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MUNDO Y SENTIDO

¿Qué sentido tiene la metafísica en la actualidad? Continuamos con la serie de reflexiones sobre esta disciplina que iniciamos en Metafísica y praxis.
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Mundo y sentido | D. D. Puche | Caminos del lógos, web de filosofía contemporánea.



Ontología y metafísica | Artículos

MUNDO Y SENTIDO

La metafísica como comprensión del mundo



©2020 D. D. Puche

La conducta humana, como la de cualquier otro animal, está orientada a la adaptación al medio. Y ello tanto si la consideramos individual como socialmente, puesto que somos un animal gregario y muchas de nuestras conductas sólo adquieren sentido dentro del marco de referencia colectivo ‒la moral, por ejemplo‒. Además, ese medio al que intentamos adaptarnos puede ser natural, ya dado, o artificial, que es creado y sucesivamente transformado por esa misma conducta; pero cualquier entorno artificial deberá a su vez, en conjunto, mantener un equilibrio adaptativo (ecológico) con la naturaleza, o será destruido. Mientras que los medios naturales son, claro está, puramente materiales, los artificiales (eso a lo que llamamos “cultura”) son materiales y simbólicos, pues tienen una estructura interna que remite siempre a lo material, en cuanto soporte necesario, sin ser ella misma completamente material, esto es: una red de significantes culturales. Lo cultural es un nivel de organización de la materia, que va emergiendo como prolongación de otros procesos (físicos, químicos, biológicos, psíquicos); es un nivel más, que presupone el desarrollo evolutivo de una inteligencia considerablemente alta, y posee unas características específicas, propias de su articulación interna. Los niveles anteriores son su sustancia y su límite, pero no determinan su contenido, que resulta impredecible a partir de ellos [1].

Es una mera cuestión biológica, por más que queramos buscarle otro sentido más “elevado”: esas conductas adaptativas producen un feedback que las motiva o inhibe, en función de su éxito o fracaso anterior. Esta “retroalimentación” se traduce en alguna forma de placer o dolor que refuerza, positiva o negativamente, esas operaciones. Ahora bien, dichos estímulos pueden tener una inmensa variabilidad, y evidentemente no tienen por qué ser físicos. La anticipación del placer, sea del tipo que sea ‒como, a la inversa, la del dolor‒, acompaña a la representación mental de una acción que se ha demostrado (o se cree erróneamente) adaptativamente exitosa, la cual aparece por ello como una acción “correcta” [2]. La finalidad de la existencia, considerada desde el punto de vista biológico, es la supervivencia y autoperpetuación; pero la evolución, al haber producido inteligencia y empatía, ha abierto unos márgenes de variabilidad muy grandes que pueden dar lugar a nuevas necesidades (secundarias, terciarias…), que si bien no pueden anteponerse jamás a las primarias, sí pueden introducir conductas imprevisibles desde lo meramente orgánico. La capacidad de transformar el medio crea “burbujas” artificiales en éste, en cuyo interior se da una “libertad” respecto de la más cruda necesidad adaptativa ‒aunque la “burbuja” como tal no lo esté‒. Así es como aparece todo un repertorio de conductas no directamente relacionadas con las funciones más básicas de la vida, las cuales llegan a creerse independientes o superiores a éstas (obviamente, de forma equivocada).


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Aunque el fin primordial de la vida sea durar (es la organización de la materia que se autoperpetúa), y todo lo que conduce a ello se traduzca en placer ‒hablo ahora de animales, claro está‒, la aparición evolutiva de la inteligencia permite sublimar ese placer, es decir, enlazarlo con otros objetos no directamente ligados a la supervivencia. Así, tenemos placeres a) primarios, ligados directamente a la adaptación al medio (alimentación, sexo, afecto, victoria, supresión o reducción de un dolor), y b) derivados, no ligados directamente a ella, aunque desde luego no pueden ir contra ella. Éstos, que son cualitativamente más complejos, pero cuantitativamente menos intensos que los primeros, a su vez pueden ser i) secundarios, cuando requieren de otros para ser disfrutados (son una prolongación de los primeros, en realidad, pero ya no está en juego la supervivencia), a saber, la necesidad de reconocimiento, el estatus social y el poder ‒la capacidad de influir sobre la conducta de otros‒; o ii) terciarios, cuando no requieren directamente de la participación de otros para ser disfrutados (aunque sí fueran necesarios para la producción de sus objetos), o sea, los placeres que hipotéticamente podría disfrutar un Robinson Crusoe: la comodidad (y hasta lujo), por un lado, y los placeres intelectuales y/o estéticos, por otro. Los objetos de estos últimos están extremadamente sublimados, y puede parecer que no tienen nada que ver con lo adaptativo; pero así es, aunque de forma muy indirecta, pues estimulan facultades superiores (inteligencia y gusto) que biológicamente sí están relacionadas con dicha adaptación. Nótese que se ha evitado la clásica división en placeres “físicos” y “mentales”, la cual está mal trazada, puesto que los diferentes placeres son transversales a la misma.

Entre los placeres intelectuales, sólo muy indirectamente adaptativos, pero vinculados con la adaptación de algún modo, está la comprensión del mundo en que se habita. Diga lo que diga Aristóteles, la excelencia del conocimiento más abstracto no radica en su “inutilidad”, pues la necesidad de hallar razones tras los fenómenos está relacionada evolutivamente con la supervivencia ‒un ser infinito, cuya existencia estuviera asegurada, no necesitaría saber nada‒. Estos placeres, tanto los intelectuales como los estéticos, dependen de la representación de sus objetos, aun sin la presencia de éstos; están sublimados en grado máximo. Ciertamente, el placer que despiertan no es comparable en intensidad al de la consecución del objeto (como en el caso, p. ej., de los primarios), pero como pueden experimentarse sin él, son mucho más estables y duraderos, y desde luego resistentes a la frustración de su no consecución. La “comprensión”, en concreto, constituye de por sí un elevado placer, el de ubicarnos en un mundo con sentido, entender su funcionamiento, aunque sea en líneas generales, así como nuestro lugar en él, y así, poder prever con cierto éxito el curso de los procesos principales y en qué medida nos afectarán. El trabajo teórico que conlleva es un tipo de conducta que se ve retroalimentada, como cualquier otra, por el éxito de sus previsiones, o desalentada por su fracaso. 


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Esa comprensión, elevada al máximo grado de abstracción (distancia a su objeto) y sistematicidad (integración de saberes), es la metafísica, la elaboración teórica del mundo, la cartografía del entramado material-simbólico en que vivimos, entendido como una complejísima red de significados. La comprensión produce un sentido, que a menudo, históricamente, se ve “interrumpido”, “colapsa” debido a las transformaciones materiales de dicho mundo ‒más rápidas que las simbólicas‒, que lo dejan obsoleto (eso es el nihilismo, o como prefiero llamarlo, el “desarraigo” [3]). El sentido es la estructuración de la red de significados que componen el mundo, la cual produce un placer, una satisfacción intelectual. Responde a una necesidad humana, y por ello siempre se da en cierto grado (la religión suele cubrirlo en sus formas más sencillas), aunque requiera del cultivo intelectual para ser experimentado en sus formas superiores. Ahí entra en juego, cuando se alcanzan determinados niveles de complejidad sociocultural, la filosofía, entendida como la teoría de lo ideal. Lo ideal introduce conceptos ordenadores en esa red, que aumentan su comprensibilidad, y por tanto el placer intelectual que puede llegar a producir. Y ello con independencia de lo “verdadera” que sea esa construcción teórica, a la cual, como decía en la anterior entrega, sólo se le puede exigir que sea hermenéuticamente potente y dialécticamente sólida; su contenido “verificable” ha de tomarlo de la ciencia de su época, y por tanto ha de evolucionar en paralelo a ella ‒o caer en un escolasticismo vacío.

Podría desprenderse de lo dicho hasta ahora una identificación de “cultura” y “mundo” ‒y, por tanto, una reducción de la filosofía a la antropología‒ que iría contra lo que ya dije en aquel otro texto. Y no es así, aunque en éste no haya introducido todavía de forma precisa la delimitación entre ambos términos. La cultura es un sistema complejo en el que intervienen la biología, la inteligencia (producto de la anterior) y la transmisión intergeneracional (y acumulativa) de conocimientos adquiridos. Pero aquí hay que diferenciar la inteligencia (capacidad adaptativa) de la racionalidad. Ésta no es una “capacidad” distinta de aquélla, sino una operación suya, pero una que requiere un alto desarrollo cultural previo para poder llegar a darse: es la meta-reflexión que trasciende la propia cultura, comparándola con condiciones ideales que nunca se presentan empíricamente como tales. Se eleva así a un métron que primero debe ser construido teóricamente; y de esta forma, se distancia de la cultura natal para elevarse al mundo en cuanto mundo (el ámbito del sentido, aislado de todo particularismo) y exponerlo mediante el concepto [4]. Así, la racionalidad se eleva a la universalidad teórica y abre el territorio filosófico, que ‒específicamente como “metafísica”‒ es el mapeado, la cartografía del mundo, y no ya de la cultura, trabajo de la antropología (o sea, de la ciencia) del que la primera debe servirse, pero para elevarse a condiciones de idealidad.


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Pues bien, como ya mostré en otro trabajo, El materialismo y la posmodernidad, las culturas, que definí allí como “antroposistemas” (ΣA), son funciones de la naturaleza, esto es, formas históricas y convencionales de satisfacción de necesidades naturales, que articulan “capas” o “estratos” de progresiva artificialidad según el contacto más o menos directo con la naturaleza (cada uno de los cuales crea, a su vez, necesidades nuevas y específicas de segundo orden, tercer orden, etc., que no remiten directamente a las primeras, pero han surgido a partir del modo en que aquéllas se lograron satisfacer, aunque luego se crean “independientes” de ellas): de ahí surge la clásica división materialista en infraestructura (ΣA1), estructura (ΣA2) y supraestructura (ΣA3). Los contenidos específicos de cada subsistema no vienen dados por los inferiores, ni mucho menos por la naturaleza “desnuda”, pero sean los que sean, no podrían existir sin ellos, que son sus “trascendentales”, sus condiciones materiales de posibilidad. Hay, por tanto, relaciones asimétricas de dependencia.

Que los antroposistemas son funciones de la naturaleza lo formalizaremos (para intentar aclarar de forma meridiana la diferencia entre “cultura” y “mundo”) así:

ΣA = f(N)

Y como el concepto de mundo (k) es, a su vez, una función de los distintos antroposistemas que la teoría somete a reflexión, cabe decir que

k = f(ΣAα, ΣAβ, ΣAɣ, … ΣAω)

Por tanto,

k = f(fα-ω(N)),

o sea, que…

k = f Rα-ω(N),

siendo “R” el factor racionalidad, esto es, la distancia teórica desde la que se intenta comprender al conjunto en condiciones de universalidad, o lo que es igual, por encima de todas las diferencias particulares, pero a partir de ellas en cuanto contenido necesario. k no puede ser, por tanto, un “objeto”, sino una construcción teórico-simbólica que remite siempre a objetos y relaciones concretas, y en última instancia, a la naturaleza (realidad) que los sostiene y delimita. Dicho en otras palabras, k es un subconjunto de N [5], por más que no sea deducible a priori a partir de N o explicable por su mera legalidad.


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Notas:

[1] El modelo de materialismo que defiendo es un monismo asimétrico. “Monismo” (frente a todo dualismo, pero también frente al “pluralismo ontológico” del materialismo filosófico de Gustavo Bueno), porque asume que todo lo que existe es materia y todo proceso real remite a relaciones materiales que establecen sus condiciones de posibilidad, y además hay un orden de dependencia entre unos niveles de organización y otros, ontológicamente anteriores (y de ahí lo de “asimétrico”), lo cual impide hablar de la “irreductibilidad ontológica” de ningún “género de materialidad” (un concepto ya de por sí metafísico, perfectamente sustituible por una jerarquía de ontologías regionales). Otra cosa muy distinta es que el nivel de organización cultural de la materia (que así cabe llamarlo, literalmente, aunque considero preferible hablar de “antroposistemas” o, de una forma aún más abstracta, “noosistemas”), sostenido y delimitado siempre por relaciones materiales (ecológicas, económicas, tecnológicas), es sin embargo capaz de dotarse a sí mismo de una vertebración interna que no puede ser explicada a partir de éstas; que no es deducible de las leyes de m‒n, aunque nunca puede ir contra ellas (pues son su sustancia y su límite, como decía arriba, pero no determinan a priori su contenido). Podemos entenderlas como causas necesarias, pero nunca suficientes, de su funcionamiento.

[2] Pero… ¿y si el placer acompaña a una acción no adaptativa (y la señala como “correcta”), o el dolor a una no adaptativa (señalándola como “incorrecta”)? Obviando los posibles errores y patologías que podamos encontrar en este campo ‒discordancias con la realidad, ya sean funcionales o estructurales‒, la cuestión es que éste se vuelve inmensamente complejo al introducir el paso del plano individual al colectivo, y con él, la interacción de placeres y dolores resultante de ese complejo, los cuales se van a ver modificados, como vamos a ver, por la vasta red de significados que tejen el mundo, cuya amplitud depende además de los ejes “inteligencia” y “empatía”. Pese a Kant, habría que decir que un saber a priori de lo correcto o incorrecto es imposible.

[3] Desarrollo ampliamente este tema en mi libro, Vivir en el desarraigo. Ensayo sobre la transformación de lo humano (Grimald Libros), de próxima aparición.

[4] Una operación diferente ‒opuesta, de hecho‒ a la realizada por las ciencias, que se alejan también de la propia cultura, pero no por universalización (síntesis), sino por disolución (análisis), y por tanto, no hacia el mundo (ámbito del sentido), sino hacia la realidad material que la sostiene (ámbito de la verdad).

[5] De lo contrario, caeríamos en un erróneo idealismo. Expliquemos esto: a partir de lo explicado, sería factible llegar a este resultado altamente especulativo ‒pero dentro de los límites discursivos de la propia metafísica‒: “si la racionalidad es un fruto evolutivo de la naturaleza, entonces, en última instancia, la racionalidad es la propia naturaleza pensándose a sí misma (aunque tenga que hacerlo a partir de las condiciones brindadas por la ciencia de la época, y por tanto, dentro de unos límites históricos). Lo cual implicaría que el sujeto del pensamiento es a la vez el objeto o sustancia del mismo, y por tanto, que el sujeto deviene totalidad, o sea, absoluto. ¡Como decía Hegel!” Pero, naturalmente, hay que rebajar tales pretensiones especulativas; la filosofía actual no puede permitírselas. Nunca habrá semejante autotransparencia de la razón, porque las limitaciones en el conocimiento del objeto (y en la capacidad de transformarlo técnicamente) son eo ipso limitaciones en el autoconocimiento del sujeto, el cual, por tanto, nunca retorna sobre sí mismo para reapropiarse como absoluto (“Dios”). De hecho, a medida que se profundiza en el conocimiento de la realidad, hay que ir sumando a su complejidad nuevos “continentes de opacidad” que no nos acercan precisamente, sino que más bien nos alejan de esa autoapropiación. Ciertamente, una especie inteligente con una capacidad científico-técnica de manipulación del entorno suficientemente alta (una suerte de “autopoíesis plena”) sería Dios, parafraseando a A. C. Clarke. Pero eso no parece posible en un universo condenado a la muerte entrópica.



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