El yihadismo es un cáncer que debe ser erradicado por todos
los medios. Uno no tiene miramientos con un tumor. Usa el bisturí y después la
quimio o la radioterapia que sea necesaria para terminar de eliminarlo e impedir la temida metástasis. Ahora bien, este tumor tiene
un problema añadido, y es que lo hemos
creado nosotros. Cierto es que una vez creado tiene que ser extirpado; de
lo contrario nos matará. Pero lo que no podemos hacer es intentar eliminarlo mientras
seguimos con las mismas prácticas que lo reproducen, una y otra vez. Y
Occidente produce terrorismo islámico todos los días. No sólo porque haya
creado ciertas condiciones socioeconómicas, políticas y culturales que
propician su surgimiento, sino –y esto es lo esencial– porque además lo financia y lo arma con ciertos fines, para
después escandalizarse cuando emplea su entrenamiento y armas con otros fines
que no sean los previstos. Los llamamos terroristas cuando nuestros
sicarios se vuelven contra nosotros. El resto del tiempo no los vemos como
tales; hasta los llamamos “combatientes por la libertad”.
Aunque las corrientes del islam que dan amparo ideológico al
yihadismo son muy antiguas (el concepto de Guerra Santa está en él de forma
doctrinal desde el comienzo, y ha experimentado múltiples reformulaciones a lo
largo de la historia), el fanatismo islámico tal y como hoy lo entendemos surge a finales de los años
setenta y sobre todo en los ochenta, como parte de la Guerra Fría. Lo que mucha
gente no sabe (y no porque sea un gran secreto, sino por la amnesia colectiva
que hace que haya que repetir la verdad todos los días, una y mil veces) es que
desde los años 50 y 60 varios países musulmanes hoy devastados por la guerra o
el aislamiento económico, y por ello mismo dominados por dictadores o jefes de
la guerra, eran socialistas. Así, por
ejemplo, Egipto, Argelia, Libia, Irak o Siria. El islam posee tradicionalmente una fuerte dimensión
social que llevó a estos países a aproximarse a la URSS, después de la Segunda Guerra
Mundial y en el contexto de la descolonización. El ejemplo de Afganistán, hoy un Estado desaparecido en la
práctica y reducido a condiciones de vida semitribales, es elocuente: las
mujeres eran prácticamente iguales a los hombres en derechos y obligaciones, y desde luego no
tenían que llevar pañuelos, velos ni faldas, ni mucho menos burkas; la economía
estaba socializada y las condiciones de vida mejoraron considerablemente; el
acceso a los estudios básicos y a la universidad estaba garantizado. La gente conducía pequeños coches fabricados en el Este y disponía de amplias libertades y de un alto
nivel cultural. Kabul era llamado “el Buenos Aires de Oriente Medio”, por la
cantidad de teatros y librerías que albergaba. Una situación que EE. UU., como
ya había pasado en el Sudeste Asiático –de donde salió escaldado– no podía
permitir. Había que frenar la expansión del comunismo, y sobre todo, lo más
importante, había que garantizar el acceso a las estratégicas reservas (entre las
más grandes del planeta) de petróleo y gas presentes en esa región del globo. No
podían caer en manos de los soviéticos. El destino de la Guerra Fría, empatada
por entonces, dependía de ello.
De modo que la nueva doctrina inaugurada por las
administraciones Reagan y Thatcher, los gobernantes que han dejado el mundo
como está, tan nocivos para la historia reciente como lo haya podido ser Hitler
(pero que el capitalismo disfraza de héroes de la libertad), apostó por incendiar esa parte
del mundo. La CIA dedicó ingentes recursos a la financiación de los pequeños e
insignificantes movimientos islámicos ultrarreaccionarios que se oponían a la
secularización comunista de sus países. Dinero, equipamiento, entrenamiento,
todo eso se lo proporcionó la inteligencia norteamericana a los muyahidines para
que se enfrentaran al gobierno comunista de Afganistán. Los soviéticos mandaron
tropas para contener esa insurgencia, y tuvieron su Vietnam. Salieron
derrotados del avispero de Oriente Medio, que nadie ha podido controlar desde
entonces. Después los talibanes se impusieron en los noventa a los muyahidines,
que no eran lo suficientemente fanáticos, y se cerró ese círculo vicioso por el
que un país que es devastado queda siempre en manos del más radical; un círculo
casi imposible de romper. Lo que pasó en Afganistán es un caso muy determinado,
y cada país de la región es distinto, como lo es la interpretación del islam
dominante en él. Pero la historia se repite con ciertas constantes en todos ellos:
o son teocracias salafistas aliadas de EE. UU. (caso de Arabia Saudí) que
emplean la religión para combatir al resto de visiones del islam (porque el
enfrentamiento es principalmente entre
musulmanes, que viven en una perpetua guerra religiosa por la
interpretación de la doctrina, y en consecuencia, del modo de vida y de
gobierno a imponer), o dictadores laicistas puestos por la CIA para controlar
la región y hacer de dique de contención del fundamentalismo que ella misma
puso en marcha (casos de Irak o Egipto), a los que en cierto momento se decide
eliminar, o son Estados fallidos de los que se han adueñado tribus fundamentalistas
cuya expansión es viral (el ya citado caso de Afganistán, y desde luego el
surgimiento del Estado Islámico en las ruinas de Irak y Siria tras su
destrucción por parte de la OTAN). Occidente ha creado un fenómeno que no es
capaz de contener, con lo que intenta mantenerlo en la región y dividirlo, o
inclinar la balanza de sus conflictos internos del lado de la facción más
favorable –o menos desfavorable– a sus intereses. No se intenta erradicar, sino
utilizar.
Las guerras de Irak, Libia o Siria, para eliminar a
dictadores que contenían el integrismo pero desafiaban a EE. UU. (socialistas
árabes como Husein, Gadafi o al-Asad), han creado el nuevo fenómeno de la
guerra fratricida entre musulmanes que después llega a Occidente y atenta en
nuestras ciudades contra los “enemigos del islam”. La yihad nacionalista deja paso a la internacional. El Estado Islámico
es un producto made in West, no sólo
porque surge como consecuencia de la devastación de esos países, que deja a
millones de musulmanes fanatizados por el odio a los países que los bombardean,
así como a exmilitares sin mandos a los que obedecer y con ganas de venganza; sino
porque además resulta más que sospechosa la intervención de EE. UU. armándolos (hay
testimonios de políticos norteamericanos reconociendo que los equiparon ellos
para derrocar a al-Asad), lo reacio que se muestra a combatirlos en serio, y la indignada reacción de los
países de la OTAN –y de nuestros medios de comunicación, meros órganos
propagandísticos– cuando Rusia ha intervenido en el conflicto. Y encima no
queremos saber nada del éxodo (verdaderamente bíblico) de los refugiados que
huyen de esa parte del mundo que nosotros hemos devastado, y donde el terror
al Estado Islámico hace el resto. Los tratamos como parásitos y nos
desentendemos de ellos, dejándolos morir en nuestras fronteras. Lo que
deberíamos hacer, lo único que podemos
hacer, es conseguir que dejen de querer
venir. Y eso sólo se podrá hacer dejando de lanzar bombas sobre sus casas y
erradicando a los fanáticos religiosos (ya sólo se los puede eliminar, no cabe aquí negociación alguna)
que los decapitan. Pero eso no va a
pasar, porque a Occidente le interesa que existan. Justifica la presencia
allí de la OTAN como policía del mundo, protegiendo el petróleo y el gas, y cada
vez más cerca de las fronteras con Rusia –competencia directa en ese mercado–;
y cómo no, el gasto armamentístico, que mueve la economía global tanto como el
petróleo. El dominio del mundo exige tener
la fuerza, pero también demostrar
periódicamente que se tiene, como advertencia a terceros. Se tiene el poder sobre los demás que se es
capaz de ostentar. EE. UU. necesita guerras para seguir mandando. Puede permitirse
perder muchos marines; entra en el cálculo de pros y contras.
Todo esto explica lo ocurrido en París anoche, o en Nueva York
en 2001, en Madrid en 2004, en Londres en 2005. ¿Es terrorismo? Por supuesto.
¿Tenemos que defendernos y combatirlo? Por todos los medios. Pero si no queremos
que se reproduzca como la cabeza de la hidra, una y otra vez, tenemos que ir a
las causas, no a las consecuencias, a la superficie. Lo de anoche de París,
aterrador, es un día cualquiera en Siria. Todos los días mueren cientos de
personas por la guerra y el terrorismo en los países de Oriente Próximo y Medio;
lo que ocurre es que éstas nos dan igual. Vemos las monstruosidades que ocurren allí, en nuestro televisor o en la pantalla del ordenador, como algo muy lejano. “Cómo está el mundo”, “allí se matan los
unos a los otros”, “son unos bárbaros”, etc. Lo vemos como una catástrofe
natural, como algo que ocurre “porque sí”. Que a nadie le quepa duda: estamos
en guerra. Pero es que no hemos dejado de
estarlo desde la Segunda Guerra Mundial. El capitalismo necesita para
existir una guerra constante, así que la alimenta, y ésta escapa a su control de
forma puntual. El fenómeno del terrorismo islámico sólo puede entenderse como
el de un bando, en una guerra, que no dispone de portaaviones, misiles de
crucero, bombarderos y drones, de un poderoso ejército ni de tanques. Las
bombas caseras salen mucho más baratas. Pero no cometamos el error de pensar
que son los soldados de países derrotados luchando en la retaguardia de los
vencedores como venganza: son los agentes
del terror alentados –cuando no puestos– allí por Occidente y sus aliados de la zona, cuando cambian su lógica
(algo fácil en individuos fanatizados, difíciles de controlar, impredecibles) y
la vuelven contra sus creadores. Si queremos combatir la yihad islámica hay que acabar con las
políticas geoestratégicas que la producen. Algo que, como ya he dicho, no
ocurrirá mientras quede una gota de petróleo o de gas en esa zona del planeta.
Y hablamos de décadas.
No cometamos tampoco el error de creer los discursos
oficiales, siempre simplistas y pueriles, dirigidos a una opinión pública
deseosa de revancha; esos discursos que repiten machaconamente que “hay gente
muy mala que quiere acabar con nuestras libertades y nuestro estilo de vida”,
como si ése fuera el móvil que está detrás de todo esto, y no la geopolítica y
la economía mundiales. O el error del extremo contrario, el “buenista”: eso de que los fanáticos
son siempre gente pobre e inculta que viene de países que “aún están en la Edad
Media”. No sólo es un análisis anacrónico (no están en el
medioevo, sino en el siglo XXI, con su tecnología y capacidad de hacer daño),
sino que yerra en lo esencial: los que atentan dentro de nuestras fronteras suelen ser
gente de clase media o media-baja, con estudios –a veces universitarios–, que han
tenido acceso a las oportunidades que da la sociedad occidental. Los atentados
de Charlie Hebdo los hicieron franceses,
no terroristas internacionales. Mientras no se entiendan las raíces del asunto,
mucho más complejo que ese tópico “odian la libertad”, éste no tendrá solución.
Y entretanto seguiremos manteniendo excelentes relaciones
políticas y económicas con países criminales como Arabia Saudí y Pakistán,
aliados incondicionales de Occidente frente a otros vistos como “el Mal”. Seguiremos
hablando de Corea del Norte o de Venezuela, que no sólo no tienen ninguna
relación entre sí, sino que no cometen ningún atentado terrorista ni lo
financian. No. Es el petróleo y el mantenimiento de esa dependencia energética lo
que está detrás del terrorismo yihadista, el cual durará lo que dure dicha dependencia. Después
Oriente Medio perderá toda importancia. Una zona del mundo que tiene que ser
constantemente desestabilizada para justificar la presencia allí de EE. UU. y
el mantenimiento de ciertas monarquías teocráticas que están entre las peores
dictaduras del planeta (con las que nuestras empresas hacen jugosos negocios, y
que nuestros medios de comunicación no se pasan el día entero denunciando). Todo para mantener
ciertos lobbies todopoderosos y por puros motivos geoestratégicos, para que no se nos acerquen otras potencias
económicas rivales como Rusia o China. Y los atentados, sean en Jerusalén, en
Damasco o en París, se seguirán repitiendo. Son sistémicamente asumibles, y a veces
hasta políticamente rentables.
© David Puche, 2015. Contenido protegido por SafeCreative. Se permite y agradece su difusión, siempre que su procedencia sea debidamente reconocida y enlazada.
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