Una cuestión esencial para entender el proceso de creación
literaria es la procedencia de la
experiencia que el escritor modela, a la que –si cabe llamar a lo que hace
“arte”– ha de dar una forma universalmente reconocible. Hay una inmensa
diferencia, que explica que se pueda hablar –como creo que se puede hacer– de
una cierta decadencia de la literatura, y de las artes en general, en los
últimos setenta años (cuyas excepciones brillan tanto más cuanto mayor es esa
“estandarización” de la producción): en efecto, pienso que el origen de esa
decadencia de la literatura –quedémonos con ésta– ha de ser buscado en la
progresiva sustitución de la experiencia
vivida, densa, de la que los escritores frecuentemente podían presumir
hasta el siglo XIX e incluso hasta mediados del XX, por la construcción de la narración
a partir de la propia interioridad, de una
conciencia alimentada, precisamente, por una cultura “novelesca”; así, la
subjetividad moderna con la que apareció la novela terminaría llevándola al
encierro en sí misma, al solipsismo y la retroalimentación, señal inequívoca de
falta de vida e irrealidad. Ello se hace patente, por ejemplo, en el giro
progresivo hacia la narración en primera persona –forma vieja y perfectamente
válida, pero llevada ya al agotamiento absoluto–, desde el prisma de una única
psique encerrada en sí misma que describe unilateralmente el mundo que la
rodea. El origen de tal “cierre autorreferencial” de la literatura se podría
rastrear en la literatura francesa del XIX, esa literatura, como decía Ortega, producto
de unas “cadenas de montaje literarias”, entendida ya como “industria cultural”
–aunque la expresión no se empleara todavía–; la literatura del “arte por el
arte” empeñada, sobre todo, en cultivar el preciosismo. Sé que esta tesis es
piedra de escándalo entre amplios círculos literarios (recuerdo a una antigua
amiga, muy entendida en la materia, o de eso presumía, que decía que sólo hay una Literatura, que es la
francesa del siglo XIX); pero para mí hay un brillo de ocaso –por lo demás
cegador, sin duda– en un Balzac, un Stendhal o un Flaubert. Encuentro más bien las
auténticas fuentes de lo literario en
los “hombres de mundo”, como Cervantes o Goethe, o en tiempos más recientes Conrad
o Malraux, autores embebidos del elemento universal de la experiencia. Hubo una
época en que la literatura narraba los viajes realizados. Pero después pasó a
ser la sustitución del viaje que no se ha emprendido –en una época en la que,
por lo demás, se puede haber viajado todo lo que se quiera como “turista”; pero
el viaje ya no es sinónimo en modo
alguno de aventura, esto es, de transformación.
En nuestro tiempo, al que no le han sido dados ya grandes
aventuras ni descubrimientos (el bosón de Higgs no ha trastornado precisamente
la conciencia colectiva), el arte ya no se maravilla ante el mundo, sino que se
refugia en la interioridad, en la memoria y la imaginación; es conocida la
frase de Tolkien acerca del “humus de la mente” del que brota la escritura, ese
suelo nutricio al que han ido a parar los restos descompuestos de todo lo que
alguna vez se ha visto, oído o leído. Vida muerta, por tanto. Pero si ésta es
una época literariamente (y quizá en todo lo demás) decadente, no nos queda
otra que dejar rodar esa decadencia y ver qué resulta de ella. De los escombros
culturales con los que trabaja surgirán las formas futuras del arte, aunque éstas
sean imposibles de predecir hasta que no hayan aparecido, claro. En cualquier
caso, la novela es un género eminentemente moderno, uno de los rasgos culturales
de nuestra época: es, de hecho, su forma
básica de literatura. Y ciertamente seremos modernos y burgueses –cuanto
menos, pensaremos en lo esencial como burgueses–, y dará igual lo mucho que
queramos vernos como “post-” y “anti-”, mientras, entre otras cosas, escribamos
y leamos novelas; mientras no veamos más allá de la novela como tipo ejemplar
de literatura. Qué pueda sustituir a la novela en el futuro, como ella sucedió
a otros géneros, es algo que no alcanzamos a ver. Pero tendrá mucho (todo) que
ver con la tecnología que sirve de soporte de la información y del modo en que
dicha tecnología permite combinar texto, imagen y sonido en nuevas formas de
percepción del mundo. Actualmente las posibilidades de los soportes de la
información ya exceden con mucho lo que en la práctica se está haciendo con
ellos; todavía no hemos aprendido a aprovechar ni una pequeña parte de aquéllas.
Pero llegará quien lo haga.
Sea como sea, y retomando el tema de esta reflexión, la
memoria es, sin duda, el refugio del escritor, como la razón lo es del
filósofo. Todo proviene de ella, deliberadamente deformado o no, pues la
memoria posee filtros muy finos. Ella decide cómo llegan los hechos hasta
nosotros. Por lo general no recordamos tanto las cosas que han ocurrido, como
las impresiones asociadas a ellas. Más que la cara de una persona, recordamos
cierto gesto que nos llamó la atención; una efímera nota, accidental, que
marcará para siempre lo que vemos cuando volvemos a mirar ese rostro o cuando
lo recordamos. Más que un lugar, recordamos un olor que en aquel momento nos
atrajo o nos produjo repulsa; ya no podremos separar esas impresiones. El
filósofo analiza, desmonta, abstrae; mientras que el escritor, el poeta,
sintetizan, funden, confunden
impresiones. Métodos, caminos opuestos: el concepto contra la metáfora. Y sin
embargo, caminos que llevan, en última instancia, al mismo destino. Eso es lo
maravilloso, lo fascinante de tal comparación. Por eso, como ha sostenido la
filosofía desde antiguo, la verdad y la belleza son intercambiables, son
atributos trascendentales del ser.
No obstante, y esto es digno de atención, el escritor no
está atrapado en su propia memoria.
Ni él ni nadie. La memoria es algo compartido, colectivo, patrimonio de
familias, pueblos, países... de la humanidad, hasta cierto punto. En ese
carácter general, universal, radica también la posibilidad del engaño, de la
desfiguración, de la falsa memoria. La identidad se sostiene sobre la memoria,
y del falseamiento de ésta resultan las falsas identidades (¿no lo son todas,
en gran medida?). Somos lo que creemos
ser; toda identidad es en realidad un constructo a posteriori. Pero en
cualquier caso, es por ese carácter compartido, orgánico, viviente, de la
memoria, por lo que el escritor puede acceder al acervo común de recuerdos,
anhelos, frustraciones y demás, que conforman al ser humano –al menos, a un
determinado subgrupo de seres humanos–, y componer con ellos una historia que diga verdades a través de engaños.
Porque esa memoria colectiva también recuerda las impresiones asociadas a los
hechos más que los hechos mismos (¡mucho más que la individual!); por eso
entiende mejor, y de hecho prefiere, que se le muestren esos gestos y esos
olores, y no hechos y más hechos. El escritor toma materiales de la memoria
colectiva y se los devuelve elaborados, decodificados.
La verdad implícita en ellos puede verse al fin con más claridad; la narración
ordena esa experiencia común y se integra en ella. El principio de falseamiento –permítaseme que lo llame así–, establece
que sólo hay “literatura” cuando se
retuercen y desfiguran los hechos hasta no dejar reconocibles los originales;
eso sí, bajo la belleza formal cuya consecución, de hecho, ha de ser una y la
misma cosa que ese proceso de deformación. Lo concreto, real, debe devenir
metáfora, alegoría. Oportunidad para revelar lo universal en lo particular.
Incluso debe procurarse que todo intento de análisis, de reconstrucción del
material original, sea engañoso y recaiga de nuevo en el juego creativo. El
escritor teje laberintos y se acomoda en su interior, como ilustró Kafka en La guarida con absoluta perfección. Si el
artista es bueno, todo intento de hacer un psicoanálisis de su obra debería
fracasar, más allá de algunas generalidades obvias.
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