Toda gran novela es, aparte de una historia digna de ser
leída, un manifiesto acerca de la propia literatura, del ejercicio mismo de la
escritura; constituye una narración no sólo de determinados sucesos, sino ante
todo de ideas. Los personajes, si están bien construidos, encarnan
conceptos, y la trama ha de mostrar a qué resultados conduce una determinada
combinatoria de éstos. La forma y el contenido se exigen mutuamente para que esto
resulte; si uno de los dos componentes falla, fallará el todo, y no habrá arte. Es difícil –aunque no imposible, y
hay sobrados ejemplos de ello– dar una gran forma a un contenido pequeño, y es
muy fácil, por el contrario, arruinar un gran contenido con una forma mediocre.
Pero en las grandes producciones literarias existe una perfecta reciprocidad
entre el contenido y la forma: de hecho, en éstas la propia forma termina siendo contenido. En ese círculo se juega el
estatus de la obra. Toda genuina literatura es reflexión sobre sí misma.
La literatura es pensamiento, en efecto. No una simple
forma de ocio, como hoy parecen casi todas las formas de eso que muchos llaman
“la cultura”. No es ocio para el que lee ni para el que escribe, sino un
esfuerzo –gratificante, sin duda–. Una novela de verdad no es algo que uno lee
cuando se aburre: con la auténtica literatura se aprende. Se conoce mejor al ser humano, desde nuevas y distintas
perspectivas. Toda novela que merezca tal nombre, por pequeña y modesta que
sea, por poco ambiciosa que parezca su trama, retrata todo un mundo, moviliza
con sus personajes todos los sueños, los temores, los cánones estéticos y
morales, las frustraciones, etc., de una época. La auténtica psicología y la sociología están en la literatura; se
aprende mucho más leyendo (leyendo bien,
que es lo que no se suele hacer) una buena biblioteca de clásicos –cien, o tal
vez doscientos libros– que con muchas carreras universitarias. Ésa es la
esencia de la literatura. Porque la literatura es una forma de sabiduría;
aunque es difícil defender esta afirmación cuando ha devenido producto para el
ocio, para el entretenimiento. Pero algo de ello se admite, por la industria
misma, en esa distinción que editoriales y librerías hacen entre “literatura” y
“narrativa” (que responde a la actual dicotomía entre cultura y ocio).
La literatura es la heredera del mito –que antaño
explicaba la realidad– en el mundo secularizado; toma su relevo en una época en
la que, precisamente, ya no hay un mundo
en común, en la que no hay un orden invariable de las cosas, en la que
ningún discurso tiene alcance universal para convencer a todos y ponerlos bajo
un proyecto colectivo. Cuando ya no puede
haber grandes mitos, surge la literatura; por eso ésta, tal y como hoy la
entendemos, es hija de la Modernidad. En efecto, sólo con la Modernidad aparece
la novela, su forma fundamental. En un sentido lato se puede decir que Homero o
Hesíodo, Horacio o Cicerón, Dante o el autor del Cantar de mío Cid,
fueron literatos. Pero, estrictamente hablando, no lo fueron. Ellos retrataron el mundo que los rodeaba,
incuestionable, sólido como una roca. Un mundo compartido por todos sus
contemporáneos, quienes se veían reflejados en esos escritos o narraciones
orales, y comprendían perfectamente su sentido, que les era inmediato. El poeta
era quien decía bien las
cosas; pero las cosas, por así decirlo, estaban
ya presentes. Por eso la originalidad no era un valor esencial de la
“literatura” de aquel mundo premoderno: porque lo dicho, en cierto modo, pertenecía a todos, era un patrimonio común.
Eso es lo que cambia con la Modernidad, con el
cuestionamiento de la tradición y de la autoridad; con el giro solipsista hacia
la individualidad, hacia la conciencia subjetiva; con la secularización. El
arte, en general, ya no retrata un mundo dado sin más; ese mundo se quiebra, se
esfuma, y el arte empieza a tomar conciencia de sí mismo como productor –que no reproductor– de realidad. Ejemplo paradigmático de ello es el Quijote, ampliamente considerado la primera
novela: narra las aventuras de un
loco, esto es, un hombre sin mundo (o lo que es igual, en su propio mundo, un
mundo que no es compartido) que no se da cuenta de que los antiguos cánones y
valores ya no rigen. Todo ello acompañado de las reflexiones de Cervantes
acerca de la escritura –ese metarrelato, pura ironía acerca del propio autor,
que se superpone al relato del hidalgo– y, cómo no, del prurito de originalidad
que le lleva a escribir la segunda parte contra Avellaneda. En la Modernidad las
obras, así pues, dejan de ser partes inseparables de un mundo y se convierten
en instancias independientes; la belleza por la belleza y la originalidad, el
sello personal del autor, comienzan a ser consideradas lo fundamental. Este
proceso progresivo de escisión terminará convirtiendo el arte en pieza de museo
o en objeto de mera contemplación estética, cosas que nunca hubiera sido en otro tiempo, cuando su función era muy
distinta de “embellecer el mundo” o “entretener”.
Sin embargo, nunca se ha reducido del todo a tales cosas:
el auténtico arte aspira a ser más que objeto de coleccionista o de disputa en
la tertulia de burgueses pedantes. Una cosa es lo que se haya hecho del arte y
otra lo que el arte pueda y deba ser. Pese a que ya no exista un mundo dado que
retratar sin más, lo que el arte –y especialmente la literatura, cuya materia
es la palabra, con lo que se aproxima al lógos bíblico– debe hacer
es contribuir a la reconstrucción de un
mundo con sentido para los seres humanos; reescribir las narraciones
dominantes ya obsoletas, debido a las crisis periódicas que éstas sufren y que
las obligan a reestructurarse. La
literatura es el mito particular, surgido de la experiencia del escritor;
es su explicación de la realidad, con la cual aspira a seducir a otros e involucraros en su visión del mundo. Y aunque
cada escritor construya así su propio mito, lo cierto es que esos mitos siempre
serán comunicables; siempre habrá túneles y pasadizos que lleven de unos a
otros. Una nueva experiencia colectiva resulta así posible, la cual ha de
entretejerse en una red cada vez mayor: la vieja “república de las letras” debe
adaptarse a las exigencias de la “sociedad de la información”; el texto ya sólo
puede entenderse como segmento de un
infinito hipertexto.
La literatura es, como la filosofía, una forma de organizar la experiencia en su totalidad.
Su objeto no es solamente un determinado campo, como lo es para las ciencias
empíricas, sino todo aquello que atañe al hombre (“Homo sum, humani nihil a me alienum puto”).
De hecho, tanto la filosofía como la literatura buscan una respuesta a la
pregunta “¿qué es el hombre?”, sólo que la filosofía recurre a conceptos, y la
literatura a imágenes, a ejemplos concretos. Podría decirse que son hermanas. La
buena literatura, ciertamente, narratiza ideas;
no es, ni puede ser, ese mero “placer de contar historias” tan cacareado por
autores mediocres. Es más bien un deber
a realizar por quien tiene la capacidad –la compulsión,
seguramente– para ello.
Naturalmente, tan importante como señalar su afinidad es
mostrar lo que diferencia a la literatura y la filosofía. No hacerlo ha llevado
en el último medio siglo a confusiones debido a las cuales es la filosofía –hay
que decirlo– la que normalmente ha salido perdiendo. Esa diferencia radica en
cómo tratan cada una lo particular y lo general, los hechos concretos y los conceptos
universales. Es decir, la diferencia está en cómo llega cada una a la verdad. La literatura miente, fabula,
imagina, deforma, adorna, etc., a partir de lo concreto, que es elaborado como ficción –de lo contrario, cuando
pretende ser crónica fiel de acontecimientos reales, la literatura corre el
riesgo de dejar de serlo, tornándose
superflua, o peor aún, aburrida–. Sin embargo, a través de semejantes ficciones,
dice grandes verdades (las encuentra,
las rescata, nos las devuelve desde su olvido) acerca de lo universal. Mintiendo acerca de lo particular, y sólo
gracias a ello, puede la literatura exponer lo universal; por eso sus personajes
y sus historias son esquemas de “lo genérico” en el hombre, de la condición humana. En ello difiere
esencialmente de la filosofía, que necesita conocer lo concreto y mostrarlo tal
cual es; que, de hecho, se aleja hacia lo universal y abstracto para poder
comprender desde allí lo particular. La literatura no: crea imágenes ejemplares
para poder saltar desde ellas a lo eterno –en la medida en que se pueda hablar
de algo así en relación al ser humano–. Necesita crear el decorado en que lo
pueda mostrar, en que pueda hacerse reconocible. Son los incapaces de dar una
forma plástica a eso universal los que se contentan con relatar sus pequeñas historias
insignificantes y presumen de su insignificancia.
Así pues, sólo gracias a la ficción, a su fuerza
figuradora, creadora de imágenes, puede la literatura mostrar la verdad. Necesita dar un rodeo por lo irreal. Por
eso es la forma moderna del mito: una
exploración de aquello por lo que el hombre no puede dejar de preguntarse, pero
para lo cual no tiene respuestas. La literatura pretende –cada autor a su
manera, desde su propia biografía– decir la verdad acerca de algo para lo que
no hay una solución última, es decir, una fórmula, ecuación o prueba que
solvente el problema. Por eso no se deja de escribir acerca de las mismas
cuestiones, una y otra vez. Especialmente sobre las que probablemente las
resumen todas: el amor, la muerte y la injusticia.
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