Marx es considerado el padre del socialismo
científico, el cual es “científico” sólo en la medida en que es materialista.
El materialismo (doctrina que surgió en la Antigüedad de mano de los atomistas
y que resurge en la Modernidad, con especial impulso a partir del siglo XIX) se
opone, por un lado, a toda forma de utopismo o voluntarismo
histórico, que considera ingenuos e irreales, y por otro lado al idealismo.
En efecto, Marx, afín en su juventud a los llamados “hegelianos de izquierdas”
–como Feuerbach–, pretende en su madurez oponer una teoría científica al mero
pensamiento especulativo. Esto es: busca las verdaderas condiciones históricas de producción de lo real, las cuales deben
constituir un conocimiento concreto y efectivo (con carácter predictivo), y no una
mera justificación o crítica abstracta de lo que hay. Semejante empeño, sin
embargo, no debe ser confundido tampoco con el mecanicismo (como el
defendido por los racionalistas), que pretende reducir todo fenómeno a
relaciones causales lineales (aunque los propios racionalistas, por lo general,
no fueron muy coherentes, sino que introducían ad hoc causas finales,
mezclando la ciencia con la teología). Tampoco ha de confundirse con un materialismo
craso; Marx no contrapone la “materia” al “espíritu” como sustancia última
de la realidad, no sustituye un monismo por otro, al modo del “materialismo
crítico” de Feuerbach –que es una simple inversión del idealismo hegeliano, por
lo que mantiene vigente el mismo tipo de explicación que daba aquél, sólo que
cambiando lo infinito (espíritu) por lo finito (materia).
El materialismo de Marx es ante todo metodológico, pues sostiene que la
conciencia no es lo determinante de los procesos reales, es decir, que el
sujeto no es ontológicamente superior al objeto; antes bien, la propia
conciencia (cuya realidad Marx no niega jamás) es parte de un vasto todo de relaciones
no sometidas a unidad o concepto últimos. Es decir, que no hay “absoluto”
alguno: todo elemento del sistema (sea “objetivo” o “subjetivo”) se define por el
juego de oposiciones en el que entra con respecto a los demás elementos, juego que
es siempre coyuntural y cambiante. Por ello la exterioridad (espacio) siempre
determinará la interioridad (tiempo); el espíritu es una parte de lo material, no algo “anterior” o “exterior” a lo
objetivo. Esto se traduce en la negación de toda teleología histórica por parte
del materialismo marxiano, que se centra en cortes sincrónicos en la
historia para su análisis inmanente, y no tanto en su diacronía o secuencia
histórica. Para Marx, ciertamente, no hay “leyes históricas”, sino leyes de
un momento histórico concreto (así es como debe entenderse el tan
malinterpretado “materialismo histórico”), válidas sólo para éste, en función
de su articulación interna. El concepto de “materia”, de hecho, le sirve para deconstruir toda teleología –y con ella,
toda teodicea–, al poner el conflicto (la irreductibilidad de
las partes dadas) como generador del sentido de lo que ocurre.
Así, la crítica materialista al idealismo
pretende, simplemente, ir de lo abstracto a lo concreto, esto es, eliminar
todas las mediaciones de la conciencia que se han interpuesto entre la ciencia
y su objeto. La contradicción lógica que Hegel encontraba en la
conciencia es sustituida por la contradicción real, material, que se da
entre clases sociales antagónicas, sobre las cuales no se puede hallar
ninguna unidad resolutoria. Sólo un conocimiento efectivo de ese antagonismo (y
no de su reflejo lógico, proyectado en lo inteligible, como “esencia” de una
“realidad contradictoria” que sólo sirve para legitimar la opresión) permitirá –si
se producen las condiciones necesarias– superarlo para pasar al siguiente momento (con sus propias contradicciones) y alcanzar una mayor emancipación (en ello consiste el también a menudo mal
entendido “materialismo dialéctico”, la praxis
del pensamiento marxiano que, en realidad, fue más desarrollada por
Engels, y sobre todo después por Lenin). Se trata de poner en práctica la célebre undécima Tesis sobre
Feuerbach: “Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el
mundo; todo depende ahora de transformarlo”. Con esto Marx no sólo critica el
idealismo hegeliano y sus derivas, sino, en general, todo el pensamiento
ilustrado, burgués en el fondo, ya que la igualdad formal (derecho) que
defiende sólo encubre la desigualdad material (económica); pero sin
igualdad material no puede haber libertad alguna. La única emancipación
posible se basa en la reapropiación del trabajo enajenado, enajenación que se
oculta tras un supuesto “estado natural” de las cosas, esto es, que encubre las
condiciones reales de venta de la fuerza de trabajo.
Según Marx, todas las relaciones sociales son en
el fondo relaciones económicas; todo proceso sociopolítico responde al
proceso de producción y circulación de los bienes necesarios para satisfacer
necesidades (o lujos), por lo que comprender adecuadamente el concepto de valor
–clave de bóveda de la economía– será lo primero y fundamental a la hora de
describir el mundo (algunos autores hablan por ello de una “ontología del
valor” en Marx). Así es como comienza El capital. En el mundo
capitalista –el nuestro–, todo cuanto hay –el “ente”– es una mercancía
intercambiable por otras, o por su “forma dinero” abstracta. Todo es, por
tanto, expresable como magnitud; no
hay nada puramente cualitativo. Pese a
ello, Marx diferencia en la mercancía su “valor de uso” o cualitativo (la utilidad
de la cosa, su forma de satisfacer necesidades; sin éste, no sería nunca intercambiable)
de su “valor de cambio” o cuantitativo (expresado en la fórmula xA = yB = zC),
expresión de una “sustancia-valor”. El primero sostiene al segundo, pero el
segundo es la homologación en cuanto real
de lo que hay en el mundo. Ahora bien, ¿en qué consiste dicha
sustancia-valor? ¿De dónde proviene? ¿Cómo medirla? La respuesta es sencilla: toda
mercancía es resultado de un determinado trabajo (es “trabajo
cristalizado”); la sustancia-valor depositada en ella no es otra cosa que la
cantidad de “trabajo abstracto” empleado en su producción (un tiempo de
trabajo homologable en función de los medios técnicos disponibles en ese
momento). A su vez, añadamos que la “forma-valor” abstracta (abstracción de una
abstracción) es el dinero. Pues bien, el “capital” es el dinero que
se invierte en la obtención de más dinero, con total independencia de la
mercancía intercambiada (cuyo valor de uso sólo es relevante en la medida en
que la mercancía tiene que servir para algo, tener una utilidad, para
ser intercambiable). Es decir, valor
que se transforma en más valor, según la fórmula D–M–D’ (siendo “D” dinero
y “M” mercancía, y dando por hecho que D’>D). A ese incremento de valor (que
no es de por sí lo mismo que la ganancia o beneficio, esto es, el
resultado de “liquidar” ese valor), o ∆D, es a lo que Marx denomina
“plusvalor”.
Lo más relevante del análisis marxiano del valor
es lo siguiente: en la fórmula D–M–D’, lo que permite mantener esa dinámica de
crecimiento no es el intercambio en el mercado, esto es, la diferencia de precio
entre la inversión y la venta (regida por la “ley de la oferta y la demanda”, o
para ser más técnicos, de la “utilidad marginal decreciente”). Dicha diferencia
sólo evidencia que hay otra diferencia anterior
y fundamental: una diferencia de valor.
En realidad, dice Marx, el mantenimiento de esa dinámica del capital radica en el
proceso mismo de producción –por
tanto, antes de llegar al mercado–, y requiere una M tal que su valor
de uso sea precisamente trabajo, esto es, capacidad de producir valor;
esa M es la que produce el plusvalor (∆D). Pero ello quiere decir que el
plusvalor no se obtiene de la mercancía producida, sino de otra “mercancía”
empleada en el proceso: la fuerza de trabajo del trabajador, la única M cuyo
valor de uso es producir M’, es decir, más mercancía, la cual sin embargo
ya está “pagada de antemano” por un precio que es el salario (la
cantidad imprescindible para reproducir la fuerza de trabajo por una jornada más). Sólo gracias a
esta M’ se consigue D’. El trabajador es, de hecho, la fuente del plusvalor, el
motor que permite su constante incremento. Este plusvalor, a su vez, puede ser “absoluto”
(basado en un aumento del tiempo de trabajo, lo que también aumenta los costes
de producción) o “relativo” (basado en la disminución del tiempo y el aumento
de la productividad). Este último es el útil al capitalismo, el que se traduce
en un verdadero incremento del valor, y por tanto en una mayor ganancia.
La fórmula general del capital, que desglosa sus componentes, es C = c + v + p, siendo “C” el capital total, “c” el capital
fijo (la inversión en instalaciones, maquinaria, materia prima, etc.), “v” el capital
variable (inversión en mano de obra) y “p” la plusvalía obtenida, que
evidentemente –según Marx– no procede de “c”, pues su valor no se reproduce,
sino más bien se consume, por lo que no es fuente de valor alguna. El plusvalor
se origina en la “mercancía” trabajador: la “tasa de plusvalor” es la fracción
útil de la fuerza de trabajo empleada (p / v), teniendo en cuenta que hay que
alimentar al trabajador para que reproduzca su fuerza de trabajo. La ganancia,
en suma, no se produce en el mercado (por la ley de la oferta y la
demanda, tal y como defiende la economía liberal), sino que se limita a
cumplirse en él. Esto es, que para que el dinero, forma abstracta del
valor, pueda ser tal, las mercancías vendidas tienen que ser intercambiables
con otras –al tener valores equivalentes–, de forma que el comprador esté
dispuesto a hacer la transacción. El mercado es la verificación, a posteriori,
de la homologabilidad de la mercancía como “trabajo abstracto” útil. El
plusvalor no es, así pues, una diferencia de precio
(inversión/beneficio) en el mercado, sino una diferencia de valor
producida por la enajenación de la fuerza de trabajo del obrero, al que
se le paga un salario que nunca corresponde al trabajo realizado –pues entonces
no habría beneficio–, mientras que todo el valor producido pasa a manos del burgués.
El capitalismo (recuérdese que, al menos de momento, seguimos hablando del decimonónico) es un modo de producción que, tras
la fachada de la libertad y la igualdad de cada individuo, presupone un
sometimiento de los trabajadores igual o peor que el del esclavismo de la
Antigüedad o la servidumbre medieval. El proletario, mano de obra sin
cualificación, vive y trabaja en condiciones infrahumanas, y no tiene derechos reales. Es una pieza de la maquinaria social perfectamente prescindible y reemplazable (como, por otro lado, lo es también el burgués, una mera encarnación de
categorías económicas; sólo que éste es el beneficiario del sistema), como las mercancías que produce. Dichas mercancías, además, son totalmente ajenas al trabajador, a su propia existencia, con la que no guardan relación alguna. Se da así un absoluto
extrañamiento del proletario con respecto a su propio trabajo, con respecto a la
cristalización de su propia fuerza de trabajo: su trabajo no le pertenece, ni siquiera en parte. Sin embargo, el
ser humano, considerado desde un punto de vista materialista, no es otra cosa que su trabajo, que lo que
hace. La poíesis es nuestra dimensión
fundamental, en la medida en que somos el animal que transforma el medio para
satisfacer sus necesidades, y esa transformación del medio (naturaleza) que da lugar a
nuestro mundo es precisamente el trabajo, la
suma del trabajo colectivo de la especie. Pero cuando el trabajador está
totalmente separado de su trabajo –quizá ni siquiera entiende qué es lo que está
produciendo, de tan segmentado y mecánico que el trabajo se ha vuelto–, siendo éste
como es su esencia, cabe decir que su vida no le pertenece. Pertenece al
capitalista, quien por un escaso salario compra
al trabajador mismo (esa fascinante mercancía productora de valor), al comprar todo lo que hace en una jornada. Nada más queda, salvo la pura biología de un cuerpo que come, excreta, se aparea y duerme.
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