EL LÓGOS DEL MITO

 

El mito, lejos de ser un error del pasado, es un depósito de experiencia colectiva que aún puede decirnos mucho acerca de los fines de nuestra existencia, siempre que sea convenientemente "exducido" a términos racionales.

 
 

Filosofía | Artículos

EL LÓGOS DEL MITO

Sobre la función del análisis mitosófico

 

 



 D. Puche
Publicado en 11/4/21 |
© 2021

 


 
 

Se suele decir que la filosofía surge como el “paso del mito al lógos”. Los griegos, como cualquier otro pueblo, tenían una cosmovisión mitológica, basada en narraciones extraordinarias protagonizadas por dioses o héroes (o sea, semidioses) ocurridas in illo tempore; en aquel “entonces”, más allá de donde llega la memoria histórica pero sí la memoria del poeta, inspirado por las musas, ocurrían cosas extraordinarias que “hoy” ya no ocurren, las cuales explican el origen de los fenómenos naturales y de las instituciones sociales, así como instauran los valores socialmente aceptados. Pues bien, todo esto comenzaría a terminarse cuando, en el siglo VI a. C., aparece por vez primera una explicación alternativa, racional, el lógos. Un término griego que podríamos traducir como “lenguaje”, en el sentido en que para los griegos éste es a la vez el “pensamiento”, puesto que consiste en el dar razones, el argumentar, el explicarse en una conversación. Frente al mito, una narración con protagonistas y con una estructura lírica (planteamiento, nudo y desenlace), el lógos aparece como una explicación fría y objetiva, impersonal, basada en observaciones y deducciones.

Sobre esto hay que hacer tres observaciones. La primera es que lo anterior es verdad hasta cierto punto; desde luego, es correcto mostrarlo así en un contexto educativo, donde se toma un primer contacto con la cuestión. Pero si hablamos estrictamente, cabe decir que nunca tuvo lugar semejante paso del mito al lógos. Tales de Mileto si nos remontamos a él no rompió con la cosmovisión griega para instaurar la ciencia en el sentido moderno del término. Los primeros filósofos, llamados por Aristóteles “físicos” (physikoí), o sea, “los que investigan la phýsis”, fueron en realidad teólogos. Nunca dejaron de hablar de lo divino; no acabaron con ese discurso. Lo que hicieron fue algo más sutil: renunciaron a los dioses tradicionales, antropomórficos, del panteón politeísta griego con sus características y defectos humanos, para divinizar directamente la naturaleza, sin “intermediarios”. Lo que hicieron fue despersonalizar la phýsis. No creían en los Olímpicos (desde luego, no como el creyente medio, sino a lo sumo como metáforas), y aun así, entendieron lo divino en sí como naturaleza, ante la cual todavía cabe mantener un respeto sacral. Ésta es algo vivo a lo que pertenecemos, una totalidad ordenada (kósmos) de la que no somos “espectadores” externos; de ahí que su lógos fundamente modos de vida inseparables de la admiración y de cierta veneración a la misma. 



La segunda observación es que el “paso del mito al lógos” no es algo que quedara hecho entonces, un paso ya dado, sino que hay que repetirlo una y otra vez. No somos los hijos del lógos, opuestos a los primitivos hijos del mito. Éste se reproduce una y otra vez; cada época genera los suyos propios, y por eso el paso del mito al lógos debe repetirse en cada época, casi diría que en cada generación. Hay que volver a traducir a términos racionales (universalistas) lo que de suyo tiende a lo fantástico y sobrenatural, a narraciones que racionalizan lo que no somos capaces de explicar o de aceptar. Cada cultura tiene su propia narrativa legitimatoria, que nunca es del todo falsa, pero que mezcla lo racional y lo irracional, la verdad y la falsedad, de forma que la gente en general no sabe distinguirlos. Por ello, es necesario llevar a cabo un ejercicio racional, desmitificador, en cada época, para comprender rigurosamente lo que pasa, cómo es el mundo, y cuáles son nuestras posibilidades de actuación en él. Esto es lo que cabe entender como “Ilustración”: repetir incansablemente, como tarea de la razón, ese paso del mito al lógos, que ciertamente no quedó hecho y zanjado en el siglo VI a. C., del mismo modo que la Ilustración no quedó resuelta en el siglo XVIII, sino que es un proyecto siempre abierto: el empeño de introducir la racionalidad en mundo que se esfuerza en expulsarla. Por eso todas las formas de Romanticismo, de pensamiento antiilustrado, son instauradoras de mitos, esto es, son irracionalistas y por eso denuestan la Ilustración, que ven como una amenaza.

La tercera observación es que, cuanto menos desde la modernidad, sustituir narrativas falsas por un discurso verdadero, basado en datos objetivos y contrastables, ya no es el trabajo de la filosofía; eso lo hace la ciencia. Se podría decir que la filosofía jugó en este terreno un necesario papel histórico, pero habría sido sustituida, a su vez, por la ciencia, y ahora estaría obsoleta. Una fase superada del desarrollo intelectual de la humanidad. Éste, obviamente, es el enfoque positivista; un enfoque profundamente equivocado. En efecto: la ciencia es el territorio del conocimiento, de la verdad. Pero es que la filosofía y la ciencia no se diputan la misma jurisdicción, y por eso precisamente la primera no está obsoleta. La jurisdicción de la filosofía no es la verdad; no compite con la ciencia en algo que ésta, desde luego, hace mucho mejor. La jurisdicción de la filosofía es el sentido. A partir de una concepción de la realidad, deudora de la ciencia de su época (de lo contrario, será un disparate), la filosofía pretende orientar la vida, fundamentar la conducta. Su cometido no es explicar las causas de los fenómenos, ni naturales ni sociales, sino dar una base racional a nuestros actos, a nuestra forma de vida e ideales; algo que la ciencia no puede darnos (pues se ocupa del cómo, pero no del para qué). El filósofo no se puede entrometer en la jurisdicción del científico, pero tampoco a la inversa; el sentido no sustituye a la verdad (“oscurantismo”), pero la verdad tampoco sustituye al sentido (“nihilismo”). La filosofía va en dirección opuesta a la ciencia; no es conocimiento, sino reflexión: aborda el por qué las cosas deberían ser de otro modo. El conocimiento proporciona medios para fines, pero no dichos fines; la ciencia nunca aclarará por qué habría que vivir de otra forma, qué modo de vida es más “correcto”. Lo que hace, al conocer la realidad, es incrementar nuestros umbrales de supervivencia y de comodidad, pero nunca nos da un propósito. Son funciones muy distintas. 


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Podría parecer, entonces, que sostengo que esos fines los brinda la filosofía. No exactamente. La filosofía se ocupa del sentido, pero no lo genera; lo organiza, más bien, lo explicita y depura. Pero por sí sola no basta. El mito, en cambio, sí proporciona fines. Lo mitológico (o religioso: la única diferencia radica en que haya o no practicantes en la actualidad) ofrece una narrativa de lo sagrado que da sentido a la vida, que fundamenta la conducta y le da base a un determinado modo de vida. Propone fines deseables. Por eso mismo, decía antes, no tuvo lugar ese supuesto paso del mito al lógos entendido como la sustitución del mito por la ciencia en el siglo VI a. C. Porque no se puede prescindir del mito; éste le da un propósito a la existencia, y en esa medida, seguramente es indispensable para vivir. Es falso cuando se entiende literalmente, cuando se cree en el contenido histórico de esas narrativas las cuales, además, chocan entre sí y nos arrastran a la guerra y la barbarie. Pero es verdadero cuando se comprende en sentido alegórico; posee una enseñanza práctica muy rica. Concentra experiencia colectiva. Por eso, hay mucho que aprender del mito, cuando es bien entendido. El psicoanálisis junguiano hizo grandes aportaciones en este sentido (la teoría de los arquetipos inconscientes), aunque su base teórica y metodológica ya no pueda satisfacernos. También los estudios de lo mítico-simbólico de Campbell (la estructura del “viaje del héroe”), o las apartaciones de Eliade (la caracterización de lo sagrado frente a lo profano).

¿Qué relación ha de guardar la filosofía con el mito, del cual se la quiere ver como su antagonista? La filosofía, en el mapa de los discursos humanos, está a camino entre la religión y la ciencia, emparentada con ambas e irreductible a ellas. Ese parentesco, evidentemente, es problemático. La filosofía debe fundamentarse en la ciencia no al revés para evitar divagar en vano y ser arbitraria; necesita la base sólida que ésta le proporciona. Pero sin la religión (mitología), la filosofía tampoco sería capaz de sostener el sentido. No la sustituye, así pues, como la ciencia no sustituye a la filosofía; éste es un enfoque falso. Al ser humano no le satisface ninguna meta desvinculada de algún tipo de trascendencia; el mero bienestar material, por sí solo, conduce al nihilismo, al desarraigo. La vida no tiene sentido cuando se limita a ser la simple reproducción de sí misma, aun con unos niveles de comodidad creciente. Hace falta algo más, tenemos carencias como especie que sólo lo mítico-religioso satisface. Pero, para sortear su irracionalidad, hay que comprenderlo de forma metafórica, figurada; sólo así podemos conciliar la visión científica del mundo con las enseñanzas valiosas y los fines vitales que lo mítico proporciona. No debe asumirse como un acto irreflexivo de fe, sino de forma racional, y ése es un trabajo que debe realizar la filosofía. Ésta no ha de ser el escolar “paso del mito al lógos”, sino la “traducción del mito al lógos”. Esta traducción, o mejor, exducción, es la tarea de la mitosofía (una rama exegética de la filosofía). La valiosa enseñanza práctica del mito, difusa y oscura, sin embargo, hay que racionalizarla, despojándola de investiduras particularistas. El lógos, en este aspecto, no es la negación del mito, como si no existiera, sino una cierta forma de relacionarse con él; si bien lo niega en su literalidad, lo preserva como metáfora productiva de sentidos. Sin los fines vitales que el mito nos procura, estamos existencialmente ciegos y sordos. Y esos fines, la filosofía por sí sola no puede crearlos. Cuando lo ha intentado, hibridándose con la literatura, ha fracasado; el resultado era percibido como un sucedáneo. Su origen y destino, por tanto, es exducir el mito a términos que permitan una discusión argumentativa acerca de sus contenidos y su aplicabilidad a nuestra vida. Esto es, darles una nueva forma acorde a la experiencia secular actual, que nos sirva para aclarar la existencia, para orientarnos ante las problemáticas del mundo contemporáneo. En la próxima entrega propondremos un modelo de este análisis mitosófico.

 

 

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