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VIDA LÍQUIDA Y NIHILISMO


In honorem Zygmunt Bauman
 

El recién fallecido Zygmunt Bauman ha legado al lenguaje de nuestra época una expresión de inmenso éxito, hasta tal punto que ya es aplicada a casi todos los ámbitos. La expresión es ciertamente pregnante: el concepto de liquidez ya ha quedado entre nosotros como una forma de comprender el mundo posmoderno ‒en el que hasta la verdad es al parecer líquida‒, y resulta un instrumento muy útil en el análisis de diversos fenómenos. Modernidad líquida, vida líquida, sociedad líquida… son expresiones que nos ayudan a entender lo que nos pasa hoy en día, la consistencia de nuestra realidad cotidiana.

La vida líquida es aquella en la que nada solidifica, en la que es imposible acostumbrarse a algo porque nada tiene existencia duradera. Usos, costumbres, hábitos, tradiciones ‒y con ellos, cómo no, la propia moral‒, no pueden arraigar porque para cuando las personas empiezan a acostumbrarse a lo establecido, éste cambia, forzando nuevas readaptaciones y el tener que abandonar todo lo anterior. Todo envejece extremadamente rápido y muestra caducidad sin haber alcanzado siquiera su apogeo; la vida líquida exige una total flexibilidad y un constante reciclaje, una reinvención de las cosas y del yo, que de lo contrario quedan inmediatamente obsoletos y ya sólo son materiales de desecho. Nada estable es tolerado, pues choca con las exigencias de un sistema socioeconómico que tiene que deshacerse de todo stock (el cual no se reduce únicamente a mercancías físicas, sino también culturales y hasta vivenciales) para poder seguir produciendo y vendiendo en una espiral sin fin.

La cuestión, claro está, es si el ser humano es capaz de vivir de esta forma. Es un hecho que es capaz de asumir este modo de existencia, naturalmente, pero no de hacerlo sin costes, sin experimentar un profundo malestar en la cultura; las enfermedades psíquicas que se ceban cada vez más en la población del mundo desarrollado (y cada vez más en los jóvenes) dan cuenta de ello. Otro filósofo últimamente en boca de todos, Byung-Chul Han, ha acuñado otra popular expresión, la sociedad del cansancio, para abordar este asunto. Pero, aparte de la salud mental del mundo desarrollado, hay fenómenos que surgen como reacción contra este estado de cosas vertiginoso en el que todo sentido de la existencia que no sea el meramente hedónico parece volatilizarse: los nacionalismos políticos y el fundamentalismo religioso, en la forma en que resurgen en el siglo XXI, no parecen sino vanos intentos de recuperar la “esencia” de una existencia que se ha visto evaporada (“licuada”, diríamos para coincidir con Bauman) en la era del capitalismo globalizado.

El concepto de liquidez de Bauman, sin que con esto pretenda quitarle ningún valor, pues los análisis derivados de él son de un valor inestimable, está emparentado con el del nihilismo de Nietzsche. La vida líquida presenta rasgos que ya definiera el filósofo alemán cuando hablaba de ese “desierto” que “está a la puerta”, de ese “más inhóspito de todos los huéspedes” debido al cual “los más altos valores se desvalorizan”. Ciertamente, como acertadamente señaló Nietzsche, rodamos “desde el centro hacia una x”. Nuestra existencia colectiva, que en otras épocas pareció tener un rumbo (por más que éste fuera ilusorio, lo que en el fondo no importa demasiado), consiste ahora en un ir a la deriva con nefastos efectos psicológicos y sociales.

La vida líquida, que sólo aspira a su propia autoperpetuación, no apunta a ninguna meta fuera de sí misma; la constante y absoluta flexibilidad, la reinvención del yo como mercancía que se ha de “vender” a diario en el mercado laboral (y social en general), no responde a fines objetivos, y de haberlos, éstos son tan desechables como los propios medios de los que se sirven. De hecho, ya no existe una diferencia práctica entre fines y medios, pues resultan fácilmente intercambiables según la situación. Sin embargo, ese no saber hacia dónde se va, esa carencia de expectativas claras, la incapacidad de imaginar siquiera un futuro en el que la vida no sea sino pura maleabilidad, nos hace enfermar. La desintegración del yo, que ha de escindirse en múltiples contextos con reglas muy diferenciadas (y además de ese malabarismo existencial debe transformarse de distintos modos y a distintos ritmos en cada uno de ellos), produce efectos anímicos devastadores. No importa lo desarrolladas que estén nuestras sociedades, lo avanzada que esté nuestra técnica: nuestro cerebro sigue siendo el mismo que el de nuestros antepasados del Paleolítico que vivían en pequeños grupos y se dedicaban a la caza y la recolección, sin estar expuestos a la celeridad, al bombardeo de información y a la multiplicidad vital del mundo actual. Hay límites adaptativos de nuestra capacidad de asimilación de cambios, y seguramente los hayamos traspasado ya o estemos a punto de hacerlo. Entiéndase esto, pues es la idea crucial: el nihilismo no tiene que ver con lo que hay en cada ocasión, con los contenidos culturales vigentes o las reglas de acuerdo a las cuales vivimos ‒podemos adaptarnos a cualesquiera de ellas, y el pasado en general ha sido bastante más horrible que nuestra época‒. Tiene que ver más bien con el ritmo del cambio, y esto es lo que quizá Nietzsche, allá por el siglo XIX, no llegó a ver con la claridad suficiente. El nihilismo es la incapacidad existencial de adaptación a cambios demasiado rápidos, el desfase entre las transformaciones materiales y las simbólicas del mundo. Y nuestra sociedad (la posmoderna) no es ya rápida, sino vertiginosa.

El ser humano necesita investiduras simbólicas para existir de forma satisfactoria, pero la celeridad de los cambios las destruyen, impiden que cristalicen otras nuevas o ponen en su lugar meros sucedáneos, productos de la cultura de masas que no producen los efectos psíquicos de las genuinas. Los engranajes tecnoeconómicos del mundo capitalista global giran mucho más deprisa que la capacidad de readaptación simbólica de la cultura, que termina por descreer de sus propios símbolos y no tiene con qué llenar ese vacío ‒o lo hace con las figuras, ya caducas y por tanto inservibles para la sociedad actual, de la Patria o Dios‒. Ese vacío simbólico, esa nada ‒en la que, como diría Nietzsche, el hombre prefiere creer antes que no creer nada‒, es ya el centro de nuestra existencia errática, en la que nuestros referentes morales y nuestras aspiraciones políticas están desconectados de una base simbólica y emocional que les dé sentido y los haga vinculantes de una forma más o menos compartida. 

La aceleración de la existencia va de la mano con el creciente desarraigo que padece el mundo globalizado ‒el mercado global, pues no otra cosa es‒, y ante el que la reacción religiosa y política es cada vez más brutal, pero inútil. Los acontecimientos que caracterizan los últimos años (crisis económica mundial, migraciones masivas, renacimiento del fascismo en Europa y EE. UU., etc.) recuerdan al período de entreguerras del siglo XX, vaticinando un futuro terrible, al que habría que sumar la catástrofe medioambiental que ya ha empezado (y que quizá sea ya irreversible), la devastación del mercado laboral debida a la robotización masiva, el incontrolado crecimiento demográfico de las regiones del mundo a la postre más incompatibles con los principios de la democracia y la Ilustración… Habría que preguntarse por cuánto tiempo será sostenible esta situación, porque los actuales problemas del mundo no tienen visos de ir a mejor, sino a peor, y la aceleración de nuestra existencia igualmente va a ir a más ‒si no se produce antes un desastre global de algún tipo, lo cual acarrearía una inimaginable involución‒, con los efectos psíquico-sociales que ello traiga consigo. Nunca fue más difícil que hoy jugar a imaginar el futuro. Por eso el pasado, tal vez más que nunca, aparece como un consuelo y un refugio. Pero cualquier esperanza basada en el pasado, no nos engañemos con cantos de sirena nostálgicos, está condenada al fracaso.


Addenda (22-1-2017) 

Sería fácil, demasiado fácil decir que la vida líquida, o nihilista, es una vida enferma. Algo bueno de Bauman es que siempre ha antepuesto el rigor descriptivo a las valoraciones de esta índole ‒ahí radica la principal diferencia entre el científico y el filósofo, que sin embargo se complementan, en su caso, de manera ejemplar‒. Que el way of life occidental (y cada vez más el mundial) conduce a una escalada de las patologías psíquicas es un hecho incontrovertible; alguien, como es mi caso, que se dedica a la docencia y trata a diario con adolescentes lo ve reflejado en el creciente número de casos de estrés, ansiedad y depresión (cuando no problemas aún peores). Este dato es ciertamente poco esperanzador, pero no creo que se pueda concluir a partir de él que el mundo actual sea “peor” que otros, ni mucho menos que la solución sea el regreso a estados tecnosociales anteriores en los que la incidencia de estos males era menor. Tales análisis son siempre de trazo grueso y escaso rendimiento teórico, aunque sirven para que la reacción y también un progresismo obsoleto encuentren su razón de ser. Pero entender el mundo en términos morales ‒por más que moralmente sintamos una repulsa constante a todo lo que ocurre‒ no suele arrojar mucha luz sobre nada, y pensar que nuestros problemas tienen que ver con una “crisis moral”, con el “creciente relativismo” o con la “maldad de nuestros gobernantes” es más de sermón dominical o de tertulia televisiva que de actitud intelectual honesta. Ya decía Nietzsche que la vida en su conjunto no se puede valorar. Bauman, nítidamente anticapitalista y testigo de los horrores del siglo XX (que conoció de primera mano), nunca fue por ese camino, sino que se esforzó en comprender lo que ocurre.

En términos que no son precisamente los suyos, pero que creo perfectamente convergentes, yo lo plantearía así: nuestra naturaleza (prehistórica) ha llegado a un momento en que choca frontalmente con el vértigo de una historia disparada en una dirección indeterminada y sin frenos. Pensar que existe algún mecanismo para detener el desarrollo tecnoeconómico justo donde a nosotros (¿y quiénes somos “nosotros”?) nos gustaría ‒esto es, pensar que la historia responde al arbitrio humano, que somos sus timoneles, y no más bien sus pasajeros‒ es desconocer por qué y cómo ha ocurrido todo lo que ha ocurrido en la historia, y por ello mismo estar incapacitado para hacer previsiones de futuro. El capitalismo global ha creado unas inercias tan descomunales (bueno sería recordar aquí la definición de lo sublime que daba Kant, muy descriptiva, como señalaba Lyotard, de la “experiencia posmoderna”) que “lo humano” parece haber entrado en una fase irreversible de transformación. Una readaptación a un medio radicalmente distinto ‒el ser humano adapta el medio a sí como especie, pero tiene que adaptarse a ese medio artificial, o “mundo”, individualmente‒ a todo lo conocido. Nada es más falso que el dogma liberal, repetido como si fuera una obviedad, de que el capitalismo es el sistema que mejor ha comprendido y respeta la naturaleza humana (individualista, egoísta y competitiva, se entiende), pues es sin duda el sistema que más nos enfrenta con ella de cuantos ha habido en la historia universal, destruyendo todo rasgo simbólico y ritual que nos permita el arraigo, la religación… con nosotros mismos. Nuestra época es un interregno, una época de gigantesca transformación, y como tal, resulta dolorosísima. Cambios muchos más grandes que los ya habidos nos van a ser impuestos, y habrá que saber diferenciar la mera opresión político-económica de procesos adaptativos estructurales que no dependerán de decisión alguna. Más allá de ser algo político (o quizá entendiendo lo político en su sentido último), la tensión entre nuestra naturaleza y la historia define una cuestión antropológica en la que está en juego nuestro futuro como especie, esto es: nuestra supervivencia ‒mucho más amenazada de lo que queremos ver‒, y lo que seremos, que no será lo que hemos sido.

Giros históricos decisivos ha habido muchos, pero la globalización convierte el tablero de juego de nuestra existencia en el mundo entero (con lo que ya no hay “exterioridad” a la que escapar), y la tecnociencia introduce posibilidades ‒cuando no exigencias‒ de autotransformación que nunca antes se habían dado. Si, pese a todo el horror de nuestro mundo, las tendencias históricas en curso llegan a buen puerto, el ser humano se transformará (quizá caminemos hacia algo parecido al Übermensch nietzscheano, artista y obra de arte a la vez); si no, quizá nos extingamos o suframos un colapso civilizatorio que haría de los siglos V-VIII en Europa una época luminosa. Si hemos de estar preparados para lo que venga, es necesaria y urgente una nueva hibridación (a ello deberían dedicarse los esfuerzos educativos y culturales en general) de la ciencia y la tecnología con lo que en un sentido muy laxo llamaré “filosofía” ‒estoy pensando en lo que los alemanes llaman Geist‒; y la sustitución del rancio y trasnochado humanismo por el ecologismo ‒que lo engloba‒. La eco-nomía debe llegar a ser una con la eco-logía, esto es, el “cuidado del hogar” (oíkos), pues actualmente no tenemos otro. La alternativa más probable es la extinción. 






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© David Puche Díaz, 2017.
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