deduce hipotéticamente consecuencias
que luego verifica). Como señala Althusser, Marx busca la estructura en
la que enmarcar todo fenómeno, estructura en la que no hay una causalidad
lineal, sino estructural –no aparece como
tal–, y por ello invisible (o sea, que lo que determina los fenómenos es lo mismo que hace que no reparemos en
su determinación). Semejante proceder científico, para serlo, debe producir
a priori el concepto que dé cuenta de esas relaciones no lineales que
permiten comprender lo empírico. El materialismo de Marx, por tanto, tampoco es
“empirismo” ni “positivismo” alguno, sino la aplicación a un corte
sincrónico de la historia (nunca a ésta en su totalidad, lo cual es
imposible) del método hipotético-deductivo, en busca de las estructuras que
permiten comprenderla.
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